Unamuno fue el escritor que más apasionadamente reflexionó sobre el
valor de Don Quijote para la vida de sus compatriotas y para la suya
propia. De hecho, construye su autobiografía espiritual al hilo de
estas especulaciones sobre el ingenioso hidalgo, al que convierte no
sólo en símbolo y figura mesiánica de una nueva religión –el
quijotismo–, sino en su otro yo, hasta el punto de caracterizarse
como un nuevo y desafiante Don Quijote del siglo XX, en permanente
lucha contra todo lo que le rodea.
Aunque
el Quijote ya había aparecido en algunos de sus trabajos previos, es
en su ensayo En torno al casticismo, de 1895, donde Unamuno
interpreta de manera sistemática la historia, el ser y las
esperanzas de regeneración de los españoles a través del personaje
cervantino, que considera símbolo y mito nacional a la vez que
universal.
Para
el bilbaíno, en una concepción que mezcla el determinismo con la
sugestión simbolista del paisaje como estado de alma,
la
árida tierra castellana conforma el espíritu quijotesco, el de los
místicos y el de los conquistadores, valores parejos que explican la
historia, la cultura y el carácter de la nación, tanto en sus
momentos de gloria como en los de decadencia (sugiere además Unamuno
el paralelo entre el caballero andante y San Ignacio de Loyola, que
luego desarrollará en su Vida
de Don Quijote y Sancho,
y que Ganivet también apunta en 1897 en su Idearium
español). Por otra
parte, para Unamuno, el espíritu nacional está disociado en las
figuras de Don Quijote y Sancho, que encarnan lo ideal y lo real, lo
absoluto y lo individual, aunque en la actualidad, según afirma, el
más vulgar sentido común
del peor sanchopancismo, y la razón del bachiller Sansón Carrasco,
triunfan sobre la fe y la esperanza de Don Quijote. Esto, digo
yo, en la actualidad, se ha hecho muy confuso, pues tanto el sentido
común, como la fe o la esperanza se han diluido en ideologías
paralelas de imposibles convergencias.
En
este “marasmo”, sigue
Unamuno, España lleva la
vida retirada de Don Quijote, aunque corre el peligro de realizar
otra salida, dada su estima a la voluntad desnuda y a los actos de
energía anárquica (Ganivet, todavía más pesimista, escribiría en
El porvenir de España:
“Don Quijote hizo tres salidas, y […] España no ha hecho más
que una y aún le faltan dos para sanar y morir”). En
este punto,
si lo llevamos al presente,
se equivocan tanto el vasco
como el granadino: ya no hay
posibilidad de una nueva salida, ya
no hay involución posible.
Solo la envejecida y agotada
Europa, con muchos condicionales de por medio, puede traer algo de
esperanza
A
esta situación, Unamuno, encuentra una vía de escape que unifica
pasado y presente, tradición y universalismo, en el último capítulo
del Quijote, “que debe ser nuestro evangelio de regeneración
nacional”: “el sublime final de su
Don Quijote señala a
nuestra España, a la del
vasco, el camino de su
regeneración en Alonso Quijano el Bueno”, quien
renunció a su individualismo para llegar “al espíritu universal,
al hombre
que duerme dentro de todos nosotros”; “Alonso Quijano el Bueno se
despojará al cabo de Don Quijote […], y morirá
para renacer”. Afirma
Unamuno, “Hay que matar a Don Quijote para que resucite Alonso
Quijano el Bueno”. Se
equivocó de nuevo, todos sabemos lo que vino entonces, y
en la España de hoy Alonso Quijano no podría vivir. Nadie
le haría caso.
Esta
propuesta alcanza su corolario en los artículos de 1898 “¡Muera
Don Quijote!” y “¡Viva Alonso Quijano el Bueno!”, así como en
las cartas que Unamuno cruza con Ángel Ganivet, publicadas en El
porvenir de España.
Allí expone el vasco que el honrado hidalgo, símbolo de la España
moribunda, renunció al morir a sus locuras, “volviendo así su
muerte en su provecho lo que había sido en su daño”, y que es
esto lo que tiene que realizar la España (la
de Unamuno) si quiere
sobrevivir y regenerarse. El grito de “¡Muera Don Quijote!”
también supone un rechazo del gobierno que, con su actitud
irresponsable, hizo que la aventura colonial acabara en desastre, y
una apuesta a favor de la sensatez del pueblo.
En
otros artículos de esta última década del XIX, Unamuno enriquece
la figura de don Quijote con algunos elementos determinantes que
configuran su particular interpretación. En el titulado “Quijotismo”
(1895) insiste en que Alonso Quijano, en el momento de morir,
convierte las locuras de Don Quijote en acciones positivas, dada la
bondad con la que se realizaron. Además, considera a Don Quijote
como norma de conducta y como su otro yo, dado que sobre él proyecta
biográficamente sus propias obsesiones: la búsqueda de la
inmortalidad y de la gloria, que simboliza en Dulcinea, como
mantendrá en
Vida de Don
Quijote y Sancho. Tampoco
estoy de acuerdo en esto con el rector de Salamanca: las acciones de
don Quijote solo fueron locuras de un ser inadaptado a su tiempo,
quizás estuvieron hechas con bondad, pero en ellas, creo que lo que
hay que ver son las ideas de su autor -cuestión
que nada importa a Unamuno-,
y
la principal idea, en la que Cervantes se reitera en muchas de sus
obras, es que todo idealismo está condenado al fracaso. Pero
Unamuno, como Borges en
su Pier Menard
parecen
ignorarlo
para hacer su
libre
interpretación del
héroe.
En
el ensayo “El Caballero de la Triste Figura” (1896) varias
certezas se proyectan hacia el futuro: principalmente, la de que Don
Quijote no es ente de ficción, sino “un ser vivo y real” que ha
tenido, y tiene, una “existencia real, heroica y efectiva”. Ello
es así porque, para Unamuno, “Existir es vivir, y quien obra
existe. Existir es obrar, y Don Quijote, ¿no ha obrado y obra en los
espíritus” de todos sus lectores? Por otra parte, el héroe no es
“otra cosa que el alma colectiva individualizada”, y éste es el
caso de nuestro caballero andante. Por tanto, quien quiera retratar a
Don Quijote, deberá hacerlo “como símbolo vivo del alma
castellana”. Estoy
con Unamuno en que Don Quijote es un ente real, no tanto en la
generalización del alma castellana, pero
don Miguel gustaba de provocar, y eso, quizás, sea parte de su genio
y de su valentía: genio y valentía propia de un Quijote.
La
otra idea que el escritor vasco sostiene es consecuencia de la
anterior: si Don Quijote es un ser real, Cide Hamete Benengeli fue su
biógrafo, y Cervantes, un mero traductor del historiador árabe.
Puesto que Unamuno va a procrear en sus entrañas un Quijote a su
imagen y semejanza, debe acabar con su primer progenitor, Cervantes,
al que le va a negar la paternidad del mito. En
esto es en lo que menos estoy con el vasco, en el ninguneo a
Cervantes, que sin
embargo, en el epílogo de su nivola
de 1902, Amor y
pedagogía, Unamuno se
retracta de lo que hasta ahora ha sido su interpretación de
Don Quijote. A partir de
este momento, sustituye la salvación a través de la cordura de
Alonso Quijano por lo contrario: la redención mediante la locura de
don Quijote. Unamuno volverá a mostrar su arrepentimiento en Vida
de don Quijote y Sancho
(1905) y, nuevamente, en Del
sentimiento trágico de la vida
(1912).
La
Vida de Don Quijote y Sancho
es una peculiar “autobiografía espiritual” (como la llamó
Azaña), en la que su autor reúne y amplía todas sus obsesiones
sobre el ingenioso hidalgo, para fundar con ellas su nueva religión
del quijotismo. Lo que formalmente se presenta como una glosa
capítulo a capítulo de la novela cervantina, convierte en realidad
a esta en un soporte abstracto, despojado de todo lo que no sea
focalización de Don Quijote y su escudero, sobre la que engarza las
reflexiones que al hilo del texto cervantino se le suscitan sobre los
más diversos temas, predominando las que atañen a la crisis sobre
su propia trascendencia. De hecho, el protagonista del libro es el
propio Unamuno, quien casi al final del ensayo declara que “mi vida
y mi obra son una confesión perpetua”, en la que introduce su
desaliento y sus dudas.
Este
procedimiento, consistente en meditar y escribir a partir de un texto
ajeno, que para el polemista Unamuno actúa como una especie de
reactivo, es uno de los métodos más comunes de su creación. Por
ello mismo, su discurso se constituye en una verdadera polifonía
textual por la cantidad de intertextos de que está preñado. Además,
hay que tener en cuenta la variedad de tipologías genéricas y
textuales con las que constituye su discurso ensayístico: glosa y
juicio crítico, reflexión
filosófica, religiosa, histórica o sociopolítica, meditación,
confesión biográfica, discusión y autodiálogo, sermón,
exposición doctrinal y oración, prosa lírica o visionaria, en una
variedad de registros que va del más coloquial al más retórico y
del tono más distante hasta el más apasionado. Por todo esto creo
que la crítica unamuniana sobre el Quijote he de entenderla como una
crítica propia de este autor, apoyada en las numerosas ideas
filosóficas que Cervantes vierte en su texto.
El
propio Unamuno, en el prólogo a la segunda edición (1914), explica
el principio que guía su escritura: por encima de eruditos y
críticos, el Quijote pertenece a “todos y cada uno de sus
lectores”; esta libertad de recepción de una obra eterna, hace que
cada lector deba “darle una interpretación, […] como a las que a
la Biblia suele darse”. Es lo que ha hecho en su ensayo, que “es
una libre y personal interpretación del Quijote, en la que el autor
no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diera, sino el que
él le da”; Unamuno declara polémicamente que “pretendo libertar
al Quijote del mismo Cervantes”, operación que justifica en que
los personajes tienen una vida propia y autónoma al margen de la de
su autor, como demostrará en
Niebla. Por ello, aunque
Cervantes sacó a Don Quijote y Sancho “de la entraña espiritual
de su pueblo”, afirma que su comprensión de los mismos puede ser
mejor que la de su propio autor. Con una salvedad, totalmente de
acuerdo: del Quijote se pueden hacer numerosos análisis, incluso
contrarios unos de otros, como irónicamente hace Unamuno. Pero que
sepan los lectores de ambos que no cabe todo. ¿Dónde está el
límite? Esto habría que marcarlo según el autor o el crítico.
En el prólogo a la tercera edición su desplante todavía va más
lejos, puesto que, en respuesta a la carta de un profesor, donde este
que le avisa de que en un pasaje de su ensayo pone en boca de Sancho
palabras que son de Sansón Carrasco, Unamuno contesta que tiene el
manuscrito de Benengeli y que fue Cervantes quien leyó mal el texto,
y no él. Propio de Unamuno, con esto se entiende perfectamente su
libre auto-análisis y su ironía provocadora.
Unamuno
se apropia de don Quijote por encima de Cervantes, al que dice
considerar
su evangelista, y de Cide Hamete, su historiador. Acata la autoridad
del texto cervantino en todo lo que se refiere a los hechos, pero
desmiente en varias ocasiones las opiniones e interpretaciones de
ambos. Es la fe lo que guía al autor de Niebla
para conocer incluso el sentimiento del caballero andante, y escribe
que si este “no nos lo revela Cervantes es porque no estaba
capacitado para penetrar en él”. Más
Unamuno aún: Cervantes, sugiere a través de sus personajes, del
narrador que parece un mentiroso, del falso historiador, y del
traductor morisco
aljamido, muchas ideas, y esas
ideas las plantea desde
diferentes
perspectivas, y si hay
dudas, ambigüedades u olvidos sobre su personalidad es porque el
autor lo ha querido así; luego los críticos pueden interpretarlas,
pero no negar capacidad del
creador.
Todavía
en Del sentimiento
trágico de la vida
añade: “¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner
allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro,
pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y
sotopongo, y lo que ponemos allí todos”. En la introducción a
Tres novelas ejemplares y
un prólogo (1920)
vuelve a esta defensa activa del lector y del personaje, por encima
de su autor, uno de sus temas favoritos. Lo
dicho, Cervantes solo pasó por allí.
En
la Vida de Don Quijote y
Sancho, la
minusvaloración de Cervantes todavía va más allá. Para el rector
salmantino, que aquel escribiera El
ingenioso hidalgo no
deja de ser un milagro, puesto que en el resto de sus obras se
muestra muy por debajo de lo que consiguió en esta novela. Por ello,
Unamuno idea que fue el propio don Quijote, envuelto en Cide Hamete,
quien le dictó su historia a Cervantes, de la misma manera que ahora
el espíritu del caballero manchego ha penetrado en él para redactar
su libro. Estarán de acuerdo conmigo que Cervantes no es el
burro flautista. Cervantes, en su tiempo, fue un heterodoxo
con un nivel de crítica inigualable y una capacidad notable para
eludir la censura: le dio fuerte a la nobleza ociosa que se divertía
a costa del pobre o el loco; a Felipe II, “que se fue y no quedó
nada”; a la iglesia, no tienen más que ver qué hacen y cómo se
comportan los curas en sus obras; al Concilio de Trento, que, entre
otras cosas, había prohibido el suicidio en la literatura y él en
La Numancia, suicida a un pueblo entero; a la universidad, ahí
están los personajes del Licenciado vidriera, que
alcanza su máxima imbecilidad justo cuando se gradúa en Salamanca;
el socarrón de Sansón Carrasco; o el licenciado del primo que le
acompaña a la Cueva de Montesinos. Cervantes.
Muchos
han descubierto el teatro épico leyendo a Beltor Brech, eso ya está
en Cervantes, en el Quijote y en el Persiles. Para Francisco Ayala
las Novelas
ejemplares
en su conjunto son incluso mejores que el Quijote...
De
esta forma, inspirado por don Quijote, Unamuno se convierte en su
verdadero y único exegeta. Un exegeta de quien considera un
discípulo de Cristo, y que tuvo una verdadera vida, como insiste una
y otra vez: “La historia del
ingenioso hidalgo fue […] una historia real y verdadera, y
además eterna, pues se está realizando de continuo en cada uno de
sus creyentes”. “Si Don Quijote obra, en cuantos le conocen,
obras de vida, es Don Quijote mucho más histórico y real que tantos
hombres”. Por lo que concierne a la constitución del mito, Unamuno
sostiene que “en lo eterno son más verdaderas las leyendas y
ficciones que no la historia”. Reflexiones de este tipo
aparecen por todo el ensayo y su autor incluso se propone escribir un
libro futuro para probar que Don Quijote y Sancho existieron
realmente.
El
tema de la existencia del ingenioso hidalgo está incluido en otro
mayor, que es el de la verdad. Para Unamuno, como para Nietzsche, “la
verdad es lo que hace vivir”, opinión, fácil de compartir,
que también hizo suya Luís Rosales. Además, “el
arte es la suprema verdad, la que se crea en fuerza de fe”,
y este es el caso de don Quijote. Según
este vitalismo de base irracionalista, la verdad se forja con la fe,
con el corazón, y por ello se opone a la lógica, creada con la
razón, dioses idolatrados en los tiempos modernos y enemigos ambos
de la vida, según Unamuno. Este
es Unamuno, provocación sobre todas las cosas, por eso suelo decir
que hay autores con los que no aprendes nada, hay autores que para
entenderlos hay que llegar a ellos con muchas
lecciones aprendidas. Quizás esos sean los más grandes, como sin
duda lo es Unamuno.
Por
tanto, don Quijote, caballero que, según el escritor vasco, pelea
“por la conquista del reino espiritual de la fe” y que, con su
locura, la de no morir, hace cuerdos, es el ejemplo que debe imitar
todo aquel que quiera vivir por la eternidad. Y aquí llegamos al
verdadero motivo que llevó a Unamuno a escribir su ensayo: el anhelo
de inmortalidad, su obsesión permanente, que convierte en el motor
de su escritura y también, como ya había adelantado en el artículo
de 1902 “Glosas al ‘Quijote’”, de la actuación del caballero
andante. Es más: una no se explica sin la otra, según escribe al
final de su ensayo: “No puede
contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío Don
Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir”.
Esto
explica el quijotismo de Unamuno, su fe y su idealismo, porque eso es
lo que es don Quijote, como explica su anticervantismo, porque
Cervantes crea a don Quijote precisamente para criticar los dogmas y
los ideales, que Unamuno parece defender, y que quizás, en una
segunda lectura, comprendamos que no defiende tanto. Esta ansia de
vida eterna de Unamuno y según él, de don Quijote, es extendida al
pueblo español. Y ello deberá constituir la esencia del ser
nacional: “¿Hay una filosofía española? Sí, la de Don Quijote.
[…] ¿Hay una filosofía española, mi Don Quijote? Sí, la tuya,
la filosofía de Dulcinea, la de no morir, la de creer, la de crear
la verdad”, la que “surge del corazón”. Para ello, se necesita
“el valor de más quilates”, el que tuvo don Quijote, “que le
tomen a uno por loco”, porque, según Unamuno, frente a la cobardía
moral contemporánea, sólo hay “un modo de triunfar de veras:
arrostrar el ridículo”. Y para ello, el ejemplo a imitar es “la
burlesca pasión de nuestro Caballero”.
Este
vivir en la verdad no es sólo norma de vida de don Quijote y de
Unamuno, puesto que este la extiende a todo el pueblo español: al
igual que el hidalgo tras su combate con el Caballero de la Blanca
Luna, el pueblo español vuelve de América derrotado. Recogido en su
interior, su misión histórica será “la batalla del Amor y de la
Verdad”, pelea en la que “ha de ser el pueblo todo un don
Quijote, un pastor Quijotiz más bien”, siguiendo el ejemplo de lo
que se proponía el ingenioso hidalgo. De hecho, afirma
Unamuno, “Si Don Quijote volviera al mundo sería pastor Quijotiz”,
“pastor de almas”, “pastor de pueblos”, “empuñando, en vez
del cayado, la pluma o dirigiendo
su encendida palabra a los cabreros todos”. Está
clara la analogía con el propio escritor vasco, quien añade: “Y
¡quién sabe si no ha resucitado!...”.
La
misión de este don Quijote será la que ya practica el autor de
Niebla, según escribe, “libertar a los pobres galeotes
del espíritu”, “aunque luego te apedreen”, porque “la mayor
caridad que puedes rendir a tu prójimo no es aplacarle deseos ni
remediarle necesidades, sino encenderle aquellos y crearle estas”;
“hay que desasosegar a los prójimos los espíritus […] aun a
sabiendas de que no han de alcanzar nunca lo anhelado”. Es lo que
intenta Unamuno en toda su obra, y particularmente en esta Vida de
Don Quijote y Sancho, como él mismo confiesa.
Unamuno
interpreta la muerte de don Quijote como la coronación de su vida;
es lo que le vuelve inmortal. En sus últimos momentos, don Quijote
hace el mayor acto heroico: renunciar a su gloria y a su obra. La
bondad lo eterniza y la gloria lo acoge para siempre. Al confesar que
su vida no fue más que un sueño de locura, don Quijote se hermana
con Segismundo. Y si la vida es sueño, Unamuno se plantea una
sospecha que le obsesiona y cuya formulación más conocida es
Niebla: “¿Será acaso también sueño, ¿Dios mío, este tu
Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita? ¿será un
sueño tuyo? ¿será que nos estás soñando? ¿Seremos sueño, sueño
tuyo, nosotros los soñadores de la vida?”. Ante la duda, Unamuno
lanza un ruego desesperado: “¡Sueñános, Señor!”, “¡Suéñanos,
Dios de nuestro sueño!”.
El propio Unamuno clamaría en el desierto como el caballero andante
en su destierro durante la dictadura de Primo de Rivera, al cual
marchó acompañado de un ejemplar del Quijote, que le serviría de
inspiración, aliento y de rebeldía, como bien consta en diversas
composiciones de su Cancionero.
Unamuno, todo ironía y sutil provocación, e igualmente postergado
por su heterodoxia como lo fuera ante Galdós y mucho antes el propio
Cervantes.
Referencias:
- Centro Virtual Cervantes, Antología crítica.
- Unmuno, Miguel. Obras completas. VERGARA EDITORIAL, B. 1958 Ferrol.