En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 21 de mayo de 2020

Tardes de pequeñas cosas

Persiguiendo los tonos naranjas del atardecer

Nos íbamos a la playa a esa hora en que el calor afloja y las sombras comienzan a alargarse sobre la arena. Era una playa distinta a las de por aquí, una playa muy larga, despoblada de edificios y chiringuitos y, a los lejos, unas pocas casas de tejados blancos que se desvanecían sobre el monte por la distancia, la vegetación y la calima. Solíamos ponernos a la izquierda de la playa, junto a las ruinas de la Basílica Paleocristiana, dónde, propio de nuestra educación, todos llevábamos traje de baño. Hacia la derecha de la playa, poco a poco, los bañistas se iban adanizando, hasta llegar al último tercio donde el nudismo se generalizaba con total naturalidad. A esa hora, el disco rojo e inmenso del sol bajaba cada tarde con una sobrecogedora lentitud y se ocultaba al final de la línea que separa el agua y la tierra protegiendo a los de la derecha de las indiscretas miradas de los de la izquierda.


Llegábamos cada tarde con nuestro “gsa” cargado de cosas innecesarias: la tabla de windsurf que usábamos poco, pero servía para sentarnos en ella con los ojos cerrados y la mirada perdida en la Contraviesa; la nevera con la cena, que, en esos años, siempre era poca; la caña de pescar con la que dábamos de cenar a los peces, y nunca faltaba un libro del que apenas leíamos unos renglones.

Caminábamos de la mano siempre junto al rompeolas persiguiendo los tonos naranja del atardecer, esa luz que se va haciendo cada vez más dorada y densa sobre la arena, a la par que la playa iba recobrando esa soledad de comienzos del mundo, una sugestión de eternidad rimada con nuestros pasos y el suave golpear de las olas.

Playa de son Bou, año 1987
Como he dicho surfeaba un poco y lo dejaba de momento. Me tumbaba, dispuesto a leer, pero lo cierto es que apenas si leía, que a las pocas líneas cerraba el libro, o ni siquiera llegaba a abrirlo, se quedaba olvidado sobre la esterilla o la toalla con las hojas agitadas y humedecidas por el Mitjor de la tarde. Cualquier cosa me abstraía de la lectura: aquel mar azul que, al sur, se resbalaba del cielo haciendo desaparecer el horizonte; mi sombra, al este, larguísima sobre la arena; y sobre todo una niña de cinco años que hacía castillos con la arena, o corría con los brazos abiertos detrás de las gaviotas, compartiendo con ellas el bocadillo de sobrasada y un baile de constantes idas y venidas en el que los pájaros describían, en un reducido campo de juego, arcos sobre el horizonte que pasaba del naranja de poniente, por el azul fuerte del sur, al gris ceniza del levante. La niña jugaba y corría hasta caer rendida para descansar abrazada, junto a su hermano, a su tío, con la melena movida por la brisa y la mirada fija en las gaviotas que nos rodeaban por miles, esperando una migaja de pan que arrebatarnos o que les lanzásemos al vuelo.

Son Bou, año 2020
Misma Playa 2020. Teo por Pablo
Metía entonces los pies en el agua y andaba más de cincuenta metros para llegar allí donde rompen las olas, me subía en una roca plana en la que se deshacía la gasa limpia y cálida de la espuma. El agua se arremolinaba en mis pies y yo, repleto de mística y perdido en mis dudas, recordaba los salmos olvidados de mis años jóvenes tras aquella tapia de la Placeta de Gracia: “
Purifícame con hisopo, y seré limpio”, “Lávame y seré más blanco que la nieve”. Volaba a mi infancia, a aquel mundo brillante de calles abiertas, libros de aventuras, cuentos fantásticos junto a la chimenea, olivos centenarios, acequias de agua limpia, naranjos amargos para el morcón, perros amistosos, paisajes agrestes y rostros sonrientes. Sólo veía lo que no debía cambiar para aquellos niños. En torno a mí, aquella imagen giraba como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que resplandecía fuera, en otro tiempo y espacio.

Teo, esos días de julio de 2020 cumplió los dos años.
Teo en la Playa de son Bou. Julio 2020
Sumido en pensamientos contradictorios miraba más lejos y observaba los cambios en la tonalidad del mar, la dirección de los vientos, la textura fresca y húmeda de la brisa. Sentía que eso era todo, no había más mundo que aquella esquina de la playa. Ni siquiera el tiempo parecía existir. Uno se cree, ahora, que esas olas de sosiego y de dudas no volverán ya más a romper sobre sus tobillos, que esas tardes de nada, llenas a rebosar de todo lo que uno quiere cuando no se pregunta qué quiere, difícilmente volverán.

Allí en aquella playa de aquella isla del centro del mediterráneo, según se iba quedando vacía a la caída de la tarde, de pie en el tenue rompeolas, abstraído, soñando tal vez con estas añoradas tierras del sur, jugando con un fragmento de roca que se me resbalaba entre los dedos, y botando las piedras planas que encontraba sobre la superficie del mar, o mirando el baile de aquella niña y las gaviotas, yo me daba cuenta de lo irrelevante de mi presencia, un grano más, nada más, de aquella fina arena. En aquella pequeña y tranquila isla de horizontes abiertos, con la que hoy sueño, allí, como en ningún otro sitio, creo que percibí la inmensa plenitud de este mundo formado de pequeñas cosas inconexas. Cualquier detalle por nimio que sea, ese que no se ve, el que nada es si hemos de referirlo, esas pequeñas cosas que no se perciben cuando suceden, esas son las que llenan los grandes momentos.
 

 


Son aquellas pequeñas cosas,
que nos dejó un tiempo de rosas
en un rincón,
en un papel
o en un cajón.


Como un ladrón
te acechan detrás
de la puerta.
Te tienen tan
a su merced.


Como hojas muertas

que el viento arrastra allá o aquí,
que te sonríen tristes y
nos hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.







Texto inédito de: Del cinamomo al laurel.35



4 comentarios:

  1. ...sin duda,Pepe, haces referencia,creo, a la canción de Serrat...el canto "resignado" y bello, como los naranjas tonos del atardecer, al tiempo que pasó, que nos sigue...y nos iremos y, parafraseando a Juan Ramón,se quedará la playa con sus gaviotas y sus atardeceres naranja virando a violeta...gracias por enviar...

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  2. Querido Pepito: Por alusiones ignotas o cuando menos algo ocultas, aunque las fotos delatan la presencia del que firma, te diré que aquellos años felices de convivencia en aquella playa colmatada de fina arena blanquecina, con la infancia y ternura de los pequeños siempre presentes por su siempre tendencia a la presencia permanente, puede que vuelvan... si no ponemos impedimentos en nuestros deseos más primarios, que no son otros que la búsqueda constante de aquello que nos hace disfrutar de nuestra existencia, como cuando la felicidad o el bienestar más simple se cuela entre los poros de nuestra piel, al tiempo que esos granos de arena, tan minúsculos e infinitos se agarran como lapas a nuestra piel, en hora vespertina, cuando el sol cae en esa tarde playera, acariciando la hora mágica de esa puesta ansiada desde el lugar elegido...

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  3. Qué maravilla de texto, plagado de reflexiones profundas y sabias, aderezadas con ternura y una dulce nostalgia.
    Qué descripciones tan vívidas y bellas: a pesar del uso del imperfecto, son simplemente perfectas.
    He leído hace poco que la belleza está al alcance de muchos; pero lo sublime, sólo al de los elegidos. Aplícate el cuento.
    Queda la esperanza siempre: volver al edén. El comentario anónimo te lo recuerda oportunamente.
    Enhorabuena por ese texto tan redondo…como es habitual en ti.

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  4. Se notan los amigos... El comentario anónimo es de mi cuñado y por supuesto amigo; es el mismo que sale de espaldas en dos de las fotos: en una con mis dos hijos hace ya la friolera de 36 años, en la segunda con mi hija y mi nieto hace tres veranos.
    El edén, como Ítaca, se mofa de nosotros: cuando llegas donde crees que estaba, ya se ha ido.

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