|
Al caer la tarde
|
|
Preparando la estrategia
|
|
Descanso tras la limpieza |
Llegando junto a los fuegos había ya varios grupos dispersos, sentados
sobre periódicos y jarapas
extendidas entre los álamos, corros de
gente madrugadora a la sombra de la mañana. No quedaba apenas
hierba; el suelo de la alameda estaba invadido por una arena fina y
el limo reseco y polvoriento del río. Se había adelantado el
verano. Y este adelanto se apreciaba en otras reuniones que nos
habían precedido días antes, buscado tal vez el descanso junto al
agua agria o tal vez, como nosotros, los recuerdos anteriores a la
devastación. Devastación de la magia, que no de la juventud que aún
gozamos. Restos de vandalismo de los que nos habían precedido. Así
que comenzamos por improvisar escobas y llenar dos sacos de basura
que nosotros no habíamos producido, pero que estaba allí para que
nosotros limpiáramos.
Limpio
pues el suelo y descubiertas las cestas comenzamos a sacar la armas.
Sobre la mesa de piedra botellas
de agua, neveras y cestos de mimbre tapados por servilletas de
cuadros de vivos colores, botas de vino colgadas de los álamos, y en
el agua, melones refrescándose sujetos por grandes piedras.
Enfrente
se veía el erial del haza batido por el sol, llena de "bleos" y
almendros resecos; una losa de luz aplastaba la finca desamparada,
borrando un pequeño rebaño de cabras que se cobijaban bajo las
sombras de las escasas retamas.
|
Hornazo de Monteluz |
Por
el río, que había encogido su caudal, corría el agua rojiza,
anaranjada, trenzando y destrenzando las hebras de óxido en la
corriente, como los largos músculos del río. En la orilla helechos
y juncos que saliendo verticales del agua muestran al final de su
largo tallo oscuros pelotones redondos de orujo incierto. Entre las
piedras del río sobresale algún banco de barro como una negra
panza; islas de limo y arena, iluminadas por saetas de sol que se
cuelan entre el danzar de las ramas de los árboles.
Hay
un par de zarzales que detienen el polvo del camino en sus hojas
oscuras y ásperas. Más arriba un almendro quemado y resquebrajado
con sus negras astillas en punta, hechas casi carbón aún caliente;
y, algo más abajo, sentados entorno a la monolítica mesa de piedra
algunos amigos enfrascados en una profunda charla repleta de temas
insustanciales.
Por
el calor, el vino y la fatiga sufrida por el corte de leña para la
lumbre, a Pepe le escurrían por la frente regueros de vino, o quizá
fuese el sudor ensuciado por el polvo, que de cuando en cuando se
limpiaba pasándose el dorso del antebrazo por la cara; llevaba la
camisa desabrochada luciendo su peludo pecho. Pedro, moreno y lampiño
junto a él, alargaba su brazo a la exquisita tartera de Isabel:
|
Una tortuguita para ir despacio |
-¿Me
permites?
-Coge,
por Dios. Es para todos.
-¡Cómo
te gusta arrimarte a la buena sombra! –comentó otro Andrés-
-Si,
a este paso vais a dejar a los cocineros sin nada. –añadió José
Luís-
-Hay
de sobra, lo que no nos comemos; tú coge lo que quieras.-zanjó
Mari-
Manolo
se empinó la bota y vio el sol bailando alegre en las copas de los
álamos, haciendo guiños de luces y sombras, flases de instantáneas
veladas por la sutilidad del tiempo, flechas que se colaban por las
rendija de la danza de las ramas y se clavaban en el iris de su
remoto recuerdo. Dos chicas, sí chicas, jugaban al teje en las
manchas de luz y sombra originadas por el sol y el baile de los
álamos. El mismo baile que jugaba en las espaldas de aquellas que
se habían sentado en la piedra, el mismo que hacía brillar los
vidrios de las botellas y la jarra de sangría, todo allí, encima de un
mantel blanco de papel comprado la tarde antes a Tobalico, extendido
sobre la mesa de piedra.
Sobre
otra piedra, sobre el peñón, ese barco anclado en el lecho del río,
entre una luz tostada y un aire caliente, los más pequeños subían
y bajaban, jugaban en definitiva, con los riesgos que eso implica,
bajo la mirada asustada y protectora de sus madres. Un padre y el
vino, brazo en alto y ojo tapado con la otra mano, desde el púlpito
de la piedra recitaba a gritos la “Canción del pirata”.
Vagaba
el humo haciendo tirabuzones sobre la barbacoa de la entrada. Se
deshacía hacía la “eme” movido por una inapreciable fuerza del
viento, y llegaba a la mesa de piedra un olor a guiso y a leña
quemada. Hervía dénsamente “el pollo con champiñones”
especialidad de Juan Miguel y “el correo” que le hacía de
ayudante, atizaba la lumbre, se frotaba los ojos, y se apartaba de
las llamas y del humo que quería subirle a la cara. El guiso
burbujeaba parejo haciendo pompas amarillas que saltaban al cemento
ya grasiento de anteriores guisos.
|
Roscos de Orjiva |
Los
demás, que no cesaban en el tapeo, observaban de lejos a los
cocineros afanarse en su tarea y reían al ver al ayudante recogerse
la punta del flequillo chamuscado. Entonces llegaba Andrés con la
bota del vino, y los tres echaban un trago cortito, que sonaba en sus
gargantas, mientras veían un reflejo de sol en sus brazos alzados, y
oían algún chiste mal contado, riyendo agradecidos por el esfuerzo
realizado. Entonces, sin esperarlo, “el guevero” les echaba los
brazos por los hombros a los cocineros, volcándoles en el pecho, sin
querer, sendos vasos de agua agria que traía en sus manos, y
después, mientras se disculpaba, les besaba en sus carrillos
afogonados y sin dar tiempo corría sorteando las piedras del río
para, a salvo, mofarse de su travesura.
Mari
Carmen movió la cabeza sorprendida. Una ráfaga de viento insólito
levantó junto al grupo polvo y manteles. Unos segundos escasos
soplaría aquel aire y le vieron alejarse subiendo por la ladera,
tras el cortijo derruido, con su remolino de polvo moviendo las
matas. Años atrás, en los días de la magia, ese viento habría
alzado las faldas de las chicas poniendo su “chispa” en el
declinar de la tarde. En este San Marcos solo movió el mantel blanco
de "Tobalico" volcando algunos vasos de agua y la botella de blanco de
Pepe que tanto gustaba.
Antonio,
que aún no había despegado su culo del banco de piedra, miró hacía
el otro lado tapándose con la mano el bostezo. Se puso a escarbar en
el polvo con un palitroque, hacía letras y signos y las desbarataba;
luego rayas y cruces muy aprisa. Al fin rompió el palo contra el
suelo y se volvió hacia Paco que se había retrepado en la hamaca.
Enfrente
se veía el erial del haza batida por el sol, llena de hierbas y
almendros resecos; una losa de luz aplastaba la finca desamparada,
borrando un pequeño rebaño de cabras que se cobijaban bajo las
sombras de las escasas retamas.
|
El colmo |
Caída
la tarde aún
quedaba gente en la alameda. Se oía el rezo tranquilo de las
conversaciones, por los grupos dispersos. Entrada la noche se veía
el pulular de las lucecitas de los pitillos, como cándilicos de
brasa moviéndose en la orilla del río. Al mirar hacía arriba
aparecían las rayas paralelas de los álamos, y más arriba el fondo
negro de una noche sin luna; entre medias, murciélagos fugaces
contra la noche diáfana.
Alguien
gritó:
-¡Hay
que levantar el campo!
-
Pero si es cuando mejor se está aquí –sonaron varias voces al
alimón-.
|
Desde Motril para la octava |
|
Desde Málaga para aligerar el cuerpo |
No hay comentarios:
Publicar un comentario