En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 17 de octubre de 2021

Los molinos


Según el diccionario de la Real Academia Española “
molinos de viento son «enemigos fantásticos o imaginarios» y “luchar contra molinos de viento es una expresión que significa «pelear contra enemigos imaginarios». Por supuesto, la expresión está tomada del capítulo VIII del Quijote.

Según el diccionario de la Real Academia Española «Quijote» en su segunda acepción quiere decir «hombre que antepone sus ideales a su conveniencia».

En ese capítulo, queda bien resumido el espíritu de don Quijote, defensor de sus ideales en un mundo en el que dichos ideales ya no tienen sentido. Francisco Ayala (en La invención del «Quijote») resume así:

«culto a la verdad, sentimiento del honor fundamentado en el proceder sin tacha, resignación en la desgracia, desprecio de la riqueza y sobre todo de las comodidades y regalos de la vida, profesión del sacrificio y del espíritu de servicio, sentido de la dignidad y de la responsabilidad propia, respeto y defensa de los desvalidos, ejercicio de autoridad y administración de justicia sobre las clases inferiores y desconocimiento del orden social sostenido en el poder abstracto del Estado».

En el capítulo VIII Don Quijote confundirá con gigantes unos molinos de viento, acometerá contra ellos y sufrirá las consecuencias de su error, que, sin embargo, se negará siempre a reconocer. Pero eso no sólo mostrará su locura, sino que nos desvelará la personalidad de alguien dispuesto por encima de todo a luchar contra las fuerzas del mal y por la justicia, a pesar de los golpes y los fracasos. Este episodio, a pesar de ser el más corto, acabará por ser uno de los más famosos de la obra, y pasará a convertirse en metáfora de esos enemigos fantásticos que nos creamos o nos crean y que impiden hacer realidad nuestros sueños que siempre estarán por encima de la vulgar realidad. Es la batalla desigual e individual del héroe con la desaforada personificación del mal, una de las dos motivaciones declaradas por don Quijote; la otra, el enriquecimiento, en beneficio de Sancho, vendrá a cuento poco después en el choque con los frailes benitos.

La brevedad y la claridad de estructura de la aventura le conceden una calidad modélica, respecto a toda una clase de aventuras, las que arrancan de una voluntariosa transformación de lo visible. La estructura es triádica:

  • Un diálogo explica lo que cada uno de los dos personajes ve o entiende por real.

  • El protagonista pasa a la acción.

  • Un diálogo final en el que cada uno comenta lo acaecido, confirma su actitud, o acomoda los hechos a su postura individual.

Un mismo objeto provoca reflexiones críticas y pareceres diferentes. Pero no desenfoquemos esta acción particular en aras de un perspectivismo filosófico. Más adelante algunas aventuras podrán basarse en un fenómeno de origen incierto: la bacía del barbero podrá servir de yelmo o viceversa. Cabe pensarse que cualquier objeto puede tener varios sentidos para sus intérpretes. Pero don Quijote y Sancho no están interpretando. Ahora bien, ninguno ve las cosas inocentemente, como por primera vez; y en segundo lugar, las cosas no interesan —ni tampoco las ideas— como tales, autónomas, sino como parte de las personas que se relacionan con ellas y las incorporan al itinerario abierto de su existencia. Un labrador manchego no conoce sino reconoce desde lejos el molino de viento como lo más previsto y parecido al gigante que le espera en la novela de caballerías que está protagonizando. No hay miradas pasivas sino consecuencias de experiencias y expectaciones previas.

-... ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza-.

-Aquellos que allí ves, -respondió su amo-, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

Mire vuestra merced, -respondió Sancho-, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino.

Si hay una aventura en la que se retrate bien la locura de don Quijote y la cordura de Sancho Panza, es, sin duda, la de los molinos de viento. A los personajes cervantinos se les conoce por sus hechos.

-Bien parece, -respondió don Quijote-, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

Han sido muchas las lecturas de esta aventura, familiar y proverbial en tantas lenguas. La posteridad ha recogido la fuerza de voluntad de un David condenado al fracaso, el riesgo desmesurado al servicio de un generoso idealismo, la futilidad del sueño, la valentía inútil pero admirable por inútil, la prioridad de la motivación sobre el cálculo del resultado.

Cervantes quizás nos está diciendo que el ideal nos lleva al fracaso. Pero el idealista sigue tras su ideal. Caído pero no decaído, don Quijote se sobrepone perfectamente al descalabro, puesto que, inmutable aún, no reconoce su error.

Así es la verdad, -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.

-Si eso es así, no tengo yo que replicar, -respondió Sancho-; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.


En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras.


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