En
el capítulo XXIX de la Segunda Parte: el de “El barco encantado”,
se pone en evidencia la ambigüedad del personaje protagonista.
Además, desde el punto de vista de la estructura es el único
capítulo de la Segunda Parte cuya materia narrativa responde a una
deformación de la realidad visible, siguiendo en esto el carácter
emparejado de diversas aventuras entre ambas partes; el capítulo del
barco encantado tiene su antecedente en la aventura de los molinos
(Q. I-VIII ).
Martín
de Riquer, en su libro Aproximación al Quijote (1970), señaló
el origen de esta aventura en el libro de caballerías titulado
Palmerín de Inglaterra. Para Riquer, Cervantes hace un remedo
del maravilloso viaje de Palmerín, al tiempo que escoge un tema “que
es a su vez un tópico de la literatura caballeresca, donde es tan
frecuente que un navío abandonado conduzca, sin que nadie lo
gobierne, a un héroe famoso”. (Martín de Riquer (1970),
Aproximación al Quijote, Estella, Navarra, Salvat Editores,
p. 119)
Además
del origen caballeresco no hay que olvidar la fuente culta
representada por la novela bizantina en la que los viajes tanto por
mar como por tierra son elementos fundamentales, y que
abundarán en el Persiles, última obra de Cervantes.
Nos
encontramos ante un episodio en el que la aventura nace de la
asociación mental entre unos objetos o unos seres determinados y un
recuerdo libresco (Esta cuestión aparece desarrollada en la obra de
Richard Predmore (1958): El mundo del Quijote, Madrid Ínsula,
pp. 33-34.) .
Don
Quijote se siente poderosamente atraído hacia el barco, dominado por
unas fuerzas sobrehumanas: “sin poder ser otra cosa en contrario”.
No le queda más remedio que subirse en él pues cree que le están
esperando gentes menesterosas, ávidas de la protección de su brazo.
Es un episodio en el que la literatura influye directamente en la
vida de don Quijote. Lo sorprendente aquí, para la época en que
esta obra está escrita, es el alto grado de autoconciencia del
caballero; ello proporciona al narrador una infinita posibilidad de
juegos literarios.
Don
Quijote se lanza a su nueva aventura interpretando la realidad de una
manera muy subjetiva. Cervantes nos plantea los hechos siguiendo el
mismo patrón que en anteriores episodios:
-
Aparece
el punto de vista distorsionado de don Quijote.
-
Sancho
contrasta la realidad con la fantasía, de modo que el escudero
lleva a cabo la función de contraste entre el plano real y el
irreal.
-
Don
Quijote se opone al razonamiento de Sancho y acomete su plan.
-
En
algún momento del discurso la voz del narrador deja bien claro cuál
es la realidad objetiva.
Recordemos
algunos episodios de la Primera Parte que aparecen configurados de
acuerdo a este esquema: la aventura de los molinos de viento y la de
la vizcaína que iba a Sevilla (ambas en el cap. VIII). En otras
historias el esquema no se encuentra tan bien estructurado, pero en
el fondo responden al mismo proceso, con alguna excepción –como la
de la aventura de los batanes–: visión errada del caballero,
visión correcta de su escudero y objetivismo del narrador, por
ejemplo en la aventura del yelmo de Mambrino: cap. XXI de la Primera
Parte.
En
fin, Don Quijote, nada más ver el barquito amarrado a un tronco de
un árbol, se dispone a subir en él para salvar a las gentes
menesterosas que sin duda esperan ser liberadas por algún alma
grande y generosa como la suya. Sancho, por su parte, le advierte:
"...por
lo que toca al descargo de mi conciencia, quiero advertir a vuestra
merced que a mí me parece que este tal barco no es de los
encantados, sino de algunos pescadores de este río, porque en él se
pescan las mejores sabogas del mundo." (p. 949)
La
relación entre don Quijote y Sancho ha evolucionado: el escudero se
siente con mayor confianza para dirigirse a su señor con unas
palabras llenas de sentido:
"¡Oh,
carísimos amigos, (refiriéndose a ambos rucios) quedaos en paz, y
la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos
vuelva a vuestra presencia!" (p. 950)
Don
Quijote aún no reacciona, pero lo dicho por su escudero, unido a las
experiencias vividas desde su primera salida, no cae en terreno
baldío y dará sus frutos al final de este capítulo. Por otro lado,
la seriedad de las palabras del escudero otorgan un cierto dramatismo
a la narración, que irá in crescendo hasta tocar fondo en
las últimas líneas de la historia.
En
otros momentos Sancho vuelve a expresar su desacuerdo, llegando a
exclamar:
“Yo
no creo nada deso” (p. 951). Un poco más adelante insiste en el
nuevo disparate de su señor: “¿Qué diablos de ciudad, fortaleza
o castillo dice vuesa merced, señor? [...] ¿No echa de ver que
aquéllas son aceñas que están en el río, donde se muele el trigo?
(pp. 952-953).
La
actitud reprobatoria de Sancho, ligada a su mayor toma de conciencia
ante la vida, desemboca, al final, en una plegaria a Dios en la que
le ruega que le libre de los impulsos de su señor. Don Quijote, ante
tan sensatas advertencias, continúa directo hacia su objetivo: se
sube en el barco, deslizándose por las aguas del Ebro, a la espera
del encuentro con los necesitados que debían ansiar su aparición.
En otro lugar –a propósito de la experiencia de los piojos de
Sancho, a la que nos referiremos más adelante– el narrador
comenta:
"Y
sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el
cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente,
sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador
escondido, sino el mismo curso del agua, blando y entonces suave." (P.
952).
Advertimos
su punto de vista objetivo: el Ebro seguía siendo el Ebro, y su
curso no se desviaba hacia las aguas marinas, por donde pudiesen
llegar a las Islas Orientales –según hubiera sido del gusto de don
Quijote–. En efecto, el barco era un simple barquito destinado a la
pesca, como había afirmado Sancho... Parece que en este caso
Benengeli se complace en apuntar siempre hacia un mismo norte: el
desengaño.
Poco
después aparecen las aceñas y don Quijote no duda en tomarlas por
fortaleza o prisión donde, naturalmente, le esperarían sus pobres
cuitados... El narrador llega a descalificar las acciones del
protagonista de este modo:
"Y
diciendo esto, echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el
aire contra los molineros; los cuales, oyendo y no entendiendo
aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que
ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas." (P. 953)
Al
seguir leyendo advertimos que el narrador se está precipitando ya a
anunciar el desengaño antes vislumbrado, expresándose por medio de
juegos conceptuales con los que nos entretiene:
los
molineros, [...] oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron;
pero no de manera, que dejasen de trastornar el barco y dar con don
Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don
Quijote que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas
le llevó al fondo dos veces. (P. 954).
Ese
“vínole bien” está lleno de ironía: se reafirma así la locura
del protagonista. Don Quijote interpreta la realidad a su antojo. Nos
enfrentamos con la cuestión de la esencia y la apariencia de la
realidad. La frustración que don Quijote experimenta en este
capítulo viene dada porque lo que parecen aceñas (en opinión de
Sancho y del narrador) él “sabe” que son en esencia un castillo
y pone todo su esfuerzo en librar a los pobres que en él se
hallaren, pero, lo que a la postre sucede es que nada sale según sus
expectativas, y no sólo no hace una buena obra sino que se lleva por
delante las ruedas de las aceñas y a poco se ahoga su fiel Sancho y
él mismo. Comprendemos que al final del episodio don Quijote se
sienta cansado de tanto traspiés, de tanta desilusión...
Antes
de resolver este conflicto entre esencia y apariencia don Quijote se
explica su nuevo fracaso por la intervención de unas figuras
fantásticas: los encantadores; ellos son los que cambian las
apariencias de las cosas, nunca la esencia:
Calla,
Sancho [...]; que aunque parecen aceñas no lo son, y ya te he dicho
que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los
encantos. No quiero decir que las mudan de uno en otro ser realmente,
sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la
transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas. (p.
953).
Notemos
la importancia de la experiencia en el plano maravilloso –aunque
aquí el juego irónico esté también presente– esto tiene su
paralelo en el plano real.
En
otro momento del pasaje don Quijote quiere aludir a la prueba de la
experiencia con el fin de saber si han pasado ya la línea equinocial
o no, mientras el barquito sigue deslizándose por el Ebro; por ello
pide a Sancho que se tiente un muslo para ver si aún tiene sus
acostumbrados piojos, pues si hubieran pasado dicha frontera esos
animalitos habrían muerto... El fiel Sancho obedece y ya sabemos los
resultados. Parece que para Miguel de Cervantes la experiencia es
clave en el conocimiento de la realidad (La experiencia es el único
medio que poseen las personas para acercarse al conocimiento de las
cosas; los sentidos humanos son imperfectos porque sólo captan la
apariencia y nunca la esencia de la realidad). Parece que don Quijote
soluciona el conflicto entre esencia y apariencia es en uno de los
últimos párrafos en el que afirma el carácter paradójico de la
realidad:
“...todo
este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras” (p.
954).
Don
Quijote está razonando inteligentemente en medio de una situación
descabellada, mientras desempeña su papel de loco...
A
lo largo de toda la obra el narrador repite que don Quijote
demostraba un intelecto elevado, con la única excepción de los
momentos que le daba por hablar y revivir las aventuras
caballerescas; pero también resulta cierto lo que había dicho el
hijo de don Diego de Miranda:
“él
es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” (cap. XVIII
de la Segunda Parte).
Sin
embargo, aquí nos encontramos con que el protagonista habla muy
cuerdamente mientras está actuando todavía como caballero andante.
Desde luego, el autor de esta obra juega en varios planos con la
dicotomía cordura / locura.
Toda
la fluctuación entre apariencia y esencia viene reflejada en el
plano lingüístico por una serie de términos de significación
vaga, difusa, como: parece, al parecer, debe ser, representaban que
redundan en la expresión de una realidad muy indefinida, difícil de
conocer, susceptible de diversas interpretaciones, aunque en la obra
la voz del narrador aclara ambigüedades. Esto es lo que Predmore
llama lenguaje conjetural, que viene acompañado de todo tipo de
recursos estilísticos reforzadores de la impresión de
incertidumbre, de sensaciones o percepciones paradójicas a través
de antítesis, juegos conceptuales, estilísticos y períodos
bimembres. Como ejemplo de juego conceptual tenemos:
“más
mojados que muertos de sed” (p. 954). Períodos bimembres los
encontramos en “derechamente y sin poder ser otra cosa en
contrario” (p. 948), “para otro caballero debe estar guardada y
reservada esta aventura” (p. 955).
Podemos
considerar una variante de estos juegos lingüísticos tanto la mala
pronunciación de Sancho de la palabra longincuos y su inmediata
rectificación por parte de don Quijote, como la humorística
interpretación que da el escudero al nombre de Ptolomeo, o el
ambiguo “vínole bien” –al que nos hemos referido más arriba–
y la afirmación final:
“volvieron
a sus bestias y a ser bestias” (p. 955).
Sabemos
que bestias tiene diversos sentidos, como sustantivo: animal, como
adjetivo: melancólico o loco. Esta última acepción aparece en el
segundo párrafo del cap. XI; en la anécdota del loco de Sevilla,
cap. I; en los versos preliminares del libro que se hallan bajo el
título: Diálogo entre Babieca y Rocinante y en el capítulo
precedente al del barco encantado, donde don Quijote, dirigiéndose a
Sancho, exclama:
“¡Oh,
pan mal conocido! ¡Oh, promesas mal colocadas!, ¡Oh, hombre que
tiene más de bestia que de persona!” (p. 946).
En
ambos ejemplos los personajes son bestias porque no se dejan guiar
por la razón, sino por sus deseos o apetitos.
¡Cuántas
huellas encontramos del Quijote en la literatura moderna y
contemporánea! Ahora pienso concretamente en los narradores de la
generación del 27, en especial en el grupo de los humoristas, entre
los que hallamos las figuras de Enrique Jardiel Poncela y de Antonio
Robles Soler. Hay un aspecto fundamental en el que estos escritores
siguen el modelo cervantino: se sirven de la parodia para criticar el
género de la novela sentimental que estaba de moda en la época.
El
primero parodia este tipo de libros en sus novelas: Amor se
escribe con ache; ¡Espérame en Siberia, vida mía!;
Pero... y ¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes? El menos
conocido, pero muy interesante Antonio Robles Soler, no sólo parodia
también este mismo género en Tres (Novela de pueblo) y El
muerto, su adulterio y la ironía (Novela de incertidumbre), sino
que en su segunda novela titulada El archipiélago de la
muñequería (Novela en colores), presenta una visión crítica
de la sociedad en su conjunto -como hiciera Cervantes en el Quijote-
de tal forma que instituciones, gobierno, ejército, grupos
sociales... van siendo parodiados por medio de un estilo basado,
sobre todo, en la ironía. La admiración por la obra cervantina es
explícita en estos humoristas.
Estos
autores reconocían, a su vez, el influjo de una autoridad
contemporánea en la literatura humorística: Wenceslao Fernández
Flórez, el cual, en su discurso de entrada en la Real Academia
Española pronunciado en 1945 –si bien lo había escrito en los
años treinta– titulado: El humor en la literatura Española,
afirma que la obra humorística por excelencia en la literatura
española es El Quijote:
… es
en España donde se produce la más asombrosa obra del humor. En la
austera Castilla, que no ríe cuando contempla la vida, se concibe y
se escribe ese libro que sobresale en todos los libros.
Cuantos
hombres leen, en la diversidad de idiomas del mundo, lo conocen. Su
gloria se enciende con él y se extiende y aumenta con los siglos.
Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y
tan transcendentales cuestiones, ni, tampoco, sacudió con tan
prolongada risa el pecho de los humanos.
Es
innecesario nombrar al Quijote.
El
Quijote no tiene precedentes y no tiene consecuentes; es una obra sin
padres con los que buscarle parecido y sin hijos en los que se
confirme su fisonomía especial. En la literatura española -desde
este punto de vista del humor- es un inmenso obelisco en una llanura.
Y en la misma producción de Cervantes, es asimismo una excepción.
Ni antes ni después volvió a tallar una obra entera en bloque de
gracia del humorismo.
(Wenceslao
Fernández Flórez(1945):El humor en la literatura Española,
Discurso leído Real Academia Española, Madrid).
Tanto
Enrique Jardiel Poncela como Antonio Robles insisten en marcar las
diferencias entre el humor y la comicidad. El humor se caracteriza
por presentar y provocar, a la vez, en el lector reflexión y
ternura, mientras que la comicidad está exenta de estos elementos y,
únicamente, busca la carcajada. Wenceslao Fernández Flórez en el
texto citado resalta, precisamente, la existencias de esos
ingredientes en la historia de Don Quijote:
Riéndonos
de él (de don Quijote) hemos aprendido a amarle y a comprender que,
a la vez, nos reíamos también de nosotros.
Después
ya no le olvidaremos jamás, y de sus dichos y hechos haremos normas
educativas. Y esto es así porque su creador supo envolverlo en
ternura. (opus cit., p. 22)
Entre
los estudios sobre el humor español destacamos el de otro escritor
de la vanguardia del primer tercio de siglo: Antonio Botín Polanco,
que escribe su Manifiesto del humorismo; en él denuncia los
males que aquejan a la sociedad de aquellos momentos, decantándose
en contra de los avances tecnológicos y entendiendo que la salvación
del hombre radica en el humorismo. En este contexto sostiene que la
figura de Charlot representa El Quijote de su tiempo. Charlot,
desposeído de bienes materiales y de posición social, se comporta
como un verdadero gentelmen en el mundo anglosajón, lo mismo
que don Quijote se comporta como un caballero andante sin serlo en la
realidad. Ambos luchan por los valores humanos –desde su
correspondiente “marginalidad”– proponiéndose hacer el bien,
restituir su dignidad a los maltrechos y débiles:
Porque
Charlot es también un caballero andante del amor, de la ternura, en
nuestros días llenos de odio, de indiferencia, de dureza. Guarda su
amor todo el pudor que le falta a lo que pasa por amor en nuestro
tiempo, todo el temor de no ser comprendido, todo el horror de
mostrarse no siendo compartido. [...]
En
vida de Cervantes El Quijote se leía entre risas ruidosas, como hoy
se ven las películas de Charlot. Quizá los más sensibles sintieran
una gran emoción en lo más hondo de su risa, como ahora, riéndonos
con Charlot, sentimos, de pronto, que se nos han llenado los ojos de
lágrimas.
(Antonio
Botín Polanco (1951): Manifiesto del humorismo, Madrid,
Revista de Occidente).
Sin
duda las huellas de El Quijote, más
que borrarse con el tiempo, se agrandarán e irán adquiriendo
nuevas miradas a través de las sucesivas generaciones.
Biografía:
BOTÍN
POLANCO, A. (1951), Manifiesto del humorismo, Madrid, Revista
de Occidente.
CERVANTES,
M. (2004), Don Quijote de la Mancha, ed. dir. por Francisco
Rico, Barcelona, Instituto Cervantes, Círculo de Lectores,
FERNÁNDEZ
FLÓREZ, W. (1945), El humor en la literatura Española,
Discurso leído ante la Real Academia Española, Madrid, Imprenta
Saez.
MARTÍN
DE RIQUER (1970), Aproximación al Quijote, Estella, Navarra,
Salvat Editores.
PREDMORE,
R. (1958): El mundo del Quijote, Madrid Ínsula.
SUZ
RUIZ, Mª Á. (2003), La narrativa de Antonio Robles Soler (Publicada
en España hasta 1936), Madrid, Fundación Universitaria Española.