En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

viernes, 18 de marzo de 2022

Los encantadores

De la locura al candor de don Quijote


Todo lo que sucede en torno a don Quijote, lógico o no, requiere de una explicación. Podría atribuirle todo a la voluntad de Dios y a los milagros, pero cómo explicar entonces sus derrotas, sus apaleamientos, las adversidades sobrenaturales a las que tiene que enfrentarse. Afortunadamente, dentro de su mundo están los encantadores que, aunque, como Dios, son omniscientes y poderosos, son sin embargo vencibles, y pueden ser amigos o enemigos, ayudar o estorbar en la ejecución de las empresas de los caballeros. Son los encargados de modificar la interpretación de la realidad en el mundo de la caballería; en el mundo de don Quijote, los encantadores tienen un papel preponderante: sin ellos no existiría el Quijote.

Don Quijote piensa como cuerdo, pero obra como loco, porque se sustenta en una peculiar filosofía: realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores; y una realidad imaginada que solo él advierte. Don Quijote defiende su mundo de los embates del mundo objetivo, acudiendo al expediente de lo mágico. Los encantadores transmutan la realidad circundante. Lo lógico queda al servicio de lo ilógico. Su mundo de fantasía no es, para él, una mera hipótesis, sino un hecho histórico, probado por las fuentes de los libros sagrados de la caballería. La visión quijotesca del mundo está integrada en el mismo grado por lo real, lo fantástico y los ideales.

Encantadores, magos, hechiceros están presentes a todo lo largo del desarrollo narrativo de la obra: para don Quijote, hay encantadores en la “realidad” en que viven él y Sancho, pero también existen en el nivel de la ficción/historia de los libros que leía y que pertenecen al discurso de los caballeros andantes. Por otro lado, también hay encantadores en un nivel superior: en el del “primer autor”. Y quizá incluso más arriba: en el de la realidad histórica del escritor y de nosotros sus lectores, porque ¿de qué otra manera se podía justificar que un personaje ficticio –don Álvaro Tarfe– de un libro, no por apócrifo menos real, contemporáneo a Cervantes, se encuentre a don Quijote, el auténtico, en un mesón (Cervantes, 1615, II). Parece cosa de encantamiento, incluso para nosotros, los lectores.

Aunque desde la primera parte hay muchos ejemplos, es en la segunda parte donde este recurso se dispara hacia arriba. La segunda parte, no es una continuación de las aventuras del personaje de la primera parte: su punto de partida es la fama que los personajes tienen por el éxito de la primera parte. En esta confluencia entre los niveles diégeticos están los encantadores; si por un lado ellos son los productores de esa realidad aparente y tornadiza de don Quijote, por otro son también quienes enlazan y mezclan estas diferentes realidades presentes en el Quijote.

A partir de las palabras de don Quijote y del texto en general, podemos exponer que hay buenos y malos, amigos y enemigos. Entre los adjetivos negativos que se les atribuyen están: malintencionados, verdugos, malos, malandrines, perversos, maliciosos, enemigos mortales, crueles, aciagos, perseguidores, envidiosos; pueden ser además gigantes como en el caso de Malambruno, o “grande enemigo” (1605, I, 7), transformadores, capaces de tomar la figura de otro, hurtadores de princesas, y tienen ojeriza y hacen malas burlas. De positivo, los encantadores pueden ser amigos, sabios, discretos, médicos, antiguos, imperiosos, también grandes pero ahora en el sentido de poderoso “grande encantador” (1605, I, 5), “muy listos y demasiadamente curiosos” (1615, II, 33), cristianos como Malambruno (1615, II, 41), tienen a su cargo las cosas de los caballeros como ángeles de la guarda y son autores de libros de caballerías. Estos seres sobrenaturales, capaces de transformarse y transformar personas, objetos y la realidad misma, son un tópico recurrente en los libros de caballerías.

Podemos decir que los encantadores habitan, pues, entre la realidad y la fantasía, entre Dios y el hombre, entre las ideas y los objetos, entre la tierra y el infierno, entre las burlas y las veras, en el aire, en las páginas de los libros de caballerías, y en el juicio perdido de los hidalgos manchegos. En el mundo “real” en el que se mueve don Quijote, en el que viven Sancho, el cura, el barbero y el bachiller, en el que se desesperan la sobrina y el ama, en el que brincan las feas labradoras, en el que se aburren los duques; el de molinos de viento y ventas en los caminos, nunca aparece “verdaderamente” un encantador; pero ellos, que como los demonios no duermen, salen de los libros de caballerías, entran a la imaginación de don Quijote y salen por su discurso para invadir la novela entera.

A partir del décimo capítulo el encantamiento será un tema recurrente de la segunda parte. “Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos”, es el título de este importante capítulo. La industria de la que habla consiste en la transformación de la sin par Dulcinea en una labradora y esta transformación la hace a través de la palabra: con lo que Sancho le dice y asegura a don Quijote aprovechándose de su ya conocido imaginario. He aquí la estratagema que planea Sancho:

Ahora bien: todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: “Dime con quién andas, decirte he quién eres”, y el otro de “No con quien naces, sino con quien paces”. Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si poriare, poriaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la igura, por hacerle mal y daño (Cervantes, 1615, II, 10).

Este soliloquio sirve, además, para hacer una recapitulación del tipo de locura de don Quijote y los episodios principales del libro de 1605, en el que tiene sus

antecedentes la mentira de Sancho y que surge, a su vez, de la “máquina” que el cura tracista Pero Pérez ideó para sacar a don Quijote de su retiro amoroso en Sierra Morena (Cervantes, 1605, I, 27).

Don Quijote, que poco antes reconoció que nunca había visto a Dulcinea, que está “enamorado de oídas” (Cervantes, 1615, II, 9), a pesar de su locura le cuesta creer que Sancho realmente haya encontrado a Dulcinea:

¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? –dijo don Quijote–. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas. 

¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced –respondió Sancho–, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada; en in, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver (Cervantes, 1615, II, 10).

Don Quijote, que hasta este momento era el que veía diferente la realidad, el que la transformaba con su locura, ve que ahora es la realidad la que se transforma sola:

Yo no veo, Sancho –dijo don Quijote–, sino a tres labradoras sobre tres borricos.

Y entonces, cuando el mundo parece que va a caerle encima con toda su realidad:

A esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios...

Llegan los encantadores a salvar la situación:

Levántate, Sancho –dijo a este punto don Quijote–; que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste aligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.

Para mantener la dimensión de realidad de su mundo, Don Quijote recurre al hecho del encantamiento, como obra de su enemigo el mago Fristón (Fristón se llamaba el sabio encantador y supuesto autor del libro Don Belianís de Grecia”. A este encantador lo adopta don Quijote como “grande enemigo” suyo -1605, I, 9).

Si bien en el párrafo citado, don Quijote no está seguro de si son sus ojos (su mirada) los que están encantados y que solo para él las cosas son diferentes –como sucedía en la primera parte– o es la realidad la que se transformó. Curiosamente, se decide por esta última opción:

Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las lechas de la mala fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre lores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma (1615, II, 10).

Sancho, que originalmente tenía razones muy serias para encantar a Dulcinea: evitada la furia de su amo; ya hecha la burla, no tiene reparos en continuarla:

¡Oh canalla! –gritó a esta sazón Sancho–. ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.

A ese lunar –dijo don Quijote–, según la correspondencia que tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro; pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.

Pues yo sé decir a vuestra merced –respondió Sancho– que le parecían allí como nacidos (Ibíd.: 112-113).

La descripción del lunar peludo se contrapone a la afirmación de Sancho de que él solo vio hermosura en Dulcinea, insistiendo así que es solo don Quijote quien ve la realidad transformada por el encantamiento.

Don Quijote no se percata de que el encantador de Dulcinea es Sancho, a pesar de que él mismo lo confiesa. Si, como muchos de los personajes de la segunda parte, don Quijote hubiera leído el primer libro, por el capítulo veintiseis, sabría que estaba diciendo la verdad, cuando dijo:

No se atenga a eso, señor [...]; porque le hago saber que también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje; porque así sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo” (Cervantes, 1615, II, 9).

Pero, entonces, no habría segunda parte. Dice Francisco Rico que: “El choque entre realidad e ilusión verbal en la presentación que Sancho hace de Dulcinea ha motivado que este capítulo haya solido considerarse esencial para la evolución de la novela y para la visión de la figura de Dulcinea” (Rico, 1998, II, 10: nota 1).

En adelante, al caballero le sucederán más aventuras de encantamiento, similares a las de la primera parte, pero con una enorme diferencia: ahora los asuntos de encantamiento tienen como prueba de que son “reales y verdaderos” el encantamiento de Dulcinea. Así, en la aventura con el Caballero de los Espejos, cuando al vencer a los enemigos ve que se parecen al bachiller Sansón Carrasco y al labrador Tomé Cecial, compadre de Sancho, don Quijote no tiene dudas:

Todo es artificio y traza –respondió don Quijote– de los malignos magos que me persiguen; los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo; porque, en in, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo (Cervantes, 1615, II, 16).

A lo que Sancho no tiene más remedio que contestar: “–Dios sabe la verdad de todo” (Ibíd.: 149). Don Quijote usará la irrefutable prueba del encantamiento de Dulcinea en muchas ocasiones como en la aventura del barco encantado:

Calla, Sancho –dijo don Quijote–; que aunque parecen aceñas no lo son, y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos. No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas (Cervantes, 1615, II, 29).

Y aun más importante, en el capítulo 23, en la aventura de la cueva de Montesinos, donde, pensando cómo bajar, se queda dormido en una saliente y de pronto se despierta:

Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora (1615, II, 23).

Don Quijote recurre al tacto y a la razón para convencerse de que sigue siendo él mismo, que no está transformado. Convencido de que está despierto, ve entonces un palacio que parece de cristal y que de él sale un anciano que va hacia él, lo abraza y le dice:

Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña solo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre (1615, II, 23).


Al encontrarse con Montesinos, don Quijote le pregunta si es verdad lo que “en el mundo de acá arriba
se contaba” sobre él. Se refiere al mundo de las leyendas artúricas y carolingias recreadas en el romancero medieval castellano; es decir, que ese mundo de “arriba” es el de la locura de don Quijote: ficción dentro de la ficción. El anciano corrobora la historia, si bien desmintiendo algún detalle, y lleva a don Quijote a ver el cadáver viviente de Durandarte. Ahí le explica que, a pesar de que él mismo le sacó el corazón a su amigo por órdenes suyas para entregárselo a Belerma, está ahora recostado quejándose y suspirando y hasta recitando romances. Montesinos asegura que:

tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino (1615, II, 23).

Montesinos le cuenta al cadáver de Durandarte que todos están encantados desde hace mucho tiempo: “y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto nadie”, pero que a la dueña Ruidera y siete de sus hijas y dos sobrinas, como lloraban mucho, Merlín las convirtió en ríos: “que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera” (1615, II, 23). Montesinos dice que todo esto se lo ha contado muchas veces a Durandarte, pero cómo este no responde, no sabe si es que no lo oye o que no le cree. Pero ahora tiene algo nuevo que decirle:

Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados, que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas.

Durandarte se encierra de nuevo en su mutismo. En eso se aparece una procesión de mujeres y al final una mujer: “cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras”. Este adefesio era Belerma. Montesinos explica que no es tan hermosa como debería por culpa del largo encierro y del encantamiento. Don Quijote, por su reciente encuentro con Dulcinea, ya sabe lo que los encantamientos hacen a la belleza de las mujeres.

Cuando el primo del licenciado, que es y parece un verdadero “primo”, y que le ha guiado hasta la cueva de Montesinos le pregunta que cómo pueden haberle pasado tantas cosas en la hora que estuvo en la cueva, don Quijote se sorprende y dice que para él fueron tres días:

Verdad debe de decir mi señor –dijo Sancho–, que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora debe de parecer allá tres días con sus noches.

Cuando don Quijote le dice a Sancho que mientras estuvo en la cueva no comió ni durmió, como el resto de los encantados, Sancho dice:

Aquí encaja bien el refrán –dijo Sancho– de “dime con quién andas: decirte he quién eres”. Ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes: mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.

¿Cómo no? –dijo el primo–. Pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?

Yo no creo que mi señor miente –respondió Sancho.

Si no, ¿qué crees? –le preguntó don Quijote.

Creo –respondió Sancho– que aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado y todo aquello que por contar le queda.

Todo eso pudiera ser, Sancho –replicó don Quijote–, pero no es así, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero ¿qué dirás cuando te diga yo ahora como, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras, y apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hallamos a la salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía; respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido, y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos encantadas en diferentes y estrañas figuras [...].

Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio o morirse de risa; que como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto. [...]

Como te conozco, Sancho –respondió don Quijote–, no hago caso de tus palabras.

Ni yo tampoco de las de vuestra merced –replicó Sancho–, siquiera me hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si la habló, ¿qué dijo y qué le respondió?

Conocíla –respondió don Quijote– en que trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me la mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra, antes me volvió las espaldas y se fue huyendo con tanta priesa [...] (1615, II, 23).

El encantamiento realizado por Sancho en su nivel de realidad, pasa al nivel del discurso de don Quijote y de ahí, cuando los duques se enteran, los hechos relatados pasarán a formar parte del nivel de la narración en primer grado. Además, hay un desfase temporal entre la historia relatada y el discurso que da cuenta de ella, o entre el relato dentro del relato, pero no entre dos supuestos “hechos reales”, por lo que se atribuye al encantamiento.

La aventura en la Cueva de Montesinos tiene otra consecuencia para el resto de la historia: don Quijote empieza a dudar si lo que él cree que pasó, pasó en realidad; lo que hace que se aferre cada vez con más convicción al encantamiento de Dulcinea, hecho que no sale de él mismo. Así, el ánimo del caballero está abonado para lo que los encantadores le tienen deparado en el palacio de los duques, donde don Quijote se ve tratado como imaginaba: “¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!” y, consciente de que ya no es solo su imaginación:

[...] se admiraba don Quijote; y aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos (Cervantes, 1615, II, 31).

Pero los duques, que conocen bien el libro de 1605, y parecen estar al tanto de lo que ha pasado en la tercera salida hasta ese momento, retomarán tanto el falso encantamiento de Dulcinea como los hechos relatados por don Quijote sobre la cueva de Montesinos para burlarse de ambos en otro de los recursos más utilizados por Cervantes en esta segunda parte: la del burlador burlado. Son personajes ficticios que utilizan la ficción de la que son parte para realizar otra ficción, más cercana a la representación teatral que al relato literario:

Grande era el gusto que recebían el duque y la duquesa de la conversación de don Quijote y de la de Sancho Panza; y confirmándose en la intención que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les había contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa. Pero de lo que más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta, que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de aquel negocio. Y, así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado (Cervantes, 1615, II, 34).

Don Quijote ya no es un loco, es un crédulo, y, como cosa de magia, en el palacio de los duques se harán realidad todas las fantasías de don Quijote y Sancho: encantadores de carne y hueso, salidos directamente de los libros de caballerías, como Lirgandeo, Alquife, Arcalaus y Merlín desfilarán ante sus ojos. Desencantarán a las menesterosas dueñas barbudas, gobernarán ínsulas, vengarán el honor de una doncella, viajarán por los cielos en un caballo mágico, los solicitarán de amores las fermosas doncellas, les darán la fórmula de desencantar a Dulcinea; todas las aventuras parecen para ellos reservadas.

Si en la primera parte, la locura de don Quijote y el interés de Sancho habían movido a los encantadores, en la segunda aparecen los duques “moviendo los hilos”, así como una gran escalada en la fantasía y presencia del autor. El mundo imaginario de don Quijote invade el mundo ficticio del Quijote, también la realidad histórica, la de Cervantes, en la que las aventuras impresas de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha que llevaba diez años circulando, invade a la novela. Un libro contiene al otro: la historia de don Quijote forma parte de la ficción que es la historia de don Quijote, el mismo personaje es una invención de otro personaje ficticio que está a su mismo nivel: el hidalgo manchego lector de libros de caballerías.

La figura del encantador también participa en este segundo cambio de nivel. Desde la primera parte, en la primera salida, don Quijote denuncia al autor que escribirá sus aventuras –aparentemente en un futuro muy lejano–, refiriéndose desde ese momento a él como “sabio encantador”, al que le sugiere como relatar su propia historia:

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo:

¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue

a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: “Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”.

Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:

Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser cronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras (1605, I, 2).

Es frecuente en los libros de caballerías que se pretenda que el autor de la historia es un personaje, que a veces es también un encantador amigo o enemigo del caballero protagonista. Hay varios ejemplos de autores-personaje: el árabe Xarton que escribió El Caballero de la Cruz; el mago Fristón escribió en griego el original de Don Belianís de Grecia; el sabio encantador Galtenor escribió una parte del Espejo de Príncipes y Caballeros y se le atribuye la recopilación de La crónica del Caballero Platir, entre otros. Para don Quijote todos estos caballeros andantes eran personajes reales, cuyas aventuras llegaban impresas a sus manos, escritas por cronistas que “no solo escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos” (1605, I, 9) como dice el narrador, es lógico que piense que los que escribieron sus aventuras eran necesariamente encantadores. Los encantadores, entonces, además de tener sus caballeros protegidos o ser sus antagonistas, también son sus autores: siempre se suponía que estos escritores eran en realidad cronistas que se limitaban relatar las aventuras “reales” de un “caballero real”.

Así, en la segunda parte, don Quijote se refiere varias veces al autor de su historia como un sabio encantador:

Aún la cola falta por desollar –dijo Sancho–: lo de hasta aquí son tortas y pan pintado;

mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja, que anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y yéndole yo a dar la bienvenida me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

Yo te aseguro, Sancho –dijo don Quijote–, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir (1615, II, 2).

Donde don Quijote dice explícitamente que el autor de su historia es un encantador que puede ser amigo o enemigo y que su historia puede estar escrita para bien o para mal:

Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había dicho Sancho, y no se

podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías. Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de encantamento las habrá dado a la estampa: si amigo, para engrandecerlas y levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo , para aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escudero

se hubiesen escrito, puesto –decía entre sí– que nunca hazañas de escuderos se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera (1615, II, 3).

Más adelante, don Quijote teme que su historia no esté escrita como él la imagina, que sus enemigos encantadores hayan transformado no solo su realidad, sino su historia:

¡Que todavía das, Sancho –dijo don Quijote–, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas principales, que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad! Mal se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde nos pinta las labores que hacían allá en sus moradas de cristal aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas y se sentaron a labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí el ingenioso poeta nos describe [...]. Y desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste, sino que la envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y, así, temo que en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias (1615, II, 8).

Este encantador envidioso no es otro que el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordecillas y autor del Segundo tomo del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha publicado en 1614.

Eso es lo que yo digo también –respondió Sancho–, y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había visto debe de andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues a fe de bueno que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, irme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren (1615, II, 8).

Por si acaso, don Quijote nunca lee el libro. Desde la aparición de Cide Hamete Benengeli en el capítulo 9 de la primera parte, el narrador, aquel que se dirige al “desocupado lector” en el prólogo, Cervantes, se pasa a otro nivel en la narración: la diégesis se convierte en metadiégesis.

Y por ventura –dijo don Quijote– ¿promete el autor segunda parte?

Sí promete –respondió Sansón–, pero dice que no ha hallado ni sabe quién la tiene, y, así, estamos en duda si saldrá o no, y así por esto como porque algunos dicen: “Nunca segundas partes fueron buenas”[...]

¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren. Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes, que pueda componer no solo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues ténganos el pie al herrar y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es que si mi señor tomase mi consejo ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros (1615, II, 4).

El sabio encantador que tiene a su cargo la historia está buscando la historia que aún está por crearse, la ficción por hacerse que es precisamente esta en la que están hablando de ella. Pero con lo que dice Sancho y la alusión no muy velada al Quijote de Avellaneda, inaugura un nivel más, que hacia el final de la obra será muy importante: el nivel de la realidad cultural y editorial histórica de 1615, en la que ha salido un libro que plagia, critica y contradice a los personajes de Cervantes.

Por eso, Cervantes delega en su personaje la tarea de registrar, ante notario, su propia autenticidad; cuando de regreso a su pueblo se encuentra con el personaje ficticio de la otra historia, Álvaro Tarfe, amigo fiel del “don Quijote” ficticio. Don Quijote, el cervantino, lo obliga a jurar que él y solo él es el verdadero personaje, “el bueno”, el de la historia escrita por Cide Hamete.

 

Bibliografía

Rico, F. (1998) Notas a Don Quijote de la Mancha. Barcelona. Instituto Cervantes

Basave Fernández, A. (1959) Filosofía del Quijote. México.

Schutz, A. (1955) Don Quijote y el problema de la realidad. México

Rosale, L. (1963) Cervantes y la libertad. Madrid.




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