¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escotes.
Miguel de Cervantes. Poemas.
Existe un paralelismo entre don Quijote y Eneas en este episodio,
pues ambos protagonistas dirigen igualmente sus pasos al encuentro de
sus añoradas amadas en infructuosa búsqueda.
Así, Dulcinea ocupa en el texto de Cervantes el mismo
espacio distante e inaccesible que Creúsa, esposa del caudillo
troyano, en la noche de Troya. (A.
Marasso 1947: 145)
Advertido con la ayuda
“Cervantes y la Libertad” de Luís Rosales, voy a referirme al
amor. A esa necesidad de amor que todos tenemos para
realizarnos...
Ya en el primer capítulo, Don Quijote piensa en
su dama:
Limpias,
pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín,
y confirmándose a sí mesmo, se dio a entender que no le faltaba
otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el
caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y
cuerpo sin alma.
Parece
decir: no tengo amores, pero tengo que tenerlos. Y como todo
Caballero andante debía tener su enamorada de la que recibir su
fuerza, y ante la que se humillasen los vencidos. Buscó entre sus
recuerdo y…
… cuando
halló a quien dar nombre de su dama! Fue, a lo que se cree, que en
un lugar cerca del suyo había una moza
labradora de
muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque,
según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle
título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa
y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era
natural del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino y
significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.
Quizás la vio una vez, o dos a
sumo, esto no queda muy claro. Quizás le gustó cuando la vio, pero
ella jamás lo supo. Eso es lo que sabemos de Dulcinea: una chiquilla
a la que conoció en su juventud, hace ya muchos años. Alonso
Quijano, ronda ahora los cincuenta. Pero Dulcinea es ahora su dama,
por ella irá, y a ella encomendará todas sus aventuras.
En el cap. 25 de la primera
parte Don Quijote, después de muchas aventuras con Dulcinea por
bandera, le escribe una carta que le envía con Sancho, mientras él
se queda haciendo penitencia en Sierra Morena, como ya hicieron
Amadís y todos los Caballeros.
Al revelar a Sancho la identidad
de Dulcinea, hija de Lorenzo Corchuelo, hace don Quijote vulnerable
su ideal. Sancho la conoce y conoce a su padre. Sancho, no toma en
serio a su señor. Dice Sancho:
—¡Ta,
ta! ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
Don
Quijote le contesta:
—Esa
es, y es la que merece ser señora de todo el universo.
SANCHO:
—Bien
la conozco, y sé decir que tira tan bien una barra como el más
forzudo zagal de todo el pueblo…
Sancho
dice a Don Quijote, que el pensaba que su dama sería alguna
princesa. Y, en lo que parece ser, un esfuerzo de rebajarse su
nivel
de entendimiento, le dice Don Quijote:
-“por
lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta
princesa de la tierra”.
¿Qué quiere decir don Quijote?
No lo sabemos, pero intentaremos descubrirlo.
Sancho no llega al Toboso, no ve
a Dulcinea, no entrega la carta. Sancho miente a su loco señor,
porque sabe que podrá burlarlo. De hecho así lo hace en el
encuentro con las tres labradoras, a las que hace pasar por Dulcinea
y sus Damas. Pero esto ocurre en el capítulo 10,2ª. En el capítulo
8 parece no ocurrir nada, es un capítulo que los lectores no
advertidos pasarían por alto; pero es transcendental, en él se ve
la trasformación de don Quijote. Ahora lo veremos.
A
Sancho no le agrada este proyecto de ir al Toboso, temiendo se
descubran sus mentiras cuando hizo de cartero de su señor (I, 26).
Sancho intenta disuadirle:
Yo
así lo creo, pero tengo por dificultoso que vuesa merced pueda
hablarle, ni verse con ella en parte a lo menos que pueda recibir su
bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral por donde
yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta donde iban las
nuevas de las sandeces y locuras que vuesa merced quedaba haciendo en
el corazón de Sierra Morena
(2,8).
A
Don Quijote no le importan las restricciones de Sancho; sólo le
importa verla, pues sabe que una sola mirada de Dulcinea basta para
fortalecer su corazón y hacerle único y sin igual.
En
estas y otras pláticas se les pasaron tres días sin cosa digna de
contar.” (…)
De
anochecida llegaron al Toboso y al descubrir la ciudad se le
alegraron los espíritus a Don Quijote y se le entristecieron a
Sancho porque no sabía la casa de Dulcinea, ni en su vida la había
visto, como no la había visto su señor; de modo que el uno por
verla y el otro por no haberla visto, estaban alborotados
(2,8).
Ya
están en el Toboso, y ahora ¿qué van a hacer? Don Quijote sólo
una vez la ha visto y a hurtadillas, y hace ya tantos años que tal
vez ni reconozca a Dulcinea. Juan Ramón Jiménez, escribió un poema
al respecto.
¿Cómo
era, Dios mío, cómo era?
—¡Oh
corazón jalas, mente indecisa!—
¿Era
como el pasaje de la brisa?
¿Como
la huida de la primavera?
Tal
vez ya no recuerda si era burlona o entreverada, rubia o morena,
adormecida o despierta. Tal vez ya no recuerda que tenía las mejores
manos que había en toda la Mancha para salar puercos. Tantos años
de amor callado y sin arrimo, tantos años de alejamiento para
hacerla a su gusto, para vestirla con sus sueños, y ahora, ¿qué?
La Dulcinea soñada no la va a encontrar. Tal vez no existe. Pero es
la hora de enfrentarse a la verdad.
Sancho,
intranquilo, con conciencia traspasada y temerosa, espera órdenes de
su señor.
“Y
finalmente ordenó Don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche
y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas
que cerca del Toboso estaban"
(2,8).
No
lo acabamos de creer. Lo que hace Don Quijote al llegar al Toboso es
detenerse y esperar. Ha dominado su impaciencia. Tal vez haya hecho
bien. No hay nada tan hermoso en la vida como la expectación de la
alegría, como la espera antes del encuentro (recordad el zorro que
quedó con El Principito a las cuatro, y ya desde las tres se sentía
feliz). Si pudiéramos detener este instante. Nunca se encuentra tan
lleno de alegría el corazón como en la víspera, y nunca la
esperanza es más intensa que al acercarse a la meta.
"Media
noche era por filo, poco más o menos, cuando Don Quijote y Sancho
dejaron el monte y entraron en el Toboso"
(2,9).
Estaba
el pueblo sosegado. No se oía en todo el lugar sino ladridos de
perros que turbaban el corazón de Sancho. En este ambiente da
comienzo una escena increíble, extrema, afortunada. El caballero y
el escudero buscan a ciegas lo inexistente. Las callejas se pierden
en la noche. Ni la ilusión de don Quijote, ni el temor de Sancho les
pueden dirigir. Han entrado en el pueblo, pero ninguno de ellos sabe
adonde va; ninguno de ellos conoce la dirección del palacio de
Dulcinea.
Ninguno
de ellos puede confesar que desconoce esta dirección. Sancho porque
debiera haberla conocido al traer la carta; don Quijote porque
debiera haberle visitado al conocer a Dulcinea. Callan los dos en el
silencio de la noche y retrasan el paso cediendo la iniciativa al
compañero. Ninguno la toma. Ninguno puede tomarla. Hasta que, al
fin, la cautela -los pasos arrastrados sin rumbo fijo- se convierte
en quietud. Se miran expectantes, durante largo espacio. ¿Qué van a
hacer ahora? No es necesario preguntar. Don Quijote va a hacer lo que
hace siempre, confiar:
"Sancho,
hijo, guía al palacio de Dulcinea, quizá podrá ser que la hallemos
despierta"
(2,9).
Sancho
intenta disimular distrayendo la atención de su señor:
"A
qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol, que en el que yo vi a su
grandeza no era sino casa muy pequeña" (2,9).
Sancho
pretende ganar tiempo. Sancho añade que ya no es hora de encontrar
la puerta abierta ni de llamar a casa honrada. Sancho añade:
¿...es
hora ésta por ventura de hallar la puerta abierta? Y ¿será bien
que demos aldabazos para que nos oyan y nos abran, metiendo en
alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a llamar a la casa
de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y
llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea? (2,9)
Mas
su señor no atiende a razones. Sólo le importa encontrar el palacio
de Dulcinea, y después, ya se verá. Y advierte:
"Sancho,
que o yo veo poco o aquel bulto grande y sombra que desde aquí se
descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea".
Don
Quijote es sincero. Don Quijote no miente. Don Quijote, al pronunciar
las palabras anteriores, asume su papel. Quien manda, manda.
"Pues
guíe vuesa merced".
Le
dice Sancho, cínico y alegre, que pasa de enjuiciado a enjuiciador,
de dirigente a dirigido, con este cambio de postura.
Así
comienzan las aventuras de Don Quijote en la segunda parte de la
novela. Este paseo fantasmal, dialogado y nocturno, donde no ocurre
nada, donde nuestros protagonistas no encuentran, ni pueden
encontrar, sino "lo inexistente".
No
es posible mayor contraste con la segunda salida y la aventura de los
molinos de viento, en la primera parte de la novela. Aquí todo es
sutil, soterrado o vulgar, y la aventura va por dentro. Comprendemos
la sorpresa, un tanto desilusionada, de los lectores, que pasarían
por estas páginas como sobre ascuas buscando la repetición de los
temas y aventuras de la primera.
Se
acabaron los palos y el enfrentamiento con la realidad; don Quijote,
desde este punto y hora, se va a enfrentar consigo mismo. Cervantes,
maliciosamente y jugando con la emoción del lector, ha titulado este
capítulo de un modo misterioso: "Donde
se cuenta lo que en él se verá".
El
capítulo es corto. Y en él vemos a un loco con los ojos tapados de
esperanza y a un cuerdo con los ojos anochecidos por el miedo, que
van tras una visita imposible. La noche es cerrada; andando a ciegas,
la esperanza sustituye a la luna. He aquí a un cuerdo y a un loco
que cambian sus papeles, apoyándose mutuamente para no tropezar;
pero, ¿quién lleva a quién? No lo sabemos.
DON
QUIJOTE: "Sancho,
hijo, guía tú"
Parece
que don Quijote está suplicando: ¡Llévame a lo que no existe! La
noche aumenta la resonancia de los pasos y la incertidumbre. Ya está
casi a punto de llegar, cuando se descubre que es la sombra de la
iglesia.
DON
QUIJOTE: "Con
la iglesia hemos dado, Sancho".
Ya
es inútil andar. Ya es inútil hablar. Ni Sancho sabe lo que teme,
ni don Quijote sabe lo que quiere. Pero uno y otro se necesitan. Esto
es lo decisivo: Sancho se apoya en la conducta titubeante de don
Quijote; don Quijote se apoya desesperadamente, en la actitud de
Sancho. Esta situación se prolonga porque, para no destruirse, se
necesitan el uno al otro. Pero ¿quién lleva a quién?
DON
QUIJOTE: "Sancho,
hijo, guía tú."
En
verdad, la indecisión culpable del escudero, confirma la esperanza
imposible del señor. Lo necesario une. Encogido por la esperanza de
don Quijote, Sancho intenta disculparse:
SANCHO:
Yo me reportaré, ¿pero con qué paciencia podré llevar que quiera
vuesa merced que de una sola vez que vi la casa de nuestra ama, la
haya de saber siempre, no hallándola vuesa merced que la debe de
haber visto millares de veces (2,9).
Otro
embuste para tapar el anterior. Sancho no puede hablar claramente,
pero desea que don Quijote hable por él y le saque del pozo o le
ayude a sostener su mentira. La fe de don Quijote da por supuesta la
existencia de Dulcinea. He aquí el nudo que va a vincular
indisolublemente a los dos. En el sentimiento de culpabilidad de
Sancho encuentra su precaria
confirmación la esperanza
imposible de don Quijote. No hay mal que por bien no venga.
Don
Quijote cae en la trampa que Sancho le ha tendido, y le sorprende con
esta declaración:
DON
QUIJOTE: Tú
me harás, Sancho, desesperar; ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil
veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par
Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo
estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y
discreta?" (2,9).
Ya
era hora de enfrentarse a la verdad. Pero si esto es así y no ha
necesitado verla para adorar a Dulcinea, ¿qué es lo que anda
buscando en el Toboso? Tal vez quiera encontrarse consigo mismo. Tal
vez solo desea, sin darse cuenta, que Sancho no le sirva únicamente
de escudero, sino de lazarillo, para ayudarle a creer en Dulcinea.
El
caso es que la imprevista contestación de don Quijote le desató la
lengua a Sancho. La situación psicológica en que se encuentran los
interlocutores vuelve a cambiar, y la motivación del cambio es
sumamente interesante. Siempre que discutimos o conversamos, el
extremismo de la actitud ajena, en cierto modo, nos incita, nos
libera de obligaciones y en cierto modo nos hace irresponsables, por
lo cual, oyendo hablar con tanta sinceridad a su señor, Sancho
estima que ha llegado la hora de su verdad y dice:
SANCHO:
"... y digo que, pues vuesa merced no la ha visto, ni yo
tampoco".
¡Ay,
Sancho, Sancho, embustero y urdidor! ¿La respuesta de Sancho es
demasiado cervantina. Parece clara, y es enigmática. Parece
responder, y se reduce a plantear una nueva cuestión. Cada cual va a
lo suyo. La respuesta de Sancho no satisface a don Quijote. Para él
no ha terminado el juego, ni puede terminar. Así que plantea de
nuevo la cuestión, recordándole a Sancho lo que Sancho quisiera
olvidar.
DON
QUIJOTE: "Eso
no puede ser, que por lo menos ya me has dicho tú que la viste
aechando trigo cuando me trajiste la respuesta de la carta que le
envié" (2,9).
Don
Quijote entra en un terreno nuevo, resbaladizo y peligroso. ¿Cómo
es posible que el detalle realista —aechando trigo— que siempre
había negado, lo utilice ahora como argumento confirmador?
No
salimos de nuestro asombro. Porque don Quijote puede equivocarse,
pero no puede mentir. Y, sin embargo, afirma algo que no cree. Tal
vez su fe ha desfallecido, y necesita apoyarse en la mentira, para
poder seguir creyendo en Dulcinea. Tal vez no tiene conciencia de que
obliga a Sancho a mentir, pero lo hace; le induce a que mienta. Esto
es lo decisivo. Parece que en esta escena inverosímil, irónica,
estremecedora, lo que busca desesperádamente don Quijote es que
Sancho le engañe. He aquí a nuestro señor don Quijote convertido
en un símbolo alucinante, doloroso y profundo, de la existencia
humana.
No podemos saber si hay o no hay
Dulcinea en el mundo, pero sabemos que su existencia es necesaria...
Referencias:
Luís
Rosales: Cervantes y la libertad. SP. Madrid. 1970.
Miguel
de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. Planeta. Barcelona
1980
MARASSO,
Arturo, Cervantes. Buenos Aires: Academia Argentina de las Letras, 1947.