Ante la tumba de Durandarte |
Los dos únicos palacios que aparecen en la segunda parte del Quijote guardan entre sí grandes correspondencias. El primero de ellos forma parte de las visiones que don Quijote tiene en las profundidades de la cueva de Montesinos y se describe como “un real y suntuoso palacio o alcázar” (II, 23); el segundo, igualmente problemático, es “la casa de placer o castillo” donde los duques someten al caballero y a Sancho a todo tipo de escarnios (II, 31-57 y 68-71). Tanto el palacio subterráneo y fantástico como el terrestre y tangible son espacios en los que ocurren cosas ajenas a la realidad, donde las historias parecen inventadas y donde los personajes repiten gestos paralelos de una comicidad grotesca. El número de coincidencias es más que sorprendente.
Para empezar, don Quijote, entre las “diferentes y estrañas figuras” que contempla en la cueva, ve a la “dueña Quintañona, escanciando el mosto a Lanzarote, cuando de Bretaña vino”; por su parte, Sancho también recuerda el mismo romance de Lanzarote para pedirle a doña Rodríguez que se haga cargo de su rucio (II, 23 y 31).
Si la primera visión de la Dulcinea encantada se produce en la cueva y allí se anuncia la posibilidad de un desencantamiento, la profecía de liberación se formula en el palacio de los duques. El responsable del hechizo, según el relato subterráneo de don Quijote, había sido Merlin, “aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo” (II, 23). Es también Merlin, vestido con las mismas y llamativas ropas de Montesinos, el encargado de anunciar la receta para desencantar a la dama, no sin antes recordar sus orígenes míticos:
“Yo soy Merlin, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo” (II, 35).
Montesinos cuestiona la belleza de Dulcinea ante la presencia de Belerma y don Quijote le responde con un agresivo:
“Cepos quedos... que ya sabe que toda comparación es odiosa”.
La duquesa vuelve sobre la misma cuestión y el caballero torna a mostrarse esquivo:
“(...) éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo” (II, 23 y 32).
En la cueva, don Quijote recibe una petición de Dulcinea, que se corresponde a las que, como dueñas menesterosas, hacen la condesa Trifaldi y doña Rodríguez en palacio (II, 23, 38 y 48). Por su parte, las dudas que manifiesta Durandarte sobre las capacidades caballerescas de don Quijote y las que él mismo tiene sobre la veracidad de sus visiones tienen una expresa continuidad en el fallido viaje a Candaya sobre Clavileño, que termina en la declaración escrita de Malambruno, y en el malogrado combate con Tosilos (II, 23-24, 41 y 56). Y lo cierto es que solo al entrar en el palacio ducal se reconoce el hidalgo como “caballero andante verdadero, y no fantástico” (II, 31).
Gruta y castillo también coinciden en ser lugares propicios para la metamorfosis y en los que casi nada resulta ser lo que en principio parece. Doña Ruidera, sus hijas y el escudero Guadiana se han convertido en agua; Durandarte y Belerma, cayendo en el mismo abismo al que Sancho había empujado a Dulcinea, han perdido las virtudes ideales que les atribuía el romancero. Las mutaciones no son menos en palacio: la dueña Dolorida y sus acompañantes se barban y desbarban (II, 39 y 41), la infanta Antonomasia, embarazada de un don Clavijo que abusó de su fálico nombre, retorna luego a su primitivo estado (II, 38 y 41), la Trifaldi se convierte en mayordomo (II, 45), un caballo de madera vuela (II, 41), Sancho pasa de villano a gobernador (II, 45), la muy guapa Altisidora se enamora de un viejo loco (II, 44), y el pretendido yerno de doña Rodríguez se transforma en el lacayo Tosilos (II, 56).
Palacio ducal |
En ambos espacios, el tiempo mítico se mezcla con los anacronismos de la contemporaneidad más inmediata a los personajes, pues en la Candaya de la dueña Dolorida hay alguaciles y se bailan seguidillas, como en el siglo XVII, mientras que Montesinos lleva una beca estudiantil al modo del primo humanista, los encantados de la cueva entretienen sus largos ocios con la baraja y parecen conocer las espadas del moderno Ramón de Hoces (II, 23 y 38). Todo sirve para rebajar por medio de burlas, ironías y guiños el mundo heroico de la caballería. Con similar intención, los habitantes de la cueva y del palacio se revelan protagonistas de una vida tan material como inusitada en las historias idealizadas de las que provienen. La relación que don Quijote hace de sus visiones da noticia de las tachas físicas y las estrambóticas hazañas de estos personajes. De Durandarte sabemos que tiene una mano peluda y que su corazón pesaba nada menos que dos libras; Montesinos, que se lo había arrancado para llevárselo a Belerma, se sirve de sus propias lágrimas para limpiarse la sangre de las manos y, a la primera ocasión que tiene, lo pone en salazón para que llegue a París “si no fresco, a lo menos amojamado”. Belerma, como la transformada Dulcinea, ha perdido su buen aspecto y muestra unas “grandes ojeras” y una “color quebradiza”, cuyo origen no quiere detallar Montesinos. El viejo, sin embargo, no ve inconveniente alguno en revelar a don Quijote que “no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas” (II, 23). Desde entonces Belerma se convirtió en la primera heroína expresamente menopáusica de la historia de la literatura. El castillo aragonés no es para menos. Aquí será doña Rodríguez quien desvele algunas de esas vergüenzas privadas, aun a costa de un buen ensalmo de palos, que compartirá con su contertulio don Quijote. Gracias a su testimonio sabemos que Altisidora “tiene un cierto aliento cansado, que no hay que sufrir el estar junto a ella un momento” y que la duquesa engendra un putrefacto líquido, solo aliviado por dos incisiones que le ocultan las faldas:
“dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena” (II, 48).
El chusco inventor de las quimeras, hechizos y peripecias de la cueva de Montesinos no es otro que el propio don Quijote durmiente. Sin embargo, en el palacio aragonés son los duques los autores de las máscaras y burlas que parecen reproducir las visiones del caballero. A ellos se deben los encantamientos postizos, aunque con apariencias de realidad. Como en muchos festejos nobles de la España del Siglo de Oro, las parodias caballerescas y el carnaval se daban la mano, y por eso acudió Cervantes a una materia que ya había tratado Alonso Fernández de Avellaneda, que hizo a su caballero víctima del humor de varios nobles. La diferencia con el apócrifo está en que, en casa de los duques cervantinos, la diversión y la broma siempre dejan un regusto amargo y la risa parece irremisiblemente unida al dolor. Acaso por eso, Cide Hamete se impregna de una acidez similar para criticar los estúpidos excesos en que se emplean estos aristócratas ociosos:
“[...] no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (II, 70).
Junto a los duques, dos personajes sobresalen en los predios aragoneses: doña Rodríguez y Altisidora. La dueña es, como explicó Edward Riley, un duplicado femenino de don Quijote (1990:160), que da lugar a uno de los momentos más gratos del libro con su visita nocturna. El casto caballero, además de las infantas enamoradas de sus libros, tenía presente en la memoria el antecedente personal de su desastrado encuentro con Maritornes y se muestra decidido a defender su integridad:
“envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo”
Pero cuando esperaba encontrarse con Altisidora:
“vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos” (II, 48).
A pesar de esta iconografía buscadamente cómica y de su ridículo engolamiento dueñesco, doña Rodríguez es el único personaje completamente amable e inocente del palacio, que se descubre víctima, como don Quijote, de los tejemanejes del duque.
Altisidora pudiera ser un contrapunto lujurioso, picante y cortesano de Dulcinea y de la misma doña Rodríguez. Desde el principio del episodio da muestras de sus dotes de cómica o de sus capacidades inventivas, que le llevan a las mismas puertas del infierno para ver el libro de Avellaneda convertido en pelota de un juego diablesco. No obstante, lo que comienza en caña termina en lanza. La profunda fidelidad de don Quijote hacia su dama acaba por sacar a la moza de sus casillas. Es lo mismo que le había pasado antes a Sansón Carrasco, que, tras ser vencido como caballero del Bosque, descubre su lado soberbio y rencoroso, y decide vengarse. Ahora es esta desahogada doncella la que revienta tras los continuos menosprecios amorosos del vejete:
¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme (II, 70).
Después de tantos engaños, insultos y desazones, don Quijote abandona el palacio ducal y siente que se le renueven los espíritus. Su alegría al salir de ese territorio hostil queda expresa en un magnífico himno a la libertad (II, 58).
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
Por el contrario, del palacio encantado en la cueva de Montesinos había salido con un lamento:
“Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado” (II, 22).
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