En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 30 de abril de 2020

Los olivos de Rosendín y la Santisima Trinidad


Leí no hace mucho algo parecido en el Florido Pensil, y mis recuerdos, como casi siempre, volaron a aquellos años de mi escuela de Cádiar:
Decía Don Francisco Noguerol con pedagogía fiel al régimen en formas y contenido, a ver: “Dios es nuestro padre, que está en el Cielo, ¿no?” Y estaba bien; lo decías así y te librabas de un coscorrón. Pero después te preguntaba: “¿Dónde está Dios nuestro Padre?”, y decías tú: “En el Cielo.” Y ¡plas! Cogotazo. Que ya no estaba allí, bueno si estaba, pero también en más sitios a la vez. Estaba “en todo lugar, por esencia, presencia y potencia”. Entonces nos invadía un silencio espectante, andaba entre los pupitres con la cabeza baja y las manos enlazadas por detrás, se giraba de pronto y atusándose el bigote te preguntaba golpeándote con el dedo en la espalda. “¿Por qué dices que está en el Cielo?”, y tú, sobresaltado y a medio rezar un padrenuestro: “No don Francisco, es que me he equivocado” y ¡plas!, otro cogotazo, y respiraba satisfecho con profundidad. “Porque en él se manifiesta más particularmente su gloria”, aclaraba el listillo de la clase, pero, por si acaso, lo decía sin levantarse del pupitre y mirando al suelo. 
 
Entonces llegaba don Angel, el cura del pueblo, que nos preparaba para la comunión, amigo de don Francisco, con quien se corría sus juerguecillas y jugaban al póquer a menudo. Y la clase respiraba aliviada, pero poco y por poco rato.
¡En pie!” Y se oía un murmullo y un golpeteo de los asientos abatibles contra el respaldo del pupitre. El cura le hacía un gesto al maestro con el dedo indice de la mano derecha tieso y girando sobre sí mismo para que siguiera; y el maestro a nosotros bajando la mano extendida con la palma hacia abajo, para que tomáramos de nuevo asiento. Y seguía el interrogatorio teológico inquisitorial con fines pedagógicos.
- ¿Quiere usted preguntar don Angel?
- Gracias don Francisco. -A ver:
-¿El Padre es Dios? –le preguntaba a uno que se sentaba en la última fila.
- Sí, padre; el Padre es Dios.
-¿El Hijo es Dios? –señalaba con el dedo a otro que se estaba haciendo el disimulado.
-Sí, padre; el Hijo es Dios.
-¿El Espíritu Santo es Dios? –a otro.
-Sí, padre; el Espíritu Santo es Dios -para entoces ya todos sabíamos la respuesta.
-Entonces hay tres dioses, ¿no? –y abría los ojos y señalaba a un asiento que no había nadie-. Si tú el que se esconde debajo del banco, ¿son tres dioses acaso?
-Sí, padres; tres exactamente –cogotazo de don Francisco y tirón de pelos de don Angel.

Entonces don Francisco, un poco colorao por la rabia tomaba la palabra. Le cogía de la oreja y le acercaba a la ventana: “Mira para allá, para el haza de Rosendín. Ves aquel olivo”, “sí, don Francisco”, “¿cuántas patas tiene?”, “una, dos y tres”, contaba temeroso; “¿tres, no?”, le preguntaba de nuevo, “sí tres, don Francisco”, “¿son tres olivos?”, “¡nooo!, don Francisco es un olivo solo, que tiene tres patas”; “bien hijo, pues aquí es lo mismo, son tres personas distintas y un solo Dios verdadero”. Entonces nosotros, todos, hacíamos un leve movimiento con la cabeza, como diciendo, lo que usted diga don Francisco, pero procurando no decir nada no fuéramos a meter la pata de nuevo. 
 
Y ya, mirando satisfecho al cura, decía el maestro, “anda hijo siéntate”, y nos sentábamos, pero no habíamos entendido mucho lo del misterio de los olivos. Bueno sí, que Rosendo Martínez, cuando fue Alcalde, había plantado tres, pero como tenía la huerta llena de almendros, los puso los tres juntos y ya no eran tres olivos, sino tres ramas de un mismo olivo, y mirando allí don Francisco nos hacía rezar de vez en cuando, y tiritar de miedo de vez en vez, para que entendiéramos el Misterio de la Santísima Trinidad, un misterio muy importante para todo cristiano que quiere tomar la comunión, y fácil de entender para aquel que tiene fe. Y en aquellos años todos teníamos mucha fe.
Y el maestro de nuevo, levantando la mano con la palma abierta describía un arco, para terminar con la palma hacía arriba, señalando la puerta: “Venga niños, en orden, al recreo”.
Salíamos corriendo con la intención de jugar un partido, pero a la primera patada Pepa la Modesto se hizo con la pelota y creo que le sirvió de regalo de reyes para su hijo Pepe. No sé o tal vez era otra pelota la que le llevó el rey cuando yo hacía de antorchero, pero la nuestra nunca más la vimos.

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