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Persiguiendo los tonos naranjas del atardecer
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Nos
íbamos a la playa a esa hora en que el calor afloja y las sombras
comienzan a alargarse sobre la arena. Era una playa distinta a las de
por aquí, una playa muy larga, despoblada de edificios y
chiringuitos y, a los lejos, unas pocas casas de tejados blancos que
se desvanecían sobre el monte por la distancia, la vegetación y la
calima. Solíamos ponernos a la izquierda de la playa, junto a las
ruinas de la Basílica Paleocristiana, dónde, propio de nuestra
educación, todos llevábamos traje de baño. Hacia la derecha de la
playa, poco a poco, los bañistas se iban adanizando, hasta llegar al
último tercio donde el nudismo se generalizaba con total
naturalidad. A esa hora, el disco rojo e inmenso del sol bajaba cada
tarde con una sobrecogedora lentitud y se ocultaba al final de la
línea que separa el agua y la tierra protegiendo a los de la derecha
de las indiscretas miradas de los de la izquierda.
Llegábamos
cada tarde con nuestro “gsa” cargado de cosas innecesarias: la
tabla de windsurf que usábamos poco, pero servía para sentarnos en
ella con los ojos cerrados y la mirada perdida en la Contraviesa; la nevera con la cena,
que, en esos años, siempre era poca; la caña de pescar con la que
dábamos de cenar a los peces, y nunca faltaba un libro del que
apenas leíamos unos renglones.
Caminábamos
de la mano siempre junto al rompeolas persiguiendo los tonos naranja
del atardecer, esa luz que se va haciendo cada vez más dorada y
densa sobre la arena, a la par que la playa iba recobrando esa
soledad de comienzos del mundo, una sugestión de eternidad rimada
con nuestros pasos y el suave golpear de las olas.
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Playa de son Bou, año 1987
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Como
he dicho surfeaba un poco y lo dejaba de momento. Me tumbaba,
dispuesto a leer, pero lo cierto es que apenas si leía, que a las
pocas líneas cerraba el libro, o ni siquiera llegaba a abrirlo, se
quedaba olvidado sobre la esterilla o la toalla con las hojas
agitadas y humedecidas por el Mitjor de la tarde. Cualquier cosa me
abstraía de la lectura: aquel mar azul que, al sur, se resbalaba del
cielo haciendo desaparecer el horizonte; mi sombra, al este,
larguísima sobre la arena; y sobre todo una niña de cinco años que
hacía castillos con la arena, o corría con los brazos abiertos
detrás de las gaviotas, compartiendo con ellas el bocadillo de
sobrasada y un baile de constantes idas y venidas en el que los
pájaros describían, en un reducido campo de juego, arcos sobre el
horizonte que pasaba del naranja de poniente, por el azul fuerte del
sur, al gris ceniza del levante. La niña jugaba y corría hasta caer
rendida para descansar abrazada, junto a su hermano, a su tío, con la melena
movida por la brisa y la mirada fija en las gaviotas que nos rodeaban
por miles, esperando una migaja de pan que arrebatarnos o que les
lanzásemos al vuelo.
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Misma Playa 2020. Teo por Pablo
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Metía
entonces los pies en el agua y andaba más de cincuenta metros para
llegar allí donde rompen las olas, me subía en una roca plana en la
que se deshacía la gasa limpia y cálida de la espuma. El agua se
arremolinaba en mis pies y yo, repleto de mística y perdido en mis
dudas, recordaba los salmos olvidados de mis años jóvenes tras
aquella tapia de la Placeta de Gracia: “Purifícame
con hisopo, y seré limpio”, “Lávame y seré más blanco que la
nieve”. Volaba
a mi infancia, a aquel mundo
brillante de calles abiertas, libros de aventuras, cuentos
fantásticos junto a la chimenea, olivos centenarios, acequias de
agua limpia, naranjos amargos para el morcón, perros amistosos,
paisajes agrestes y rostros sonrientes. Sólo veía lo que no debía
cambiar para aquellos niños. En torno a mí, aquella imagen giraba
como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del
otro más vasto y azul que resplandecía fuera, en otro tiempo y
espacio.
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Teo en la Playa de son Bou. Julio 2020
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Sumido
en pensamientos contradictorios miraba más lejos y observaba los
cambios en la tonalidad del mar, la dirección de los vientos, la
textura fresca y húmeda de la brisa. Sentía que eso era todo, no
había más mundo que aquella esquina de la playa. Ni siquiera el
tiempo parecía existir. Uno se cree, ahora, que esas olas de sosiego
y de dudas no volverán ya más a romper sobre sus tobillos, que esas
tardes de nada, llenas a rebosar de todo lo que uno quiere cuando no
se pregunta qué quiere, difícilmente volverán.
Allí
en aquella playa de aquella isla del centro del mediterráneo, según
se iba quedando vacía a la caída de la tarde, de pie en el tenue
rompeolas, abstraído, soñando tal vez con estas añoradas tierras
del sur, jugando con un fragmento de roca que se me resbalaba entre
los dedos, y botando las piedras planas que encontraba sobre la
superficie del mar, o mirando el baile de aquella niña y las
gaviotas, yo me daba cuenta de lo irrelevante de mi presencia, un
grano más, nada más, de aquella fina arena. En aquella pequeña y
tranquila isla de horizontes abiertos, con la que hoy sueño, allí,
como en ningún otro sitio, creo que percibí la inmensa plenitud de
este mundo formado de pequeñas cosas inconexas. Cualquier detalle
por nimio que sea, ese que no se ve, el que nada es si hemos de
referirlo, esas pequeñas cosas que no se perciben cuando suceden,
esas
son las que llenan los grandes momentos.
Son
aquellas pequeñas cosas,
que nos dejó un tiempo de rosas
en
un rincón,
en un papel
o en un cajón.
Como
un ladrón
te acechan detrás
de la puerta.
Te tienen
tan
a su merced.
Como
hojas muertas
que
el viento arrastra allá o aquí,
que te sonríen tristes y
nos
hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.
Texto inédito de: Del cinamomo al laurel.35
...sin duda,Pepe, haces referencia,creo, a la canción de Serrat...el canto "resignado" y bello, como los naranjas tonos del atardecer, al tiempo que pasó, que nos sigue...y nos iremos y, parafraseando a Juan Ramón,se quedará la playa con sus gaviotas y sus atardeceres naranja virando a violeta...gracias por enviar...
ResponderEliminarQuerido Pepito: Por alusiones ignotas o cuando menos algo ocultas, aunque las fotos delatan la presencia del que firma, te diré que aquellos años felices de convivencia en aquella playa colmatada de fina arena blanquecina, con la infancia y ternura de los pequeños siempre presentes por su siempre tendencia a la presencia permanente, puede que vuelvan... si no ponemos impedimentos en nuestros deseos más primarios, que no son otros que la búsqueda constante de aquello que nos hace disfrutar de nuestra existencia, como cuando la felicidad o el bienestar más simple se cuela entre los poros de nuestra piel, al tiempo que esos granos de arena, tan minúsculos e infinitos se agarran como lapas a nuestra piel, en hora vespertina, cuando el sol cae en esa tarde playera, acariciando la hora mágica de esa puesta ansiada desde el lugar elegido...
ResponderEliminarQué maravilla de texto, plagado de reflexiones profundas y sabias, aderezadas con ternura y una dulce nostalgia.
ResponderEliminarQué descripciones tan vívidas y bellas: a pesar del uso del imperfecto, son simplemente perfectas.
He leído hace poco que la belleza está al alcance de muchos; pero lo sublime, sólo al de los elegidos. Aplícate el cuento.
Queda la esperanza siempre: volver al edén. El comentario anónimo te lo recuerda oportunamente.
Enhorabuena por ese texto tan redondo…como es habitual en ti.
Se notan los amigos... El comentario anónimo es de mi cuñado y por supuesto amigo; es el mismo que sale de espaldas en dos de las fotos: en una con mis dos hijos hace ya la friolera de 36 años, en la segunda con mi hija y mi nieto hace tres veranos.
ResponderEliminarEl edén, como Ítaca, se mofa de nosotros: cuando llegas donde crees que estaba, ya se ha ido.