Lejos de mí, Señor, el pensamiento de enterrarte en la idea,
la impiedad de querer con raciocinios demostrar tu existencia.
Unamuno
¿Tú
verdad? no, la verdad;
y
ven conmigo a buscarla.
La
tuya guárdatela.
Antonio Machado
“Parece difícil probar con la mera luz de la razón la inmortalidad del alma. Los argumentos a favor de ella se derivan comúnmente de tópicos metafísicos, morales o físicos. Pero es en realidad el Evangelio, y sólo él, el que ha traído a luz la vida y la inmortalidad”.
Así comienza Hume su ensayo sobre la inmortalidad del alma. Yo no soy filósofo, pero me gusta filosofar, y es por ello que voy a comenzar incurriendo en el primer error que cometen todos los aficionados a la filosofía: competir con la religión para buscarle sentido a la vida.
Con el racionalismo de Hume es imposible probar la inmortalidad del alma, y sin embargo para él hay modos racionales de probar su mortalidad.
Para proceder racionalmente primero definiremos el alma, diremos que es como la conciencia que cada uno posee en cada momento de su vida. Y definiremos también lo que es el racionalismo, entendiéndolo como la doctrina que únicamente se atiene a la razón, a la verdad objetiva, que forzosamente es materialista.
La conciencia individual, la que cada uno tenemos, sería extraño negar que va ligada a nuestro cuerpo: con él se va formando poco a poco (recuerdo que Don Ángel el cura que nos dio la comunión, decía que un chico no puede comulgar hasta que no tiene uso de la razón); nuestra conciencia, según nuestro cerebro, va recibiendo impresiones de fuera, a las que no todos interpretamos ni respondemos de la misma forma; nuestra conciencia se interrumpe durante el sueño, desmayos u otros accidentes; y perdemos la conciencia definitivamente con la muerte. Así podemos afirmar que la conciencia individual tiene un principio, antes de nacer no tenemos conciencia, no estamos en ningún sitio, ni en cuerpo ni en alma; un desarrollo, en la que vamos formando la conciencia (y que gracias a éste cambio, si el alma es inmortal, un pecador podría salvarse mediante el arrepentimiento); y un final, donde desaparece con la muerte, que tampoco estaremos en ningún sitio. Esto es lo racional, aunque sea muy simple.
Recientemente he tenido una pérdida familiar, una hermana que nos ha dejado. La hemos despedido como a ella le hubiera gustado: con la tristeza por la pérdida y la alegría del descanso alcanzado. Todo en la vida tiene dos caras. Me sorprendió agradablemente la homilía lúcida y racionalista del cura del pueblo (y es que en el pueblo hemos oído sermones de todo tipo); fue lúcida por clara, directa y sencilla -no había duda en sus palabras, quizás algo en su mensaje -; fue racionalista porque lo que dijo, en un estético mensaje, sobre la otra vida, lo dijo desde la fe y nos advirtió de ello. Sus palabras me recordaron otras de Machado sobre la Verdad. Me gusta esta manera de entender el dogma: esta es mi creencia, de la que no dudo, pero admito que tú puedas pensar de otra manera…, y, para los indecisos, que sepáis que estamos encantados de que busquéis la verdad aquí, con nosotros.
Debates entre la fe y la realidad racional hay muchos. Yo acabo de encontrar uno: he abierto al azar el Evangelio y tropiezo con Marcos (IX,19): leo que un hombre desesperado pide a Jesús que salve a su hijo de lo que, quizá, hoy dijésemos que es una epilepsia. Jesús le dice al desconsolado padre (v.23) “si puedes creer, al que cree todo es posible”, y el padre que no sabe si cree, que duda, pero que si sabe que necesita creer, le contesta “¡creo, señor; ayuda a mi incredulidad!”. El padre cree, pero no se siente seguro, no sabe si ese creer por necesidad es válido a los ojos de Dios, y pide a Jesús que le ayude a disipar sus dudas porque necesita creer de Verdad para que su hijo sane. La fe mueve montañas y con el conocimiento humano es claro que no podemos comprender lo que es la fe. Sólo que el hombre necesita la fe. Y la fe es creer sin preguntarse el porqué, es creer porque nos sale del alma, es creer porque nos da sosiego. Yo sé, porque lo he visto a mi alrededor, que el que cree aligera su carga y sonríe más. Mi racionalismo me dice que solo esto es suficiente para buscar algo de paz, ¡Señor, ayuda a mi incredulidad! ¡Haz algo para que este mortal crea!
Apoyándome menos en mis lecturas podría añadir que lo que más asumido tenemos los hombres, aunque sea de forma inconsciente, porque no nos interesa reparar en ella, es la incertidumbre. Aunque no lo confesemos o nos mostremos seguros en nuestra postura, en el fondo hay algo que nos inquieta. Si no fuera así, si tuviésemos la certeza absoluta obraríamos únicamente por egoísmo: si tuviésemos la certeza absoluta de la otra vida, no seríamos humanos, viviríamos en el paraíso, y por egoísmo, a modo de plan de jubilación, invertiríamos en eternidad con nuestras buenas obras, con nuestro altruismo rentable, dejaríamos de pensar en ochenta años de nada para asegurarnos una cómoda eternidad; por el contrario, si tuviésemos la certeza absoluta de que nuestro viaje se acaba definitivamente cuando la tierra cubre nuestro pijama de madera, tampoco seríamos humanos, obraríamos de forma egoísta y encauzando mal este egoísmo, preocupados sólo con los placeres mundanos, viviríamos sólo con el temor de las leyes que estarían apartadas de toda ética, y que como un “gran hermano”, para que la vida fuese posible, controlarían nuestros gestos, acciones, palabras, e incluso nuestro pensamiento.
Terminaré con unas palabras sobre la razón que un día apunté en mi libreta cuando leía a Unamuno:
“la razón no logra hacer de la verdad consuelo, pero, con frecuencia, logra hundirnos en un abismo de desesperación, en una duda llena de pasión, que es el eterno conflicto entre la razón y el sentimiento, entre la ciencia y la vida”.
Y en otro de sus ensayos mostró su duda don Miguel confesando categóricamente a un amigo chileno:
“si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista”.
Viene a decir: todo será más fácil si Dios existe. Presumo que Dios es necesario para que nuestra alma sea inmortal.
Yo, que no hablo desde la fe, confieso que no sé dónde está ahora mi hermana -si es que está en algún sitio-, puedo afirmar que está en el recuerdo de todos los que la hemos querido, pero, como le pasaba a don Miguel, me gustaría creer que hay vida después de la vida, y que allí, donde sea, transita en una espera sosegada para abrazarnos de nuevo.
Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 24
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