En
el Quijote
se
cuenta la historia de un hombre que, al llegar a cierta edad y por
razones ignoradas, puesto que la de la locura que se propone puede
ser discutible, intenta configurar su vida conforme a la realización
de ciertos valores arcaicos con una finalidad expresa, para lo cual
adopta una apariencia de armonía histórica con los valores de que
se sirve y con el tiempo en que estuvieron vigentes, y en franca
discordancia (por analepsis) con el tiempo en que vive y en que va a
realizarlos. Consciente del anacronismo, quizás también de lo
impertinente de su ocurrencia, el personaje adopta ante ella una
actitud irónica que confiere a su conducta la condición de juego.
Torrente
Balester. Gonzalo. El Quijote como juego. Ediciones
Guadarrama. Punto Omega. 1975, 50
Cervantes
nombra a su héroe
de varias suertes: Quijada,
Quesada
a Quejana,
en el capítulo I, aunque nos dice poco después que, visto que él se
llamó don
Quijote,
de ahí «tomaron
ocasión los autores desta tan verdadera historia que sin duda se
debía de llamar Quijada,
y no Quesada,
como otros quisieron decir…».
Bien a las claras se echa de ver que Cervantes quiso bromear con los
lectores en lo que toca al apellido de su héroe. Por
lo de Quijano
se puede conjeturar que Martín
de Quijano,
veedor de las galeras en cuyas provisiones estuvo empleado Cervantes,
fuese uno de los modelos vivos del don
Quijote. Por
lo de Quesada
y Quijada
puede inducirse tuviese en memoria dos o más sujetos reales que
conoció en la villa natal de su mujer, en Esquivias. En
el capítulo
XLIX de la primera parte,
hay
un
pasaje en que, respondiendo don Quijote a las razones con que el
canónigo procura apartarle de sus vanas caballerías, le dice: «Si
no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante…,
y las aventuras y desafíos que tan bien acabaron en Borgoña los
valientes españoles Pedro Barba y Gutierre
Quijada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón),
venciendo a los hijos del conde de San Polo». Azorín
habla de “Rodrigo Pacheco” de Argamasilla de Alba, que fue un
hidalgo loco, que salio por los caminos a hacer justicia.
Hay
muchas teorías, pero hay una preciosa del colombiano Germán de
Arciniegas, que escribió “El Caballero del Dorado”, en el que
hace un paralelismo con el granadino
Gonzalo
Jiménez
de Quesada (1509-1579),
conquistador español, explorador del Dorado y gobernador de Nueva
Granada, la actual Colombia, defensor de los débiles en su actuación
civil y administrativa, y del que dice que piensa constantemente en
su “Dulcinea” que ha dejado en Granada. Esto dice Arciniegas en
el último párrafo de su novela de
El
caballero del Dorado:
“Ningún
conquistador pasó los trabajos que él pasó. Ninguno fue tan
duramente mordido por el desencanto y las tristezas. Ninguno murió
más pobremente, ni más viejo y sufrido, a la sombra de tejas que no
fueron suyas. Pero ¿qué significan todas estas vanidades? Gonzalo
dijo: espero la resurrección de los muertos. Y su epitafio está
cumplido. Reverdece su vida en la de su hijo, que nunca habrá de
marchitarse. Que se reúnan en cualquier sitio todos los soldados que
vinieron a América, a ver si hay uno solo que pueda presentar un
hijo como Quesada, que es el padre de don Alonso. Lágrimas sin
término brotarán de ternura desde los abismos de la eternidad los
ojos del fundador de la Nueva Granada, al ver los descalabros de su
hijo el Don Quijote”.
¿Quién
era don Quijote, si solo atenemos a la novela? Un personaje más
bien cómico y ridículo, como fue la interpretación romántica, un
adalid del idealismo, un luchador incansable por la justicia, que se
da de bruces contra las maldades del mundo. Con esa predisposición
hacia un personaje santificado a la manera de Unamuno se ha leído El
Quijote. Con frecuencia se buscaba un modelo a seguir, un campeón de
las causas justas y un ser perfecto que exponía las debilidades de
la sociedad a golpes de puro idealismo.
Pero
hay otras lecturas: don Quijote, en muchos pasajes de la novela, es
un ser egoísta que busca su fama personal a costa de inocentes: como
el
joven Andrés
(I,4); con las ovejas (I,18); con los asistentes a un funeral, los
encamisados (I,19); con disciplinantes que piden el fin de una
terrible sequía (I,52). Su locura, su idealismo, es como mucho
selectiva, intermitente: ataca molinos de viento (I, 8), y se enfrenta
a un león que le ignora (II, 17). Don Quijote resulta ser la
invención de un hidalgo de vida intrascendente, cuyo pueblo y nombre
el narrador no recuerda, y que sólo en el último capítulo del
libro nos dice quién es Alonso Quijano. Más de mil páginas, para
saber el verdadero nombre del protagonista. ¿A
quién nos lleva este nombre de los mencionados al principio? No lo
sabemos.
Una
realidad incuestionable: sea
cual sea su verdadero origen, don Quijote y Alonso Quijada son una
misma persona, una santísima dualidad, en la que un
personaje carecería de valor sin el otro. El hidalgo sin el
caballero sería apenas un pequeño noble venido a menos, lector
empedernido a falta de una vida apasionante que vivir. Pero en el
caso contrario, ¿quién sería Quijote sin Quijano?
Pocas
lecturas del protagonista cervantino se basan en el hidalgo Alonso
Quijano. La más notable puede ser El
Quijote como juego de
Torrente Ballester, en donde se afirma que “el
verdadero quijotismo... consiste en crear, mediante la palabra, la
realidad idónea al despliegue de la fingida personalidad”;
es decir, el “verdadero
quijotismo”
es la actividad que realiza el hidalgo Quijano al convertirse en don
Quijote por mediación de su palabra. Quijano no está loco, sino que
finge, crea y pone en la práctica a don Quijote.
Don
Quijote siente un deseo de fama incontrolable que determina sus
acciones y que arrolla literalmente a los personajes. La figura del
caballero andante la crea Quijano (I,1), siguiendo el deseo de
alcanzar una “fama increíble por todo el universo” (I, 32),
hasta el punto que, en justificación de su tercera salida, afirma
que “el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera” (II, 8).
En
algunos momentos, el protagonista de la novela, muestra sus
verdaderos orígenes y presenta los rasgos que lo caracterizan de
manera más profunda y determinante. Edward C. Riley ha concluido que
el destino de don Quijote es “ganar mayor fama como héroe
literario y no como héroe de tipo tradicional, como triunfador
glorioso”, convirtiéndose en un “héroe no heroico de nuestros
días”. Según Riley, toda la segunda parte del libro consistiría
precisamente en un enfrentamiento de la fama caballeresca de don
Quijote a su fama literaria, que sale victoriosa respecto a la
primera. Si como guerrero don Quijote no consigue un triunfo
incuestionable al estilo de su modelo, Amadís, como héroe literario
su impacto en los personajes (en nosotros mismos, como lectores) es
espectacular.
La
poderosa personalidad de Quijano es capaz de multiplicarse, como se
demuestra especialmente en el capítulo 5 de la primera parte, cuando
el caballero andante arremete contra unos mercaderes toledanos. En la
carrera, Rocinante tropieza y da con su amo en el suelo, lo cual
aprovecha un mozo de mulas de los mercaderes para propiciar una
brutal paliza al caído don Quijote, incapaz de defenderse. El
caballero es encontrado por su vecino Pedro Alonso en un estado de
delirio causado por los golpes y el calor, estado que le transporta
ahora al mundo de los romances. Don Quijote se cree Abindarráez y
Valdovinos, y confunde a Pedro Alonso con el Marqués de Mantua y con
Rodrigo de Narváez. Cuando el labrador intenta sacar de su error al
caballero caído, don Quijote reacciona con gran ira: “Yo
sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino
todo los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama”
(I,5).
La importancia de su afirmación es tal para don Quijote que repite
casi las mismas palabras antes de la aventura de los batanes: “Yo
soy ... quien ha de resucitar los caballeros de la Tabla Redonda, los
Doce de Francia y Nueve de la Fama” (I,20).
Cuando se descubre que la causa del fenomenal ruido es simplemente
unos batanes golpeando el agua de un río, Sancho repite con sorna
las palabras de don Quijote: “Yo soy...”, lo cual molesta tanto a
don Quijote que le da dos golpes con su lanza. Según el narrador, la
ira era tal que podría haber matado al escudero de darle en la
cabeza y no en las espaldas (I, 20).
La
interpretación del "Yo sé quién soy" depende, por lo
tanto, de a quién consideramos “yo”. Podría desde luego ser el
caballero andante don Quijote de la Mancha, como piensa Castro, pero
no habría que desechar la posibilidad de que el “yo” fuera,
siguiendo a Torrente Ballester, no el guerrero, sino el hidalgo
lector/creador Alonso Quijano. Este lector que se ha convertido en
creador, se diferencia de otros autores en que no compone un libro,
sino que saca a su personaje al mundo “real”; lo vive,
literalmente, en su propia persona. El vecino tranquilo que pasa las
horas muertas enfrascado en su lectura capaz de inventarse una
personalidad para sí mismo, como reconoce ante Pedro Alonso: «sé
que puedo ser»…Ese ser prodigioso, obsesionado con mostrarse al
mundo y alcanzar su reconocimiento, es tanto el personaje don
Quijote, como sobre todo su creador Quijano.
Quijano
ha creado al caballero andante don Quijote y el mundo de gigantes,
monstruos y encantadores que le acompaña. Esos monstruos de la
lectura que el hidalgo encontraba en sus libros son ahora creados por
él mismo, convertido en el autor de un mundo imaginario que nos
acompaña también a nosotros, los participantes externos en su
historia: sus lectores.
Volviendo
al capítulo 5 de la primera parte, el aspecto dual del personaje se
demuestra una vez más en las dos posibles lecturas de este pasaje.
Por un lado, el caballero don Quijote sufre una incuestionable y
ridícula derrota militar cuando su caballo tropieza y él resulta
apaleado por un mozo de mulas. Pero por otro lado, el “Yo
sé quien soy”
presenta al escritor creador invencible que reclama su poder de
transformación y que asombra con su creatividad ilimitada.
Independientemente de cuál sea el resultado de las aventuras del
caballero andante don Quijote, el “yo” de Quijano sale siempre
victorioso en una batalla poética que multiplica su personalidad y
su poder, aun apaleado. Quijano se presenta ante su vecino -ante los
lectores-, al menos desde dos perspectivas triunfantes: como un
escritor extraordinario que improvisa su creación viviéndola en el
mundo real, y como un ser capaz de reinventar su identidad tantas
veces como quiera. Esas dos características esenciales del personaje
condicionan su comportamiento durante toda la novela y dan coherencia
a un ser doble, hidalgo y caballero, un ser de extremos opuestos,
cuerdo y loco, héroe y villano, lector y creador, poeta y guerrero.
En
los últimos capítulos de la novela Cervantes hace que don Quijote
muera para poder dejar morir Quijano. El hidalgo manchego, de vida
lenta y aburrida, de imaginación monstruosa, reaparece ante los ojos
del lector para clarificar sus orígenes. Tras las dudas iniciales
sobre su verdadero apellido (Quijana, Quesada, Quijada...), ahora el
aventurero moribundo nos confiesa en primera persona y sin
ambigüedades su verdadero nombre: Alonso Quijano.
El
verdadero protagonista de Don Quijote tiene una identidad múltiple y
cambiante. Por encima de todo es un artista, un creador que lleva a
sus últimas consecuencias no el escaso poder militar de un fingido
caballero andante, sino el inmenso poder de la imaginación de un
lector obsesivo. Más que una aventura de caballerías, el libro
cervantino presenta una aventura literaria, un experimento por el
cual un lector decide convertirse en escritor y crear una obra
caballeresca en su propia persona.
Mi
fascinación por el verdadero protagonista de El Quijote no la
provoca un caballero andante de ideales a veces muy poco idealistas,
sino la combinación de ese soldado desastroso y de un lector gris
-como yo, al fin y al cabo- tan metido en sus libros que termina
convirtiéndose en el héroe de su propia ficción. El protagonista
es un ser que recuerda la permanente aventura de interpretación que
supone la vida. El Quijote nos ayuda a ver nuestro entorno, a
desentrañar las ficciones de nuestra mente, y porque su
protagonista, extraordinario, complejo, es nuestro propio espejo:
nuestra identidad está también sujeta a la interpretación.
Referencias:
Torrente
Ballester: El Quijote como juego
Edward
C. Tiley: Una cuestión de género
Américo
Castro: El pensamiento de Cervantes
Martín
Morán: Análisis del Quijote
Unamuno:
la vida de Don Quijote
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