Cuando don Quijote hace la nómina de cosas imprescindibles que debe llevar consigo cualquier caballero que se preste de serlo, entre las armas, el corcel y la dama se olvidó de incluir al escudero. Sin embargo, el canon establecido por el Amadís de Gaula lo exigía y lo había ilustrado con el personaje de Gandalín. Es el ventero socarrón quien le señala su error y le anima a replantearse el asunto:
(...) determinó de volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería (I, 4).
Según Covarrubias, la elección de escudero será otro despropósito del caballero novel y cincuentón, porque un labrador pobre y con hijos no podía ejercer tal desempeño:
(…) el hidalgo que lleva el escudo al caballero, en tanto que no pelea con él; y el que le lleva la lanza, que suele ser joven, le llaman page de lanza. En la paz, los escuderos sirven a los señores de acompañar delante sus personas, asistir en la antecámara o sala”.
Sancho no será hidalgo ni joven, tampoco peleará junto a su señor, aunque sí le acompañará en las antecámaras con un desahogo impropio de su condición. A pesar de ello, don Quijote se empeñará en educar a este villano y en prepararlo para el buen regimiento de un futuro gobierno insular.
Cervantes también precisaba del escudero. A partir del momento en que decidió dilatar la historia inicial, introdujo un esquema narrativo que ya había utilizado en otras obras y que volvería a aplicar. Caballero y escudero forman una pareja complementaria, similar a la de Elicio y Erastro en La Galatea, Rinconete y Cortadillo o los canes Cipión y Berganza del Coloquio. A la soledad del pícaro o al retraimiento del pastor, la ficción cervantina opuso una visión confrontada del mundo, que ensanchaba los horizontes del género. La presencia del labrador escudero dio entrada a nuevos temas y, sobre todo, planteó un coloquio permanente entre ambos personajes. Por medio de esa inclinación al diálogo alcanza Sancho Panza un protagonismo que se acrecienta en la segunda parte.
Para concebir al acompañante de don Quijote, Cervantes acudió a distintos veneros literarios, que supo engarzar en un solo y originalísimo Panza. En los libros de caballerías pueden descubrirse algunos escuderos apicarados, como el Hipólito de Tirant lo Blanc. Pero no hay mucho más, por más que, en el prólogo de 1605, Cervantes parezca referirse a alguno de ellos:
(…) quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas” (I, prólogo).
En realidad, el primer estímulo para la invención de Sancho pudo provenir del teatro contemporáneo. Los muy remotos rústicos que aparecen en las églogas de Juan del Encina tuvieron su continuidad en las comedias y pasos del siglo XVI, donde el bobo y el gracioso se repartían las chanzas grotescas y el contraste paródico con la visión sublimada de damas y galanes. El propio Cervantes quiso llamar la atención sobre ese tipo de la literatura dramática española:
“La más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple” (II, 3).
El rústico sabio que alcanza un gobierno había dado ocasión a algún cuentecillo tradicional en el Siglo de Oro y el nombre mismo de Sancho protagonizaba varios proverbios, representando siempre una cierta idea de villanía, que pudo contribuir al inmediato reconocimiento del personaje por parte de los lectores contemporáneos.
La caracterización de Sancho como gobernante pertenece a una visión carnavalesca de una ínsula festiva, en la que ejerce de rey de gallos. Barataría, además de un carnaval ininterrumpido, es un remedo de otros espacios imaginarios y burlescos, como Jauja o Cucaña, donde el tonto se convierte en rey por unos días. Por eso Cervantes, cuando pone a Sancho en camino hacia su gobierno insular, anuncia al lector lo que le aguarda:
“[...] espera dos fanegas de risa que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo” (II, 44).
Sin embargo, no todo en Sancho Panza es folclore, tradición y literatura. Desde su primera intervención, Cervantes se esforzó por dotar al personaje de un entorno y de una vida propia:
En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula y le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer e hijos y asentó por escudero de su amo (I, 7).
Su calidad de hombre de bien, su pobreza, la poca sal en la mollera y la ambición son su carta de presentación. El descubrimiento del manuscrito arábigo añadió al personaje una indefinición en el nombre similar a la del hidalgo y un tamaño de piernas del que no se vuelve a hablar:
“Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia” (I, 9).
Con Sancho marcha el conocido linaje de los Panza, aunque su existencia colectiva solo alcance a los lectores a partir de 1615. Desde entonces, no menos de seis veces sale a colación la estirpe con muy distintos propósitos. Una veces vale para certificar la casta:
“ya sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien yo deciendo” (II, 7).
Otras se emplea como juramento:
“por el siglo de todos mis pasados los Panzas” (II, 40).
Es motivo también para rechazar los títulos:
“Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas” (II, 45).
Se usa asimismo como rasgo común de toda la familia:
“Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo” (II, 53).
E incluso le sirve a Sancho para marcar distancias con su amo:
“¿Qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes?” (II, 58).
Hasta el cura del pueblo ve en los refranes una marca genética del clan:
“Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panzas nacieron cada uno con un costal de refranes en el cuerpo” (II, 50).
Los Panza son, en fin, raíz del carácter de Sancho y garantía de fidelidad, honradez y limpieza de sangre.
Todos estos Panzas han sido y son villanos, como lo certifica el escudero rechazando el don con la misma rotundidad que lo hará Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea: “Yo no quiero honor postizo [...] / Villanos fueron / mis abuelos y mis padres”. Hasta Sanchica se reconoce como,
“hija del harto de ajos” (II, 50).
Con una divisa de la que se vale también doña Rodríguez para insultar a Sancho como,
“bellaco, harto de ajos” (II, 31).
Y que le sirve a don Quijote para instruir a su escudero en maneras sociales:
“No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería” (II, 43).
Pero, lejos de ser una injuria, la villanía fue una de las razones esgrimidas por los labradores del Siglo de Oro para hacer ostentación de su limpieza de sangre y de su rancia cristiandad. Sancho, como otros labriegos que pueblan los Entremeses, trae a capítulo la pureza de su enjundia como argumento bastante para alcanzar el gobierno de una ínsula:
“Yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta” (I, 21).
De similar limpieza vuelve a jactarse en la segunda parte:
“Eso allá se ha de entender con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo” (11, 4).
Son las mismas virtudes de las que alardeaba el Peribáñez de Lope Vega:
“Yo soy un hombre,
aunque de villana casta,
limpio de sangre, y jamás
de hebrea o mora manchada”.
A todo estos rasgos, Sancho añade su condición de bueno, fiel y pacífico, aunque su serenidad llegue al punto de la cobardía a la hora de afrontar situaciones peligrosas, como la de Clavileño, en la que se apresta a marcar distancias con el caballero:
“¿Qué tienen que ver los escuderos con las aventuras de sus señores?” (II, 40).
Este inverosímil escudero se presenta como defensor de la paz y del sosiego, pero también de su propia comodidad y de una cómica aurea mediocritas (teoría de la vida tranquila):
“Mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo” (I, 11).
El andar caliente a toda costa es uno de los rasgos bufonescos de Sancho, que también se muestra dotado de una festiva desmemoria y de una capacidad sin límite para encajar gracias y donaires. Al mismo tiempo, el reconocimiento de la locura de su amo no le impide admitir la autoridad de su rango social y respetarlo por su generosidad e inteligencia. Lo complejo de su simplicidad desborda los límites de otros bobos literarios, porque a una ingenuidad rayana en la tontuna suma la lucidez de su inteligencia natural. Nadie ha dado mejor cuenta de ese carácter que el caballero a quien sirve:
Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo, y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discrecciones que le levantan al cielo (II, 32).
Esa suma paradójica de simplicidades agudas y discreciones necias se materializan para el lector en el buen gobierno de Sancho, que empieza como burla, se eleva como sensato regimiento y termina como renuncia estoica a un mundo que no le pertenece. De nuevo es la voz de su amo la que pone el dedo en la llaga para descubrir la complejidad del negocio:
Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas (II, 51).
Como buen labrador, Sancho peca de interés primero y luego de ambición. Junto a la ignorancia, la halagüeña perspectiva del gobierno de una ínsula se convierte en motor de su vida junto a don Quijote. A los futuros beneficios económicos irá añadiendo la perspectiva de medrar en su beneficio. En Sierra Morena lo vemos haciendo uso de una sutil ligereza de escrúpulos cuando la perdiz del beneficio se le pone a tiro. A la vista del futuro reino micomicón, no duda en recomendar a su amo que cambie de dama temporalmente, se case con la nueva princesa y luego la abandone, no sin antes dotarle con riquezas y súbditos, que, como negros africanos, ha decidido ya vender como esclavos. Pero a la hora de la verdad, esto es, cuando toca el gobierno con las manos, sale a la luz el Sancho honrado, que se confiesa ante sus súbditos baratarios:
“Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entró en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas” (II, 53).
La personalidad de Sancho se manifiesta al lector por medio de su calidad de escudero parlante. Su voz se oye, al menos, tanto como la de su amo. Tal facultad le sirve para seguir los dictados de don Quijote o para negarlos, para narrar historias peregrinas, dar cuenta de sí o simplemente para hablar por el gusto mismo de hablar seguido y sin freno. Esta singularidad resultaba impropia en los escuderos caballerescos, y así lo advierte don Quijote:
“En cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo... Sé, que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco” (I, 20).
Estos reparos llegan tras las insolentes carcajadas de los batanes, ante las cuales don Quijote le ordena abstenerse de hablar con él. La cosa es que apenas han pasado cinco capítulos y Sancho ya amenaza con volverse a casa, donde, asegura:
“hablará y departirá todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida” (I, 25).
Ante el ultimátum, don Quijote se apiada de su locuaz escudero y, para alegría del lector, le levanta el entredicho. Tanta facundia obligó a Cervantes a crear una lengua propiamente de Sancho, formada de materiales burlescos, folclóricos, y cultos. El rasgo más destacado de esos elementos festivos es la permanente prevaricación del buen lenguaje. Del arsenal tradicional toma Sancho su sarta de refranes, las observaciones de la naturaleza y el acarreo de juramentos, consejos, cuentos o romances. La alta cultura llega a la lengua del personaje por vía del aprendizaje oral. Las charlas con su amo o las reliquias de sermones y prédicas que se le han quedado en el caletre le permiten formular una perfecta definición de la religio amoris cortés (I, 31) o reconocer al vuelo la metáfora del mundo como teatro:
“¡Brava comparación! -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura” (II, 22).
Las apostillas sobre la instrucción y la complejidad de Sancho, que Cervantes va diseminando en la obra, generan en el lector la sensación de una mudanza en el carácter del personaje, que se acrecienta en la segunda parte. Apenas han comenzado las nuevas aventuras, cuando Sancho, con la noticia fresca de la publicación del Ingenioso hidalgo, hace una fina reivindicación de su existencia libresca:
“(...) me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza” (II, 2).
El mundo de Sancho comienza a complicarse y el narrador avisa de lo que nos espera en el nuevo volumen:
Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese (II, 5).
En esta segunda parte, el escudero se despliega en ámbitos planteados solo como posibilidades en 1605. Para empezar, la carta que, en la primera parte, nunca llegó a manos de su destinataria y la imaginaria descripción de la embajada ante Dulcinea (I,31) vendrán a apretar el ingenio de Sancho, cuando don Quijote decida visitar los palacios inexistentes del Toboso y postrarse ante su dama (II,9-10). La bola de aquella carta crece tanto que termina por convertir a Sancho en encantador: él, que había sufrido las malas artes de los encantadores, ya cristianos, ya moros, en la venta, entró a formar parte del gremio con grado de maestro, cuando el trato continuo con su amo y un cierto distanciamiento mental le permitan detallar una estilizada descripción de las tres labradoras. También la ínsula prometida en la primera parte se convierte en motivo recurrente para la segunda. El asunto empieza a cobrar forma cuando el capellán del duque le identifica con el escudero cuya historia había leído:
“¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?”.
El duque entonces, en nombre de don Quijote, le encomienda el gobierno de una ínsula de no pequeña calidad (II, 32); y Sancho, desasido de esta manera de su amo, tendrá ocasión de gobernar la ínsula Barataria y regir varios capítulos de la novela, en los que hace gala de su ingenio, de su sensatez y de su buen natural (II, 44-53).
Tras todos estos avatares, el personaje de Sancho que había surgido como bobo y bufón, deja de serlo. A la postre, terminará triunfando sobre su amo, que, al fin y al cabo, muere y desaparece. Los Panza heredan la tierra y siguen su vida, aunque al lector le quede un cierto regusto desabrido al saber de las alegrías de Sancho con la herencia de un don Quijote todavía vivo y por sepultar:
“Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto” (II, 74).
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