Leí
no hace mucho algo parecido en el Florido
Pensil,
y mis recuerdos, como casi siempre, volaron a aquellos años de mi escuela de Cádiar:
Decía
Don Francisco Noguerol con pedagogía fiel al régimen en formas y
contenido, a ver: “Dios es nuestro padre, que está en el Cielo,
¿no?” Y estaba bien; lo decías así y te librabas de un
coscorrón. Pero después te preguntaba: “¿Dónde está Dios
nuestro Padre?”, y decías tú: “En el Cielo.” Y ¡plas!
Cogotazo. Que ya no estaba allí, bueno si estaba, pero también en
más sitios a la vez. Estaba “en todo lugar, por esencia, presencia
y potencia”. Entonces nos invadía un silencio espectante, andaba
entre los pupitres con la cabeza baja y las manos enlazadas por
detrás, se giraba de pronto y atusándose el bigote te preguntaba
golpeándote con el dedo en la espalda. “¿Por qué dices que está en
el Cielo?”, y tú, sobresaltado y a medio rezar un padrenuestro:
“No don Francisco, es que me he equivocado” y ¡plas!, otro
cogotazo, y respiraba satisfecho con profundidad. “Porque en él se
manifiesta más particularmente su gloria”, aclaraba el listillo de
la clase, pero, por si acaso, lo decía sin levantarse del pupitre y
mirando al suelo.
Entonces
llegaba don Angel, el cura del pueblo, que nos preparaba para la comunión, amigo de don
Francisco, con quien se corría sus juerguecillas y jugaban al póquer
a menudo. Y la clase respiraba aliviada, pero poco y por poco rato.
“¡En
pie!” Y se oía un murmullo y un golpeteo de los asientos abatibles
contra el respaldo del pupitre. El cura le hacía un gesto al maestro
con el dedo indice de la mano derecha tieso y girando sobre sí mismo
para que siguiera; y el maestro a nosotros bajando la mano extendida
con la palma hacia abajo, para que tomáramos de nuevo asiento. Y
seguía el interrogatorio teológico inquisitorial con fines
pedagógicos.
-
¿Quiere usted preguntar don Angel?
-
Gracias don Francisco. -A ver:
-¿El
Padre es Dios? –le preguntaba a uno que se sentaba en la última
fila.
- Sí,
padre; el Padre es Dios.
-¿El
Hijo es Dios? –señalaba con el dedo a otro que se estaba haciendo
el disimulado.
-Sí,
padre; el Hijo es Dios.
-¿El
Espíritu Santo es Dios? –a otro.
-Sí,
padre; el Espíritu Santo es Dios -para entoces ya todos sabíamos
la respuesta.
-Entonces
hay tres dioses, ¿no? –y abría los ojos y señalaba a un asiento
que no había nadie-. Si tú el que se esconde debajo del banco,
¿son tres dioses acaso?
-Sí,
padres; tres exactamente –cogotazo de don Francisco y tirón de
pelos de don Angel.
Entonces
don Francisco, un poco colorao por la rabia tomaba la palabra. Le
cogía de la oreja y le acercaba a la ventana: “Mira para allá,
para el haza de Rosendín. Ves aquel olivo”, “sí, don
Francisco”, “¿cuántas patas tiene?”, “una, dos y tres”,
contaba temeroso; “¿tres, no?”, le preguntaba de nuevo, “sí
tres, don Francisco”, “¿son tres olivos?”, “¡nooo!, don
Francisco es un olivo solo, que tiene tres patas”; “bien hijo,
pues aquí es lo mismo, son tres personas distintas y un solo Dios
verdadero”. Entonces nosotros, todos, hacíamos un leve movimiento
con la cabeza, como diciendo, lo que usted diga don Francisco, pero
procurando no decir nada no fuéramos a meter la pata de nuevo.
Y
ya, mirando satisfecho al cura, decía el maestro, “anda hijo
siéntate”, y nos sentábamos, pero no habíamos entendido mucho lo
del
misterio
de los olivos. Bueno sí, que Rosendo Martínez, cuando fue Alcalde,
había plantado tres, pero como tenía la huerta llena de almendros,
los puso los tres juntos y ya no eran tres olivos, sino tres ramas de
un mismo olivo, y mirando allí don Francisco nos hacía rezar de vez
en cuando, y tiritar de miedo de vez en vez, para que entendiéramos
el Misterio de la Santísima Trinidad, un misterio muy importante
para todo cristiano que quiere tomar la comunión, y fácil de
entender para aquel que tiene fe. Y en aquellos años todos teníamos mucha
fe.
Y
el maestro de nuevo, levantando la mano con la palma abierta
describía un arco, para terminar con la palma hacía arriba,
señalando la puerta: “Venga niños, en orden, al recreo”.
Salíamos
corriendo con la intención de jugar un partido, pero a la primera
patada Pepa
la Modesto
se hizo con la pelota y creo que le sirvió de regalo de reyes para
su hijo Pepe. No sé o tal vez era otra pelota la
que le llevó el rey cuando yo hacía de antorchero,
pero la nuestra nunca más la vimos.
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