En memoria de mi amigo el Capitán Ripollés, que años más tarde, en 2003, en el regreso a casa, moriría en el desgraciado accidente del Yakovlev 42.
Se
sueña frecuentemente lo que ni siquiera se atreve uno a pensar. Por
esto son los sueños los complementos de nuestra vigilia, y el que no
recuerda sus sueños, ni siquiera se conoce a sí mismo. (Escribe Machado a Guiomar).
Aquella
noche me metí en la cama temprano, tambaleándome de cansancio,
exhausto de tantas noches sin dormir, y sin sueño. Me tomé algo que
el médico, mi amigo, mi subordinado me dio.
Me
hundía en un pozo profundo. Las líneas de la habitación se
disolvían en un baile lento y difuso en medio de un tenue neblina.
Salvador, mi amigo, mi compañero de promoción no era más que una
sombra que se movía entre lonas amarillas sin fin que se perdían en
abismos oscuros. La luz era un resplandor débil que se iba apagando
lentamente. Mi cuerpo perdió el sentido del peso y comenzó a
flotar. Me hundía en el pozo del sueño.
Me
invadió un terror infinito. Estaba en las playas de Normandía junto
al soldado Rayan, desconocido, incapaz de moverme, de protegerme del
bombardeo. Mis compañeros, sin rostro, avanzaban hacia las rocas y
yo me quedaba allí solo, en medio de un caos de desesperación,
atrapado en un agujero negro sin salida
Comencé
a luchar desesperadamente, pero la droga o la medicina me tenía
inmovilizado. Mi voluntad no quería someterse, no quería dormir ni
dejarme que yo durmiera. Me sacudían olas de nauseas profundas
dentro de mí, como si las entrañas se hubieran desintegrado y se
agitaran furiosamente.
Alguien,
una voz amiga, estaba hablando encima de mi cabeza, pegado a mí,
tratando de explicarme algo, pero yo estaba muy lejos, aunque veía
las sombras de sus enormes cabezas inclinadas sobre la mía. Estaba
lanzado en un abismo sin fin, cayendo en un vacío profundo, con una
presión horrible en el estómago. Trataba de resistir mi caída,
luchaba para evitar el choque en el invisible fondo, pero las fuerzas
me habían abandonado.
Nunca
he sabido si aquella noche estuve en el umbral de la muerte o de la
locura, o si mi desesperación me hizo pasar una prueba de fuego en
un abismo helado en una guerra que no era mía.
Lentamente
mi voluntad iba siendo más fuerte que la droga o la medicina. Al
amanecer estaba completamente despierto, envuelto en un sudor frío y
agotado pero triunfante de haber recuperado el movimiento y ser capaz
de pensar. Seis días hacía desde la noche en la que el toa volcó,
desde que se desangró en medio de la lluvia y el frío de noviembre;
después el hospital, la autopsia, las declaraciones, el envío del
féretro, y un entierro lejos de sus amigos. Luego más declaraciones
en las que no decía nada porque nada sabía, habían decretado el
“silencio radio” y desde el puesto de mando sólo les oí pedir
auxilio, y cuando pudimos llegar, ¡que tarde fue!, a pesar de estar
tan cerca, ¡que largo se hizo el camino entre la lluvia y el barro! Creo que no se enteró de mi llegada pero me hablaba, estaba preocupado por sus dos acompañantes, sus
amigos, sus subordinados, que nada serio tenían; pudo incluso reírse
de sí mismo, presumiendo de su herida de guerra; me recordó que
teníamos pendiente una cena, que me la debía; me pidió que
recogiera sus cosas y, entonces, mi amigo, mi compañero, mi
subordinado, perdió el conocimiento, que ya no recobraría ...
Esa
mañana me levanté y reanudé mi trabajo, me sentí diferente a los
demás, o los demás me parecían diferentes a mí, incapaces de
compartir mi angustia, mi dolor. Ahora no podía librarme de la
introspección, perseguía mantener un control consciente sobre mí
mismo, y mi dolor me hacía ver a los demás desde un
ángulo nuevo. Perdí mi interés en el trabajo, con el que antes
había disfrutado. Mi imaginación estaba ocupada en entender los
impulsos que movían a los demás. Me parecían que eran pequeñas
cosas que respondían a emociones indefinidas y, a veces,
irrazonables. En mi mente algo había desatado una cadena
interminable de pensamientos y emociones ocultas; a mí solo me movía
la desesperación interior,
pero no podía notárseme.
Madrid, octubre de 1994.
Del relato impreciso de un amigo/compañero. Defensa de Mostar.
Texto inédito de: Del cinamomo al laurel.53
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