En
los últimos tres años de su vida, en plena decadencia física,
Miguel de Cervantes (1613-1616) construye sus obras más valiosas:
las Novelas ejemplares (1613), la segunda parte del Quijote (1615) y
el Persiles (publicado póstumamente, en 1617).
Al
mismo tiempo, en el ámbito espiritual, el personaje tiende en esos
años
a ponerse a bien con Dios, algo
que, a lo largo de su vida, no pareció tener especial relevancia,
pero, ya cercan o al fin, se dispone
a entrar en el otro mundo respaldado por el hábito de una
orden religiosa.
Como
Lope de Vega, siente predilección por la orden franciscana. Entra en
la Venerable Orden Tercera, un hecho que tiene lugar pocos días
antes de su muerte. El escritor fallece el 22 de abril de 1616, a
consecuencia de una enfermedad que entonces se llamaba hidropesía y
que ahora suele identificarse, con los problemas cardiacos o renales.
En
el prólogo del Persiles, obra póstuma como hemos indicado, el
escritor simula un diálogo entre un estudiante admirador de su obra
y él mismo, y allí comenta el primero:
–Esta
enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar
Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes,
ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará,
sin otra medicina alguna3.
A
lo que responde el escritor:
–Eso
me han dicho muchos; pero así puedo dejar de beber a todo mi
beneplácito, como si para solo
eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las
efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera
este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado
vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme
agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado (p. 48).
Y
en las líneas finales del mismo prólogo, parece despedirse de la
vida:
¡Adiós,
gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy
muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida! (p. 49).
La
salud del escritor se había ido deteriorando mucho con el paso de
los años, llegando a la vejez con signos indudables de decrepitud,
y a esto se une su pobreza. Como decía Fernando de Rojas, la vejez
es choza sin ramas que por todas partes se llueve, y lo peor de todo
es que esta etapa de la vida venga acompañada de necesidad, de
pobreza1.
El escritor vivía efectivamente cercano
a
una extrema necesidad, como se dice en la segunda parte del Quijote,
cuando unos embajadores franceses quisieron visitarlo, y se
extrañaron de que una persona de
tal categoría intelectual no tuviera siquiera una mísera pensión
del estado2.
Don Miguel ha ido perdiendo facultades físicas conforme ha ido
mejorando en su entendimiento, porque éste, como el mismo comenta,
“suele mejorar con los años”3.
Pero ya desde hacía varios, al menos desde 1613, tiene el pelo
blanco (“las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de
oro”,
dice en el conocido retrato de las Novelas ejemplares) y además le
quedan pocos dientes en la boca, solo seis, y esos mal acondicionados
y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los
otros, indica en el mismo lugar; por otra parte, ya está cargado de
espaldas y no tiene ligereza en los pies, lo que hay que unir a su
estropeada mano izquierda desde la batalla de Lepanto. Por otras
vías, sabemos que estaba también mal de la vista, que veía poco y
necesitaba gafas; Lope de Vega dice, en una carta al duque de Sessa,
que en una reunión académica, en casa del Conde de Saldaña,
al parecer, tuvo que utilizar los anteojos de Cervantes y que éstos
parecían huevos fritos de mal hechos que estaban. “Todo se
torna graveza,/cuando llega el arrabal/de senectud”, había dicho
certeramente Jorge Manrique, mucho tiempo atrás.
En
esta situación de decaimiento, unos veinte días antes de su muerte,
el 2 de
abril
de 1616, el escritor había ingresado en la regular observancia de
“Nuestro Seráfico Padre San Francisco” de Madrid; lo hace en su
propio domicilio de la calle del León, por estar enfermo, y el acto
se lleva a cabo por mediación de don Francisco Martínez, clérigo y
hermano de la orden franciscana. Sería, sin duda, un suceso de
escasa publicidad. En uno de los libros de la Orden Tercera de San
Francisco, en el folio 130 de un volumen al parecer ya desaparecido,
don Pedro López Adán certifica que Cervantes profesa en dicha
orden4.
Hay otra referencia, en un documento ahora también extraviado, según
la cual habría tomado previamente el hábito franciscano en Alcalá
de Henares, el día 2 de julio de 1613, pero es posible que entonces
solo manifestase su deseo de ingresar y lo hiciese de manera efectiva
en la fecha antes indicada, casi en su lecho de muerte. Además con
esta investidura del hábito
religioso, se dice que ahorraba los gastos del entierro a su mujer,
Catalina de Salazar y Palacios. Un cronista de la orden
franciscana describe lo que pudo ser la ceremonia de ingreso:
teniendo
una vela de cera blanca en la mano derecha, y la cuerda y el hábito
en la izquierda, falta de movimiento por la herida de Lepanto. Cuando
le hubieron vestido el hábito, quedó con sotanilla, que no llegaba
a cubrirle el calzón, con manga cerrada y ferreruelo de estameña,
cuello y cuerda que le caía hasta las rodillas.
Desde
ese momento, hasta el 19 de abril, su enfermedad se va agravando poco
a poco, y el día indicado firma la dedicatoria del Persiles al Conde
de Lemos, uno de los textos más trágicos de la literatura española,
en el que cita unas antiguas coplas:
Puesto
ya el pie en el estribo,
con
las ansias de la muerte,
señora,
aquesta te escribo,
pues
partir no puedo vivo,
cuanto
mśs volver a verte5.
Y
el novelista las adapta su situación personal, diciendo:
Puesto
ya el pie en el estribo,
con
las ansias de la muerte,
gran
señor ésta te escribo (p. 45).
Y
continúa en los siguientes términos:
Ayer
me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve,
las ansias crecen, las esperanzas menguan; y, con todo esto, llevo la
vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto
hasta besar los pies a Vuesa Excelencia: que podría ser fuese tanto
el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me
volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de
perder, cúmplase la voluntad de los Cielos, y, por lo menos, sepa
Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan
aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la
muerte mostrando su intención (ibid.).
Habla
además de algunas obras que no ha conseguido componer o acabar, como
las Semanas del Jardín, el Bernardo y la segunda parte
de la Galatea, pero llevar a cabo esto sería un milagro,
aunque lo conseguiría si le diese el cielo más vida.
El
hecho es que fallece tres días después, y entre los escasos autores
que firman
poemas preliminares al Persiles, algo que en su momento
resultaba indicativo de la fama del escritor en cuestión, hay
algunas referencias al franciscanismo de Cervantes. Así, Francisco
de Urbina le dedica un epitafio, con la siguiente aclaración:
a
Miguel de Cervantes, insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos,
a quien llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara
descubierta como a tercero que era (p. 43).
El
poema, una décima, dice así:
Caminante,
el peregrino
Cervantes
aquí se encierra.
Su
cuerpo cubre la tierra,
no
su nombre que es divino.
En
fin hizo su camino,
pero
su fama no es muerta
ni
sus obras. Prenda cierta
de
que pudo a la partida
desde
esta a la eterna vida
ir
la cara descubierta (ibid.).
En
un soneto dedicado al sepulcro del novelista, al que llama igualmente
cristiano ingenio, escribe Luis Francisco Calderón:
En
este, oh caminante, mármol breve,
urna
funesta, si no excelsa pira,
cenizas
de un ingenio santas mira,
que
olvido y tiempo a despreciar se atreve (p. 44).
El
elogio del último verso mencionado (que su memoria superará el
tiempo y el olvido), que suele ser una alabanza corriente entre
poetas, resultó cierto en este caso y así lo ha entendido la
posteridad. Habla luego Luis Francisco Calderón de la religiosidad y
moralidad de sus libros, algo que es también un lugar común
poético, y que no siempre se corresponde con la realidad.
Cervantes
recibe sepultura en el convento de las monjas Trinitarias Descalzas
de Madrid, en la calle Cantarranas, y en el libro de difuntos de la
Parroquia de San Sebastián, a la que pertenecía el convento citado,
se encuentra la partida del sepelio:
En
23 de abril de 1616 años, murió Miguel de Cervantes
Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León.
Recibió los santos sacramentos de mano del licenciado Francisco
López. Mandose
enterrar en las monjas Trinitarias;
mandó dos misas del alma y lo demás a voluntad de su mujer
que es testamentaria y el licenciado Francisco Martínez, que vive
allí6.
Muy
pobre tendría que ser el novelista en el momento de su muerte para
mandar decir solo dos misas por su alma, algo que contrasta con otros
miembros de su familia, también afectos a la religiosidad
franciscana, como señalaremos, entre los que se encuentran su mujer
y su hija.
De
esta devoción por San Francisco dan fe algunos datos relacionados
con ambas. Así, en el ajuar de la hija, Isabel de Saavedra, cuya
relación está fechada en 1608, bastante rico, figura un lienzo que
representa a San Francisco, tasado en seis ducados (hay también una
cabeza de San Juan, un Ecce Homo, un retrato de la Virgen y otro de
Nuestra Señora del Carmen).
Por
su parte, la mujer de Cervantes, en su testamento (1610), deja
ordenado que se la entierre con el hábito de San Francisco y se
digan numerosas misas por su alma. El documento incluye las
referencias siguientes:
Item
mando que me acompañen todos los clérigos del dicho lugar [se
refiere a Esquivias, en Toledo] y las cofradías de que fuere cofrade
en el dicho lugar y me amortajen con el hábito de San Francisco, a
quien tengo por mi devoto.
Item
mando que el dicho día de mi entierro, si fuere hora, y si no luego
otro día siguiente, me digan una misa cantada y todas las demás
misas que se pudieren decir en el dicho lugar, de difuntos, y se
pague la limosna acostumbrada, y a las cofradías se le den los
maravedises que se les suelen y acostumbran a dar.
Item
mando que luego como yo fallesciere se me digan nueve misas de alma
en la iglesia y casa de Nuestra Señora de Loreto, de dicha villa de
Madrid, y se pague la limosna luego de mis bienes.
Item
mando que se digan por mi alma y las almas de mis padres y de mi tío
Juan de Palacios, clérigo, cien misas rezadas, y se digan dentro del
primero año de mi fallescimiento, y se pague la limosna de ellas, y
se digan en la iglesia del dicho lugar de Esquivias.
Item
mando se me hagan mis honras y cabo del año en el dicho lugar, como
es uso y costumbre, y se pague la limosna.
Item
mando se ponga ofrenda de pan e vino sobre mi sepultura, a
parecer
y discreción de mis albaceas.
Item
mando para ayuda de la canonización de Señor San Isidro, desta
dicha villa, cuatro reales de limosna.
Más
adelante manda un majuelo, de unas cuatro aranzadas, a su marido,
Miguel de Cervantes, solo como usufructo, pero con el cargo adjunto
de que diga cuatro misas rezadas por su alma cada año; aunque
finalmente, el majuelo, tras pasar por otros herederos, iría a la
iglesia de Santa María de Esquivias:
con
cargo que se digan cada año por las almas mías y demás contenidas
en esta dicha cláusula y mis padres, treinta misas rezadas de
difuntos perpetuamente para siempre jamás; y más me hagan una
fiesta de Señor San Pedro cada año con su misa cantada y otra a
Señor San Francisco en sus días y en sus otavas (p. 344).
Algunos
días después de este documento, a finales de junio de 1610,
Catalina Palacios Salazar y Vozmediano figura inscrita en el libro
correspondiente de la orden tercera franciscana (p. 345), al igual
que lo sería luego su marido7.
En
contraste con la riqueza de Catalina de Salazar, que pudiera
considerarse un pasable acomodo, se encuentra la completa pobreza de
la hermana de Cervantes, Magdalena de Sotomayor, en cuyo testamento
(p. 346) pide que se la entierre lo más pobremente posible, puesto
que no deja bienes algunos. Y en documento, Magdalena pide ser
enterrada en el monasterio de San Francisco de Madrid.
También
la hija del escritor, Isabel de Saavedra8,
la cual se considera entre los cervantistas como símbolo de la más
negra ingratitud filial, puesto que poseía cuantiosos bienes y dejó
siempre a su padre en la miseria, pertenece a la orden franciscana,
como se desprende de su testamento de 1631, en el que se dice:
Y
cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor
fuere de me llevar desta presente vida, la mía es que mi cuerpo sea
amortajado con el hábito de mi padre seráfico
San Francisco, y que mi cuerpo sea enterrado en el convento y
monasterio de los padres de Señor
San
Basilio
Magno desta villa de Madrid, en la capilla mayor al lado del
Evangelio, y sea llevado mi cuerpo por los hermanos de la Orden de
San Francisco hasta poner en la sepultura (p. 373).
Y
sus funerales deben ser muy ricos, propios de una mujer acaudalada:
Item
acompañen
mi cuerpo los clérigos de la parroquial de Señor
San Luis desta villa de Madrid, de donde soy parroquiana, y doce
sacerdotes en los cuales entren el cura, beneficiados
y sus tenientes, y asimismo doce religiosos de Señor
San Francisco y doce religiosos de Nuestra Señora
de la Merced, niños
de la doctrina, y a los unos y a los otros se les pague sus derechos
acostumbrados.
Item
que el día de mi entierro, si fuere hora, y si no otro día
siguiente, se diga por mi alma una misa de requiem, de cuerpo
presente, cantada con su oficio de difuntos, diácono y subdiácono,
y otra de la misma suerte nueve días después de mi fallescimiento
en dicho convento, pague los derechos y se digan con sus responsos
cantados, bajando al responso los religiosos del dicho convento.
Item
se digan los ocho días continuos después de mi fallescimiento en el
dicho convento de San Basilio doscientas misas de alma en el altar
privilegiado, y se pague de limosna de cada una dellas dos reales.
Item
mando que de mis bienes y hacienda de lo mejor y más bien parado
della se den al abad y monjes del dicho convento de San Basilio
ochocientos ducados por una vez, y es mi voluntad se pongan en censo
con la más seguridad que ser pueda y a satisfación de mis
testamentarios, y que el dicho convento goce de sus réditos, con
cargo de que han de ser obligados a decir por mi ánima perpetuamente
en cada año para siempre jamás nueve misas cantadas en las nueve
festividades de Nuestra Señora o sus octavas, y lleven de limosna de
cada una dos ducados; y ansimismo otras veinte misas rezadas cada un
año, y se dé de limosna de cada una medio ducado, y en razón dello
mis testamentarios otorguen escritura de fundación de memoria y se
escriba en la tabla de las memorias que dicho convento tiene; y la
restante cantidad se gaste y convierta en el regalo de los religiosos
enfermos del dicho convento, y que se anote para que los enfermos
religiosos tengan cuidado de encomendarla a Nuestro Señor (p. 374).
Pero
Isabel de Saavedra no muere por entonces, y en su segundo testamento,
de 1652, dice lo siguiente:
Mando
que a mi entierro acompañen mi cuerpo la cruz de dicha mi parroquia
[ahora se trata de San Martín] y diez y seis sacerdotes, y como a
hermana profesa que soy de la tercera orden de nuestro padre San
Francisco, vaya mi cuerpo en este santo hábito y le lleven a
enterrar y entierren mis hermanos de la dicha tercera orden, a quien
se dará la limosna que es costumbre. Y ansí mismo me acompañen
diez y ocho religiosos de San Francisco y los Niños Desamparados, y
a todos se pague lo que justamente se debiere de limosna.
El
día de mi entierro, siendo hora, y si no el siguiente, se diga por
mi alma misa de cuerpo presente con diáconos, oficio, vigilia y
responso.
Mando
se digan por mi alma y intención mil misas de alma en altares
privilegiados, de que se pague la limosna a dos reales, y más se
digan por las ánimas del purgatorio otras doscientas misas, de que
se pague la limosna a real y medio, que éstas principalmente miran
al descargo de mi conciencia y cumplimiento de mis obligaciones, y
quitada la cuarta parte que de todas toca a la parroquia, las demás
se digan a disposiciones de mis testamentarios (p. 377).
Como
Isabel ha ido ganando en riqueza, el número de misas por su alma se
ha ido ampliando. Y ni una palabra, ni un recuerdo siquiera para la
memoria de su padre, Miguel de Cervantes, ni tampoco para su madre,
Ana de Rojas, algo que Catalina de Salazar sí tenía en cuenta, como
hemos visto antes.
En
fin, como se ha señalado, hay tres miembros en la familia de
Cervantes (el propio escritor, la esposa y la hija natural del
mismo), que están íntimamente relacionados, al menos en la última
etapa de su vida, con la orden religiosa de los franciscanos.
Si
conocemos con relativa exactitud la última etapa de la vida de
Cervantes, en cuanto se refiere a los problemas de salud del escritor
y a las referencias religiosas de su contexto, tenemos menos noticia
de su actitud ante la muerte, como un suceso inevitable en la
trayectoria de cada persona. Sin embargo, en varias ocasiones y en
diversas partes de su obra, encontramos reflexiones ante el último
trance, ante “la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”9,
que diría Rubén Darío varios siglos después. De esta forma,
encontramos reflexiones acerca del tema en varios lugares de su obra,
con cierta resignación estoica, como expresa en la segunda parte del
Quijote, al comentar Sancho que
nadie
puede prometerse en este mundo más horas de las que Dios quiere
darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a la puerta
de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la harán detener ni
ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras (II, VII).
Claro
que se muestra partidario de la muerte inesperada o repentina, como
manifiesta en el Persiles (libro II):
un
miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una
repentina muerte que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los
temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la
muerte misma (pp. 246-247).
Y,
a fin de cuentas, como sucedía en las medievales danzas de la
muerte, se produce entonces un sentido igualitario para todos los
mortales, recordando por boca de don Quijote en conversación con
Sancho el conocido símil de la comedia humana:
lo
mesmo –dijo don Quijote– acontece en la comedia y trato deste
mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y
finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les
quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en
la sepultura (II, XII).
--- --- --- ---
Notas
tomadas de Francisco Rico: Miguel de Cervantes, Don Quijote de la
Mancha, ed. Instituto Cervantes, dir. Francisco Rico, Barcelona,
Instituto Cervantes / Crítica, 1998.
-
1 He aquí las conocidas y duras palabras de la vieja Celestina:
“Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades,
posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga
incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste
de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama, que se llueve
por cada parte, cayado de mimbre, que con poca carga se doblega”,
Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Julio Cejador y Frauca, Madrid,
La Lectura, 1913, pp. 164-165.
-
2 El texto del Licenciado Márquez Torres, en el prólogo de la
segunda parte del Quijote, es muy claro al respecto: “Certifico con
verdad, que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y
quince , habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval
y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita
que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar
cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España,
muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al
embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se
llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, mi señor, deseosos
de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso
en éste, que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación de que así en Francia como en los reinos sus confinantes
se tenían sus obras: La Galatea, que alguno dellos tiene casi de
memoria, la primera parte desta y las Novelas. Fueron tantos sus
encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas,
que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme
muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Hallóme
obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno
respondió estas formales palabras: «¿Pues a tal hombre no le tiene
España muy rico y sustentado del erario público?»”p.612
-
3
Prólogo
de la segunda parte del Quijote, en su defensa ante los ataques de
Avellaneda, que lo ha motejado de viejo; p. 618.
-
4 “En dos de abril de mil y seiscientos diez y seis profesó, en su
casa por estar enfermo, el hermano Miguel de Cerbantes; en la calle
del León, en casa de Don Francisco Martínez, clérigo, hermano de
la Orden”. Archivo de la Venerable Orden Tercera de Penitencia de
la regular observancia de N.S.P.S. Francisco, en Madrid. p. 369.
-
5 Se encuentra con el título de Canción y
seguido de una glosa, en Flor de romances y glosas, canciones y
villancicos. Zaragoza, Juan Soler, 1578, p. 258, grafía
actualizada.
-
6
La
partida de sepelio fue publicada por primera vez por Blas Nasarre, en
el siglo XVIII, al final
del prólogo
(sin nombre de autor) que escribió
para una edición
del teatro de Cervantes; allí
se indica: “Quien notare lo que en alguna escena de Pedro de
Urdemalas se dice en boca de un engañador,
que contrahace al hipócrita,
lea la partida siguiente, sacada de los Libros de la Parroquia de San
Sebastián
de Madrid. “En 23 de Abril de 1616 años
murió
Miguel Cervantes Saavedra, casado con Doña
Catalina de Salazar, Calle del León.
Recibió
los Santos Sacramentos de mano del Licenciado Francisco López.
Mandóse
enterrar en las Monjas Trinitarias. Mandó
dos misas del alma, y lo demás
a voluntad de su mujer que es testamentaria y al Licenciado Francisco
Núñez,
que vive allí.
Fol. 270”.
-
7 El documento llevaría la fecha del 2 de julio de 1613: “El 2 de
julio, Miguel de Cervantes Saavedra aprovecha su paso por Alcalá de
Henares para tomar el hábito en la Venerable Orden Tercera de San
Francisco” (ibid., p. 356), y añade: Vida, de Navarrete, p. 579,
núm. 341: “Consta por un apunte que existía en el archivo de la
orden tercera de Madrid, cuya noticia no se ha podido comprobar en
Alcalá por haberse extraviado todos los papeles de la orden
anteriores a 1670” (ibid.).
-
8 Sobre este personaje, cfr. Emilio Cotarelo y Mori, Los puntos
obscuros en la vida de Cervantes, Madrid, Tip. de la Revista de
Archivos, Bibliotecas y Museos, 1916, p. 26; en nota, indica: “Según
referencias posteriores de su hija, habría nacido en 1584”. El 30
de junio de 1605, Isabel de Saavedra juró que tenía entonces veinte
años de edad, lo que parece factible; lo que no es exacto es que
tuviese para 1639 unos 40 años, como afirma en un documento de la
época, con lo que se quitaba unos dieciséis años, nada menos. Otra
aportación interesante es el folleto de Luis Vidart, La hija de
Cervantes. Apuntes críticos, Madrid, M. G.
Hernández, 1897. Más reciente y clarificador es el estudio de Juana
Toledano Molina, “Isabel de Saavedra, la hija de Cervantes”,
Boletín de la Real Academia de Córdoba, núm. 164, 2015, pp.
237-248, así como otra aportación anterior de la misma autora: “La
hija de Cervantes: su relejo literario”,
-
9 Darío, Ruben.“Lo fatal”, Cantos de vida y esperanza
[1905]. Los cisnes y otros poemas, Obras completas, Madrid, Mundo
Latino, 1918, vol VII, p. 220; quizás no sea coincidencia que este
poema sea el último de esta hermosa colección, en la que Cervantes
está tan presente, como vemos en “Un soneto a Cervantes” y en la
“Letanía de nuestro señor Don Quijote”.