En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 10 de noviembre de 2020

Spinoza según Savater

 «Al deseo de hacer bien que nace de la vida según la guía de la razón, lo llamo moralidad».

  Baruch de Espinosa, Ética demostrada según el orden geométrico .

 Spinoza, como Cervantes, es un racionalista que a lo largo de su obra nos dice que somos nosotros quienes hemos de manejar nuestra propia vida y no dejarla en manos de Dios, tan frecuente en su época. Ambos buscan siempre la solución antropológica a los problemas humanos; dándonos a entender que Dios está en cada uno de nosotros. Como Cervantes tiene una profunda religiosidad, pero entendida desde la razón, muy elaborada. El mismo racionalismo crítico que también aparece en la obra de Unamuno.

Savater, incide más en una visión teológica de Spinoza, que en la cualidad crítica, para mí,  más destacada. A continuación, por lo interesante que resulta este punto de vista de Savater, trascribo el apartado dedicado a Spinoza de su obra "La aventura de pensar."


"L
a filosofía de Dios

En Baruch Spinoza se conjugó el espíritu y la razón. Como todos los filósofos fue un indagador, lanzó una teoría dando una explicación del mundo y de nuestra conducta, pero, al mismo tiempo, tuvo un toque especial de espiritualidad, algo que otorga a su pensamiento una intensidad que rara vez encontramos en otros pensadores. Nada tiene que ver con un profesor, ni con un científico en el sentido frío del término. Se trata de un espíritu racional pero ardiente, apasionado y lleno de fe.

Baruj —o Baruch, o Benito— Spinoza fue un judío de origen español, que nació en Amsterdam1 en 1632 y falleció en 1677 cerca de La Haya.2 Perteneció a una familia de buena posición y respetada en la comunidad hebrea holandesa. Su padre era un rico comerciante y le proporcionó una esmerada educación, pensando en él como un futuro rabino. El joven Baruch pronto dominó, además del hebreo y el holandés, el español, el portugués, el griego, el latín, el italiano y el francés. También se familiarizó con la Tora y el Talmud y su curiosidad lo llevó a interesarse por la cabala, las matemáticas y la filosofía.

Conoció y apreció el pensamiento de Descartes. Su despierta inteligencia lo llevó pronto a cuestionar abiertamente la interpretación ortodoxa de los textos sagrados. Afirmó que cada creyente debía interpretar libremente las Escrituras, sin que fuese necesario seguir las opiniones de los doctos. Dijo que la presunta sabiduría de los sacerdotes sólo era un medio para dominar a las masas. Aseguró que era imposible demostrar la inmortalidad del alma. Y planteó, además, que, a su entender, Dios no era sólo espíritu eterno sino también cuerpo infinito.

Su familia había sufrido dos exilios a causa de su fe mosaica, primero el exilio de España, de donde emigraron a Portugal, y luego, el lusitano, de donde huyeron a Holanda, un país liberal y abierto que en el siglo xvii era refugio de todos los que querían escapar de inquisiciones y persecuciones. En aquella época se había formado en Amsterdam un grupo extraordinario de médicos, de pensadores y de herejes. Si Descartes había afirmado que había dos sustancias, la pensante y la extensa, Spinoza encontraba que extensión y pensamiento eran sólo dos de los infinitos atributos de la única sustancia, que es Dios. De este modo, Dios se identificaba no sólo con lo espiritual, sino también con lo espacial, es decir, con el universo entero, con la propia naturaleza. Esto, para los rabinos, no era más que panteísmo. La consecuencia de todo esto fue que en 1656, cuando apenas tenía veinticuatro años, Baruch Spinoza fue solemnemente excomulgado. Se le aplicó el herem, que es una maldición eterna, que prohibía a cualquier miembro de la comunidad judía relacionarse con él, leer sus libros, dirigirle la palabra, acercarse físicamente a su persona o estar bajo el mismo techo. La hostilidad hacia Spinoza no cesó con la excomunión, e intentaron apuñalarlo en una calle de Amsterdam. Durante toda su vida guardó el manto que se rasgó en el ataque. Como consecuencia de ese intento de asesinato, Spinoza abandonó Amsterdam en 1660 y se fue a vivir a un pueblecito cerca de Leiden y, tres años después, a los alrededores de La Haya. El odio y el resentimiento hacia su persona le siguieron más allá de su fallecimiento. Al poco tiempo de haber muerto, una rencorosa mano anónima escribió sobre su lápida este siniestro exabrupto: «Escupe sobre esta tumba: aquí yace Spinoza. ¡Ojalá su doctrina quede aquí también sepultada y no se propague su pestilencia!». A pesar de estas palabras, toda su filosofía es un canto a la luz, la armonía, la amistad. ¿Cómo pudo ser que uno de los pensadores más estimulantes y positivos que ha dado el mundo fuera también a la vez uno de los más odiados y perseguidos?


LA BÚSQUEDA DE LA CLARIDAD

Spinoza fue discípulo de Descartes, no un seguidor ciego sino alguien que se inspiró en las teorías cartesianas y las incorporó de una manera propia y muy sólida filosóficamente. Su principal obra se llama Etica, y su subtítulo reza «demostrada según el orden geométrico». Allí utiliza acciones, proposiciones, etcétera, como si fuera un trabajo de geometría, razonando de manera hipotético-deductiva, y es de los pocos libros de filosofía que define todos los términos que utiliza.

Muchos filósofos escriben utilizando palabras muy complejas, sin decir exactamente lo que significan. De modo que cada vez que el lector piensa una cosa u otra no sabe a ciencia cierta si eso es lo que pensó el autor, lo cual puede llevar a múltiples confusiones, o quizá la confusión no surja del lector, sino de las propias oscuridades del filósofo. Spinoza, en cambio, define en el comienzo de su obra los términos «Dios», «naturaleza», «modo», «sustancia». Así, el lector puede en cada momento sustituir la palabra por la definición que se le ha dado y de esta manera, por lo menos, el filósofo juega absolutamente limpio con el lector. Para Spinoza, lo que existe es un enorme cosmos sustancial, material, que es a la vez materia e idea. Continúa la cosmovisión cartesiana pero esta vez no interpretándola como dos realidades separadas, sino como el anverso y el reverso de la misma dualidad. La sustancia es la naturaleza o eso que algunos llaman «Dios». Para Spinoza, Dios no es predicado en el sentido personal, sino que concibe un dios cósmico, que abarca lo existente, de modo que todo lo que hay son modulaciones de esa sustancia única a la cual pertenecemos. Así armado el sistema, todos nosotros tenemos nuestro destino racionalmente establecido. Es decir, las cosas que nos convienen y las que no nos convienen pertenecen a la misma realidad, y la luz de la razón en el caso de los humanos está destinada a buscar aquello que corresponde a nuestra naturaleza, a nuestro modo de pertenecer al gran todo divino.


TODO ES DIOS

Toda cosa finita es una manifestación de la sustancia infinita. Si no fuese así, la sustancia no sería infinita, porque tendría lo finito como lo otro de sí y, por lo tanto, como su límite. Lo finito no puede estar, por lo tanto, fuera de lo infinito, una idea que luego retomaría Hegel. Dicho de otro modo, todo es Dios.

Si esta perspectiva choca con nuestra representación habitual de Dios, se debe a que, según Spinoza, tendemos a concebirlo a partir de la imaginación, o sea, antropomórficamente, y no desde el punto de vista de la razón, desde la cual nada real puede haber fuera de Dios, que es inmanente a toda realidad material. No hay trascendencia en Dios, que es el universo, y el universo es la totalidad de los cuerpos y sus interacciones. Así, Dios es eterno y el universo lo es. Y lo que llamamos muerte no es más que la descomposición de un cuerpo cuyos elementos pasan a formar otros cuerpos diferentes.

Sólo dos obras fueron publicadas en vida de Spinoza: los Principios de filosofía de Descartes, aparecida en 1663, y el Tratado teológico-político, editado anónimamente en 1670. Poco después de su muerte se irían conociendo, gracias a algunos discípulos y simpatizantes, sus otros escritos: el Tratado sobre la corrección del entendimiento, el Tratado político, el Tratado breve de Dios, del hombre y de su felicidad, así como su obra más importante: Ética demostrada según el orden geométrico.

Spinoza escribió la Ética siguiendo el método de Euclides7 que parte de ciertos axiomas y de ciertas definiciones a partir de los cuales va deduciendo o derivando lógicamente una serie de proposiciones. De tal manera, Spinoza pretende fundar una ética racionalista y objetiva; es decir, deducida justamente como se deducen las propiedades de un triángulo.

La perspectiva de Spinoza apunta a alcanzar la forma de conocimiento más perfecta, por la cual toda la realidad y cada cosa singular pueden verse como un modo finito de la sustancia infinita. En tal perspectiva todas las cosas aparecen relacionadas entre sí, surgiendo del ser divino, necesaria y constantemente. Así, yo mismo me comprendo como una manifestación de esa causa inmanente que es Dios.

Y cuando me amo a mí mismo, o a Dios, que es esa fuente de la cual vengo a la existencia particular, debo darme cuenta de que ese amor es Dios amándose a sí mismo. Accedo así, como expresa Spinoza, al punto de vista de la eternidad.

Desde ese punto de vista (el de la sustancia misma que llega a comprenderse, como dice Spinoza) no existe el mal. Son las relaciones entre las cosas y entre los hombres las que establecen lo bueno y lo malo. No existe el bien y el mal, sino lo bueno y lo malo. Lo bueno es aquello que me afecta y me produce alegría, que genera encuentros y composiciones. Lo malo tiene que ver con lo que origina desencuentros y descomposiciones en las afecciones entre los seres y las cosas. Éstas son las pasiones tristes.


MAL, BIEN, MALO, BUENO

Lo bueno es aquello que aumenta nuestra potencia, porque Spinoza piensa que los seres humanos estamos en el mundo para actuar de acuerdo con nuestra naturaleza y la alegría es sentir que podemos actuar mejor, es aquello que nos da ganas de actuar unido a algún objeto exterior y, en cambio, la tristeza es lo que nos resta capacidad de acción, y el odio es lo que nos mutila en nuestra posibilidad de actuar respecto a nosotros mismos, y, en ese sentido, es también una pasión triste.

Los tres afectos básicos que componen la entera estructura afectiva de los hombres son, pues, el deseo, la alegría y la tristeza. En cuanto a las ideas de un bien y un mal absolutos, han sido instituidas en la historia de los pueblos sólo para fomentar la superstición y facilitar a los diferentes poderes políticos el ejercicio de la dominación. Por eso, en toda su obra, Spinoza critica fuertemente a aquellos filósofos y teólogos que tratan las pasiones humanas como si fueran pecados o vicios de una recta razón. Las pasiones son constitutivas de la naturaleza humana. Son plenamente naturales y sólo a partir del reconocimiento de ellas se puede acceder de manera efectiva a un conocimiento verdaderamente racional.

Las dos virtudes primordiales de la ética espinosista —y de cualquier ética no supersticiosa, tanto en el siglo xvn como hoy— son la firmeza, entendida como el deseo de conservar el propio ser activamente, o sea bajo la guía de la razón, y la generosidad, es decir, el deseo del individuo guiado por la razón de esforzarse por secundar a los otros y unirse a ellos con vínculos de amistad. El problema es que la mayoría de los hombres son más pasivos que activos y se rigen por la imaginación, que inventa divergencias irreductibles y oposiciones feroces entre intereses, en lugar de recurrir a su razón, que reconcilia y coopera. Los individuos no quieren ser dueños de sí mismos en la medida que la complejidad natural lo permite, sino dueños de las cosas y de los demás hombres, lo que es un imposible que desemboca irremediablemente en la triste impotencia del odio y de la envidia. Por ello, colectivamente no basta con la ética, que es la vía siempre individual a la sabiduría, sino que se hace necesaria también una política que supla colectivamente por medios pasionales (como el temor a las leyes y a la coacción armada), las operaciones armonizadoras que la razón ejerce en quien la practica por vía de la alegría y el amor. Contra quienes, como Hobbes, creen que el hombre es un lobo para el hombre, Spinoza descubre que, en el marco de una política racional, el hombre complementa al hombre. El otro me completa. Yo estoy mutilado sin mi relación con los demás. La convivencia aumenta mi poder y mejora mi vida, si está adecuadamente regida por la razón: «Nada puede concordar mejor con la naturaleza de una cosa que los demás individuos de su especie; por lo tanto, nada hay que sea más útil al hombre, en orden a la conservación de su ser y el disfrute de una vida racional, que un hombre que se guíe por la razón. Además, dado que entre las cosas singulares no conocemos nada más excelente que un hombre guiado por la razón, nadie puede probar cuánto vale su habilidad y talento mejor que educando a los hombres de tal modo que acaben por vivir bajo el propio imperio de la razón».


EL «CONATOS»

Para Spinoza, no hay nada más útil para un ser humano que otro ser humano. Estamos destinados a los demás por naturaleza y por lo tanto buscar la coherencia, la armonía con los otros, es la primera tarea de un ser racional. Todos los cuerpos se encuentran interconectados, pero a la vez son relativamente autónomos porque cada uno está animado por un conatus propio, que es su tendencia a mantenerse en la existencia, porque toda cosa particular quiere perseverar en su ser.

Cada uno de nosotros es esencialmente conatus. O, lo que es lo mismo, es apetito o deseo. Somos básicamente deseo.Y esto hace que la ética espinosista no sea una ética de la prudencia o del deber, sino precisamente una ética del deseo. Esta noción del deseo tendrá una gran influencia siglos después en la teoría psicoanalítica, donde aparecerá bajo la forma de Eros, instinto de vida, o libido. Pero Spinoza va más allá: el conatus no sólo está en los hombres, sino también en todas las cosas.

De ahí que el conocimiento racional de uno mismo sea el deseo supremo, la summa cupíditas cuya satisfacción nos permite alcanzar el verdadero contento. Por «verdadero» se entiende: estable, invulnerable, duradero. Desde luego, la alegría vitalizadora que perseguimos sólo se logra, mantiene o aumenta por vía racional: la imaginación también desempeña un papel irreemplazable a favor de nuestro deseo, capaz de estimular y hasta suplir en ocasiones la fuerza de la razón. Las ventajas a favor de la alegría racional son de estabilidad, pero en cambio la imaginación —más alterable y también menos fiable a largo plazo— tiene a su lado los goces de la intensidad.

Incluso pueden admitirse vías menos respetables para alcanzar cierto alborozo. Cuando Spinoza señala que «no es pequeña la diferencia que separa el contento de borracho del contento que goza el filósofo», se refiere a la permanencia y durabilidad de este último frente a la fugacidad accidental y propicia a la resaca del primero. Por lo demás, en cuanto ambos son contentos, regocijos, también el borracho hace bien en procurar alegrarse...

Estos conatus de los diferentes cuerpos pueden unirse entre sí para constituir nuevas relaciones y nuevos organismos. En el ámbito de lo humano, lo social debe pensarse, entonces, como un encuentro que potencia el conatus de los individuos. Spinoza entiende que cada hombre completa a los otros y es completado por ellos. Una comunidad es, así, un individuo colectivo, que potencia las posibilidades y los derechos de sus miembros. Spinoza no acepta ningún contractualismo, porque no admite que haya o deba haber cesión o disminución del derecho natural de los individuos. Para él, en el estado de naturaleza el conatus de los hombres está disminuido, a causa de su enfrentamiento con sus semejantes, y al constituir un cuerpo político, la multitud de conatus individuales configura un conatus colectivo.

Así, al adquirir el derecho civil, el derecho natural puede potenciarse enormemente, lo cual es posible sólo a partir del reconocimiento de que lo más útil para un hombre es otro hombre. Así aumentamos nuestras posibilidades de cumplir nuestro deseo de existir, de pensar, de actuar. Cada hombre es, entonces, un cuerpo, pero se une con otros para configurar un cuerpo mayor, un cuerpo social. Por otro lado, todos los cuerpos, no sólo los humanos, interactúan y se unen entre sí, hasta alcanzar un cuerpo que es la totalidad de los cuerpos, y al que denominamos el universo.Y que, ciertamente, no es otra cosa que Dios. Por supuesto, la virtud es el desarrollo de ideas adecuadas sobre el mundo. Spinoza piensa que quienes son malos, viciosos, brutales, lo son porque no entienden al mundo en que viven, porque se dejan arrastrar por ideas erróneas, por alucinaciones. Quien tiene una mente adecuada que responda a esas exigencias que ya había planteado Descartes, de las ideas claras, quien tiene una mente clara de lo que le corresponde y necesita para vivir mejor, será amistoso, vivirá alegre, buscará la coherencia con todos los demás. Spinoza sostiene que de todas las realidades del universo la única que conocemos a la vez por dentro y por fuera —como espíritu y no sólo como extensión— es la nuestra propia, la humana. También para él el hombre será en cierto modo «medida de todas las cosas» y de ahí provendrá nuestro

conocimiento, interferido frecuentemente por nuestros errores antropocéntricos.8 Lo que está dentro de nosotros, nuestra energía espiritual, es el deseo, el apetito permanente e invariable de ser lo que somos.

Ahora bien, de nuestro necesario deseo de ser (conatus) tenemos también necesariamente conciencia, pero eso no lo configura como saber. Ahí interviene la libertad, o mejor dicho, la liberación, que consiste en transformar la conciencia de nuestro deseo en el saber de lo que auténticamente deseamos. El deseo de ser no es libre —en el sentido de que no es arbitrario, ni caprichoso, ni depende del albedrío incondicionado de nuestro yo—, pero puede llegar a serlo sobreponiéndose por la fuerza de la razón a las fantasías que lo subyugan a influencias externas modificables y transformándose así en sabiduría. A esta sabiduría Spinoza la denomina al final de su ética «amor intelectual de Dios». El conatus, el esforzado deseo de ser y seguir siendo, es lo que todos los humanos compartimos, los llamados «buenos» lo mismo que los denominados «malos».

En un pasaje famoso de la Ética, al final, dice que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y toda su sabiduría es sabiduría de la vida. Es decir, la muerte para el ser humano no es nada más que un mal encuentro. Nosotros estamos constantemente haciendo encuentros, tropezando con cosas, con personas, con microbios, con comidas y algunos encuentros nos vienen bien, nos refuerzan, nos dan más salud en todos los sentidos, y otros nos resultan negativos, y antes o después haremos un mal encuentro, del cual no podremos recuperarnos. Según Spinoza, «el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte». La sabe necesaria, pero en cierto modo ajena a él, exterior a su naturaleza. Nuestro cuerpo está hecho para la vida y no se emparienta más que con la vida, pero necesita de muchos otros cuerpos para subsistir: un día u otro hace un mal encuentro y tropieza con un cuerpo con el que es incompatible. Eso es la muerte.


EL AMOR INTELECTUAL DE DIOS

Pero respecto de ese mal encuentro ineludible no hay nada que pensar, nuestro pensamiento tiene que ser el pensamiento de la vida, de lo que queremos hacer, de cómo conseguir y conservar la alegría, y en último término está el amor intelectual de Dios, es decir la aceptación de la naturaleza tal como es, en el cosmos y en nosotros; es un amor a Dios, por supuesto, que no espera ni premios ni correspondencias. Borges dedicó dos hermosos sonetos a Spinoza, uno de los cuales termina diciendo: «El más puro amor le fue otorgado. El amor que no espera ser amado».

Ése es el punto básico de la ética espinosista: el mal y el bien moral, los vicios y las virtudes, todo proviene de un mismo impulso que nadie mientras vive cesa de sentir con plena urgencia. Spinoza nos asegura que «el odio y el remordimiento son los dos enemigos capitales del género humano», pero también tales «enemigos» provienen del amor que nos profesamos, del deseo de ser y de la búsqueda de cómo asegurar mejor nuestra alegría. No se puede reformar nuestro deseo, el amor propio que nos constituye. Lo único reformable es nuestro entendimiento, la inteligencia que ha de guiarnos. Lo que los moralistas supersticiosos no comprenden es que de la misma propiedad de la naturaleza humana de la que se sigue que los hombres son misericordiosos, se sigue también que son envidiosos y ambiciosos. Es la reflexión lo que nos permitirá discernir entre lo que aspirando a la alegría nos lleva al odio y a la tristeza y aquello que realmente desemboca en el júbilo que nos corresponde.


AL MARGEN DEL DOGMATISMO

Hay hombres que se debaten miserablemente en la superstición, el terror, el dogmatismo y la jactancia, incapaces de pensar rectamente —incluso incapaces de desear realmente la actividad de pensar en libertad—. Mientras tanto hay otros que deben someter su ignorancia a las castas sacerdotales que manipulan los libros sagrados y plegar su independencia bajo los dictados interesadamente irracionales de la tiranía. La razón es denostada, pues, porque ni tiembla ante los fantasmas, ni halaga el desenfreno de las pasiones, ni adula o fomenta la prepotencia del poderoso. En realidad, las propuestas cartesianas para la instauración de un nuevo ordo mentís9 son tímidas e insuficientes.

En este sentido, Spinoza nunca fue en realidad cartesiano. Sus verdaderos intereses nunca fueron, como los de Descartes, de orden fundamentalmente cognoscitivo y científico. Si Spinoza indagaba por un nuevo ordo mentís, era para conseguir por este medio un nuevo ordo mundi. En esta línea, Spinoza compuso su Tratado teológico-político para «demostrar que la libertad del pensamiento filosófico no sólo es compatible con la piedad y la paz del Estado, sino que es imposible destruirla sin destruir al mismo tiempo esa paz y esa piedad». Pero, en verdad, esta obra, incomparablemente libre y audaz, fue mucho más allá en sus logros que en sus propósitos. No sólo examina desde una perspectiva decididamente racionalista la Biblia, realizando de los portentosos sucesos que cuenta y de las exégesis sacerdotales que de ellas se han hecho una crítica ilustrada mucho más vigorosa y sutil de lo que un siglo más tarde se permitiríaVoltaire, sino que también plantea algunos interrogantes fundamentales sobre la condición humana y sus servidumbres.


PERSECUCIONES

La obra de Spinoza ha ido creciendo con el tiempo tras ser en un principio perseguida y prohibida sin cesar. De hecho, el filósofo no logró ver la Ética editada. El libro apareció después de su muerte. ¿Por qué? En el fondo, la Ética de Spinoza es una obra profundamente materialista, una descripción del mundo, y de las relaciones que tenemos los humanos, y de la naturaleza, profundamente surgida de una falta de trascendencia; no tiene ninguna concesión a lo sobrenatural sino que, al contrario, es completamente comprensible y racional todo lo que plantea desde el mundo a la experiencia humana.

Pero, por otra parte, está llena de un fervor espiritual especial. La tarea de Spinoza es el más notable esfuerzo moderno para alcanzar la sabiduría a través de un sistema filosófico. Como en toda sabiduría, la meta principal que se propone Spinoza no es el conocimiento desinteresado y neutralmente objetivo del mundo, sino la liberación subjetiva del hombre. Por eso llama a su obra maestra Ética, acierto genial que desconcierta a quienes suponen que la ética tiene que ver con deberes, obligaciones, normas, recompensas y castigos. Es decir, con la imposición de someterse a la autoridad y de no molestar a los demás. La ética de Spinoza rechaza de forma contundente estos supersticiosos parentescos. Su pretensión es determinar lo que constituye la auténtica conveniencia humana, aquello en cuya consecución reside nuestro más indudable interés. Para saber lo que nos conviene e interesa, es preciso conocer lo que somos y también nuestra vinculación con el resto de lo existente. Es ocioso y engañoso, en cambio, inventariar disciplinas, coacciones o amenazas a las que tradicionalmente nos vemos sometidos para domesticar nuestra conducta. A este fin, el conocimiento es indispensable, pues el ignorante de la trama universal de causas y efectos se siente siempre sometido al cumplimiento de misteriosas órdenes que no se sabe de dónde proceden, y a eso le llama «moral», cuando en realidad de lo que trata la ética es de buscar con la ayuda de las propias fuerzas el máximo beneficio. Nadie nos da órdenes morales ni nos impone obligaciones. Suponer que el deber es el núcleo central del propósito ético es contemplar con ojos de esclavo o por lo menos de funcionario la tarea de la libertad. Es decir, no es un materialismo que en modo alguno degrade o nos convierta en juguetes de fuerzas extrañas, sino que es una vigorización del espíritu humano lo que se encuentra en esa obra tan paradójica y que por lo tanto fue en un comienzo tan mal recibida. Con el tiempo, Spinoza ha ido aumentando su influencia.

Hegel dijo que todos los filósofos tenemos dos filosofías, la nuestra y la de Spinoza, porque parece que de alguna forma su filosofía es algo así como un marco general en el cual se inscriben por uno u otros detalles las filosofías de los demás. Por supuesto, en nuestro tiempo, Spinoza ha vuelto a tener muchas relecturas, algunas polémicas desde un sesgo político, como la de Toni Negri. Gilíes Deleuze le dedicó también mucho estudio.

Mi primer acercamiento a Spinoza fue durante el denominado «primer estado de excepción» de la dictadura franquista, cuando terminé en la cárcel de Carabanchel. Fue en la enfermería del lugar a comienzos de febrero de 1969 cuando leí por primera vez la Ética, y aún conservo en mi ejemplar de La Pléiade el papelito en el que el maestro y el capellán de la prisión autorizaban tal lectura. Por lo tanto, mi consejo es que nunca se olviden de esa obra cuando vayan a la cárcel.

En general, Spinoza es uno de esos filósofos que está más presente hoy de lo que lo estuvo en el siglo xix o en su propia época. En nuestros días se considera de lectura obligatoria. Portador de una extraña modernidad, Spinoza habla de cosas que nos preocupan. Por ejemplo, la corporalidad, la relación entre el cuerpo y nuestro habitar el mundo. «Nadie sabe lo que puede un cuerpo», dice en un momento dado.Y de alguna forma esa metafísica de la alegría, esa metafísica de la necesidad, pero de la necesidad del amor, se convierte hoy en uno de los pensamientos que siguen siendo más influyentes, más necesarios en nuestra época."

No hay comentarios:

Publicar un comentario