¡Cuántas cosas que me son cercanas hay en
Cervantes y en Muñoz Molina!
Cuando
yo vivía inmerso en aquella realidad apenas me fijaba en ella. Me
escapaba y me escondía en los libros y en las imaginaciones. Y sin
embargo todo aquel mundo se estaba asentando en mí sin que me diera
cuenta, a una profundidad a la que no llegaba la conciencia, y que
por lo tanto el tiempo no gastaba. Yo creo que pasé muchos años,
décadas enteras de mi vida, sin mirar bien a mi alrededor, siempre
urgido por mis ensueños, mis ansiedades, mis obligaciones, las
sombras bellas o temibles que yo confundía con presencias reales. No
llegaba a ver bien ningún lugar donde estuviera, porque siempre
quería estar en otra parte...(p.443)
Se refiere a la infancia, a la
juventud, pero también a la primera madurez; a lo de prisa que
pasamos por los años cuando no nos preocupan los años, al ansia
de ser otro que de jóvenes tenemos. Pero también vemos
ahí a la memoria, trabajando de forma autónoma, grabando
caprichosamente esos momentos por los que pasamos sin reparar en
muchas cosas, para utilizarlos a nuestro favor cuando las cosas se
tuercen.
Después
del tercer centenario es lo primero que leo sobre el Quijote
y sobre Cervantes que no se apoye en publicaciones anteriores;
después vendría el cuarto centenario y, en cuanto a la
hipertextualidad, es más de lo mismo. Muñoz Molina, nos habla del
Quijote basándose únicamente en una lectura reposada de
verano, tan reposada que lee como Cortázar escribió Rayuela:
dando saltos y sin ocuparse de orden alguno.
Muñoz
Molina no es un crítico al uso: no juzga ideas, no habla de estilos,
ni de tendencias, únicamente lee y reflexiona sobre lo leído y su
relación con la vida, con su vida, con su pathos. No afirma
nada, relata. (Esa es la diferencia que aprecio a favor de los
filólogos: que cuentan sin tener que creerse sus mónadas, sus
teorías, como lo hacen los filósofos. En contra tienen que se
“mojan” poco y, para mí, sobre todo, que con demasiada
frecuencia no explican lo que sugieren). Y es que a Muñoz Molina le ocurre con Cervantes aquello que Rosales sugirió en unos portentosos versos de Diario de una Resurrección: "Que hay amores que duran algo menos que un beso/ y besos que han durado algo más que una vida."
Muñoz
Molina, en su lectura reposada de Cervantes, como hago yo ahora en la
mía sobre Muñoz Molina, nos recuerda con sutiliza el peligro de
los absolutos, nos habla con agudeza (tanta que he requerido de una
segunda lectura en algunos párrafos), de la perspectiva de las cosas
de la vida, de que lo que nos sucede es otra cosa para otro y sin
embargo tan verdad como la nuestra, y pensar lo contrario, como
apunta Irene Vallejo es “fabricar la ignorancia”. Nadie está
exento de nada, ni siquiera de la locura: Casi
todo el mundo ha tenido alguna vez convicciones o apasionamientos que
lo han llevado a sostener una idea equivocada precisamente de las
cosas que más le importaban, e incluso a actuar con insensatez o
temeridad en una faceta particular de la vida, mientras que en todas
las demás mantiene lo que parece una sólida cordura… (p.108)
O
nos quiere llevar al desengaño, advirtiéndonos que el idealismo
solo conduce al fracaso, como hace Sancho con su amo, al que defiende
ante el Escudero del Bosque porque conoce la bondad que lleva dentro
y que es, en realidad, lo que salva a don Quijote. Dice Sancho: no
tiene nada de bellaco; antes, tiene un alma como un cántaro; no sabe
hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un
niño le hará entender que es de noche en la mitad del día...(II,
12)
Por
eso digo que es una lectura filológica: mira al texto y nos
dice lo que él siente, explicarlo es secundario. Y lo hace con una
estética sencilla, intemporal, lúcida y, a veces, parenética. Lee
como lo haría un joven de bachillerato que apostilla su lectura con
la maestría de un erudito.
Paralelamente
a esta sencilla lectura aparecen en la novela, sobre estos
ensoñadores veranos del autor, una vorágine de datos culturales e
históricos, así como otros datos minúsculos que son referencias de
un conocimiento y una madurez que solo encontramos en los grandes
autores. Pero, además, a
Muñoz Molina no le
basta que la literatura
se mida con la literatura; le
importa más que se
mida con la vida, con
su
vida misma: en
sus comentarios, constantemente, aparece el niño que fue, un niño
que, quizás jugara poco, pero que escuchaba mucho y bien a una madre
que sabía contar todo aquello que ocurría a su alrededor, o
simplemente fabulaba con una emoción embaucadora; un niño que
aprendió a leer tebeos o a ver las películas del Oeste con cierto
criterio. Sobre estas experiencias nos dice (pág. 111): El
héroe de las películas del Oeste que veíamos en los cines de
verano era un caballero andante que cabalga siempre para derrotar a
malvados, auxiliar a desvalidos, seducir castamente a mujeres
hermosas, salir victorioso en combates en los que la rapidez y
puntería de su revólver equivale a la destreza con la espada o la
lanza de los caballeros antiguos.
Tampoco
olvida Muñoz Molina lo que fue, ni lo que es: en un momento del
texto (pág. 94) nos habla del autor y el lector, y nos dice que
antes de comenzar ambos saben a qué atenerse: como Cervantes en su
prólogo del Quijote está hablando de un lector
inteligente, yo diría que, en las dos facetas, está hablando de
sí mismo y del reflejo que en él y en ese momento está teniendo la
omnipresente ironía del Quijote, que para nada tienen un
orden preestablecido en su escritura, que todo es a venga lo que
viniere. También, como una dualidad -de la que tanto gustan
ambos-, podemos intuir que nos avisa sobre la conveniencia de
distinguir entre el “yo” real y el ficcional del protagonista,
como entre autor y obra.
Como
granadino que soy tengo el defecto de los “peros”, por los que
muchas veces me he visto trasquilado por la “tijera”, pero mi
osadía supera con creces a mi prudencia. Así que, con todo el
derecho a equivocarme, digo que encuentro algún anglicismo
innecesario como cuando (pág. 35) define a don Quijote como
performance artist para decirnos (o al menos así lo entiendo)
algo de lo que habló Torrente con tanto tino en El Quijote
como juego: que la locura es algo voluntario que Alonso Quijano
usa para ser don Quijote; así, la obra, Quijote, y
personaje, Quijano, se fusionan para ser una misma cosa en el tiempo que
dura la locura. Hasta ese momento en el que el desengaño, algo que venía intuyendo ya
nuestro héroe, se hace patente, cuando se ve molido por el golpe,
tumbado en la arena de la playa de Barcelona, y ve acercarse la lanza
del Caballero de la Blanca Luna a su celada, y oye un susurro, que por ella se desliza, diciéndole: vencidos sois caballero...
En
la página 65, Muñoz Molina hace unas diferencias entre labrador,
agricultor y campesino que creo son atinadas para Andalucía, pero no
tanto para Cervantes y su uso en el Quijote, ni para otras
regiones de España, o de América, donde se diluyen o confunden
estas diferencias, tal como lo están en el Diccionario de la
Lengua Española (RAE) o en el María Moliner, a los que
he consultado. Dice Muñoz Molina: El
labrador rico es una figura muy señalada en el exhaustivo repertorio
social de Don Quijote de la Mancha. La palabra labrador ya indica
propiedad, incluso opulencia, aunque no educación ni rango.
Cervantes es siempre muy preciso en sus caracterizaciones de clase.
Labrador no es sinónimo de agricultor, y menos aún de campesino. El
campesino sin tierra es Sancho Panza, que no posee más bien que su
burro, ni más dignidad que la de cristiano viejo, y que trabaja a
jornal para otros.
En
la página
203, dice:
“En
la aprobación
impresa al principio de la novela, un texto administrativo que pudo
haber escrito él mismo, se le describe de manera sumaria: era
viejo, soldado, hidalgo y pobre. Que
todavía siga llamándose soldado sugiere una emoción a la vez
íntima y orgullosa. Cervantes era, efectivamente, hidalgo y viejo, y
seguía siendo pobre a pesar del éxito del primer Don Quijote. Pero
soldado había dejado de serlo justo cuarenta años atrás, cuando al
ser hecho cautivo y llevado a Argel se le desbarató una carrera
militar en la que ya había alcanzado veteranía y mérito
suficientes para aspirar a un puesto de oficial, como el que tuvo su
hermano Rodrigo.” De
esta descripción
que me recuerda otra que Machado hizo en
su día de
sí, en una
silva escrita en Baeza
-aquel “voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo”-.
Del
dibujo que hace de Cervantes, Muñoz Molina, no
hay que olvidar el término “emoción”, para constatar que
ser soldado puede ser vocacional, como lo
puede ser maestro o
médico, que
un sentimiento no tiene límites, que Cervantes puede sentirse en el
umbral de su muerte lo que quiera, y más, habiendo participado en
“la
más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes,
y venideros”, ocasión
o afirmación cervantina que parece
poner
en duda Múñoz Molina, y que, sin embargo,
relaciona acertadamente en su importancia histórica con el desembarco de Normandía.
A
lo largo de sus páginas nos habla de la relación que grandes
autores han tenido con el Quijote:
Mann, Melville, Salinger, Américo Castro, Ortega, Flauvert, Proust,
Twain, Faulkner, Conrad, Steendhal … En uno
de sus
pasajes
se
refiere a
los entusiastas (p. 213) y a
los
críticos del Quijote,
y se olvida que la primera
y más certera crítica fue hecha en el entorno de la Inquisición de
su tiempo: fue el Avellaneda
quien detectó todas las ideas vertidas
por Cervantes en su
Primera Parte, así como la
implacable crítica
que
el
alcalaíno hizo
a
la sociedad de su tiempo; crítica
que,
en
su mayoría, vale para el nuestro.
Termino
la lectura de
El
verano de Cervantes
y
de ordenar mis notas al
mismo tiempo que termina julio, en pleno verano;
veinte días después de recibir este
hermoso regalo.
Lo
he alternado con Días
de Reyes Magos,
del que también he reunido algunos florilegios; también con La
península de las casas vacías,
que no sé si
acabaré:
le
daré unas páginas más de cortesía, pero es que son tantos los que
hay en cola, que sin remedio y
a mi pesar tengo que
elegir. Hasta ahora, unas treinta páginas, con ciertas limitaciones me ha recordado al Alfanhuí de Ferlosio y me ha parecido ver entre sus líneas un aire frívolo de realismo mágico... ¿Qué he dicho? Tras un receso es la escritura de esta página, en mi rincón favorito, me he leído unas cuantas páginas más y se me ha ido casi una hora sin darme cuenta: ahora puedo decir que sí, que seguiré con "Odisto" y la gente de "Jándula" hasta el final. Aún queda verano y la ironía, el ambiente mágico, incluso las opiniones de tinte programático me han despertado mi curiosidad.
Entre
los
proyectos que
me
esperan seguirán presentes, siempre
lo estarán,
Cervantes y el Quijote.
El Quijote, el
libro infinito como lo
llamó
Francisco Rico; el libro que, para
mí, no se acaba nunca.
El
libro que nunca podré
concluir, en el que como dice Múñoz Molina: En
cada nueva lectura está contenida la riqueza armónica de todas las
lecturas anteriores, su memoria activa e inconsciente. En el ahora
mismo en el que siento con tanta agudeza la extrañeza de un tiempo
que tal vez ya no es el mío, una mañana el pasado se vuelve
presente y terrenal, no en el mismo lugar en el que entonces lo viví,
sino en otro que descubrí mucho más tarde.
Presiento
que como
para Muñoz Molina, que,
como yo, recientemente, ha echado un huerto para volver a sus
orígenes,
mi vida
fue
hace mucho tiempo y es ahora mismo,
conscientes
ambos,
como dice Cide Hamete, el filósofo mahomético, al final del
gobierno de Sancho, que sola
la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo,
o
más que el “viento”, como apunta Francisco Rico, en una de sus
notas, que quiso decir Cervantes. En mi caso, coincido
con el ubetense, en que mi preferencia va por el termino cervantino de
“tiempo”.
La
cursiva hace referencia a textos tomados de:
Cervantes,
Miguel de. Don
Quijote de la Mancha. Edición
de Francisco Rico para Real
Academía.
Círculo de Lectores.
Muñoz
Molina, Antonio. El
verano de Cervantes.
Seix Barral. 2025.