En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 15 de agosto de 2022

Otros protagonistas del Quijote


El picaro Ginés de Pasamonte, el bachiller Sansón Carrasco y los caballeros don Diego de Miranda, don Antonio Moreno y don Alvaro Tarfe son personajes para los que la trama reserva un importante destino. De uno u otro modo, todos tienen, como don Quijote, su razón de ser en la literatura y por ello sus existencias se traban con la del hidalgo, contrastan con ella o le sirven de piedra de toque. Ginés de Pasamonte, antes Ginesillo de Parapilla y luego maese Pedro, es pura y simplemente literatura. En sus diferentes vidas se encarnan, de un plumazo, la picaresca toda, el teatro y los problemas de la narrativa de ficción. Ahí le vemos caminando hacia galeras, como Guzmán; dispuesto a detallar su propia vida, como Lázaro; montando su teatrillo de títeres o debatiendo con el muchacho que narra los sucesos de la escena. Como picaro, extraña topárselo en medio del campo, lejos del espacio urbano propio del género; pero parece que Cervantes quiso ponerlo en un paisaje similar al del arranque de Rinconete y Cortadillo. Ginés comparte con don Quijote el gusto por la literatura de ficción y por las aventuras reales; y, como Sansón Carrasco, entra y sale de la vida del caballero para dar ocasión a que se ejercite su ingenioso ánimo.

El bachiller Sansón Carrasco se le presenta en la segunda parte como portador de novedades editoriales y se le intuye buen lector de libros de caballerías. Su personaje toma el testigo que el cura y el barbero sostuvieron en la primera parte. Ahora es Carrasco el que mantiene el vínculo de don Quijote con su aldea y el que deja abierta la posibilidad de volver a ella. El problema es que el burlón estudiante se deja arrastrar por los retozos imitativos de su vecino. En la primera parte era el licenciado Pero Pérez quien estaba dispuesto a vestirse de doncella menesterosa; en la segunda, el bachiller va más allá. Primero se ofrece como escudero a don Quijote con un discurso festivamente caballeresco, a lo que el burlado responde con el mismo tono bufonesco y reconociendo a su interlocutor como:

perpetuo trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano de su persona, ágil de sus miembros” (II, 7).

El envite pasará luego a mayores. Con la sana intención de devolver a casa al loco, Sansón Carrasco hace lo mismo que don Quijote: se viste de caballero andante, busca un escudero en la aldea y se inventa una nueva identidad. Ya fuera por la incapacidad de los caballos o por la mala suerte, la cosa es que el viejo hidalgo derriba y vence al joven estudiante. Aquí acaban los juegos artificiales y empieza la locura verdadera. Como los duques, como doña Rodríguez o como Altisidora, Sansón termina por tomar en serio las invenciones quijotescas y se apresta para vengarse bajo el disfraz de Caballero de la Blanca Luna. El bachiller pertenece a un abolengo de personajes propiamente cervantinos en los que, como en el quebradizo Tomás Rodaja, se hace una amalgama de sabiduría y locura. Para la historia quijotesca, este impostado caballero del Bosque será el primero en insinuar la existencia inaudita no solo de otros caballeros andantes, sino de otro don Quijote, al que dice haber vencido. El caballero morisco don Alvaro Tarfe confirmará más tarde la certeza de esa probabilidad.

El Caballero del Verde Gabán
Si Sansón opone la fuerza de su nombre bíblico y su juventud a la insensata vejez de Alonso Quijano, don Diego de Miranda se presenta como un igual. Ambos comparten la condición de hidalgos provincianos, la cincuentena y las sosegadas costumbres de la aldea. Como ya ocurriera con Cardenio, los dos personajes se miran con asombro y con una suerte de reconocimiento mutuo. Luego resultará que ese examen lleva a los lectores al convencimiento de que sus vidas no son tan similares como en principio pudieron sospechar. Quizá algo de eso había intuido el andante manchego, que nada más ver a su supuesto álter ego le requiere como “señor galán” y le bautiza como el del Verde Gabán, subrayando el llamativo color de su atuendo. Pero las diferencias eran muchas más: el matrimonio, la hacienda, la cabalgadura, la biblioteca, las costumbres cinegéticas y el arrojo. A Sancho, las costumbres del nuevo hidalgo le parecen tan de perlas que no duda en tomarle por:

el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida” (II, 16).

La ambigüedad de la figura ha abierto un pequeño debate en tomo a su significado. Para unos críticos, don Diego encarna en sí todo lo que Cervantes consideró virtudes, otros lo tildan de cobarde y no pocos, siguiendo a don Marcel Bataillon (1983:792), han defendido su condición de portavoz del ideario erasmista y del epicureismo cristiano.

Cervantes se limitó a contraponer literariamente a don Diego y a don Quijote: subrayó sus similitudes y su antagonismo vital; compendió en uno la moderación y la cordura, y en otro, el exceso y la pasión. El juicio, como casi siempre en la narrativa cervantina, queda en suspenso; aunque no hay que olvidar que en el epígrafe que introduce la aventura lo presenta como:

un discreto caballero de la Mancha” (II, 16).

Pudiera pensarse que lo que en don Quijote es demasía, en don Diego es apocamiento y complacencia. Hacia esa vertiente negativa se ha inclinado la crítica a la hora de interpretar la simbología del verde en su vestimenta. Gracián afirmaba en El Criticón que el verde era “color muy mal visto de la Autoridad” por tener visos bufonescos. De ahí que Montesinos lleve “una beca de colegial, de raso verde”, que maese Pedro se disfrace con un “parche de tafetán verde”, que don Quijote luzca “una montera de raso verde” en el palacio de los duques o que a Sancho lo adornen de otro vestido “verde, de finísimo paño” (II, 23, 25, 31 y 34). Pero vaya usted saber hasta qué punto quiso llegar Cervantes con esto del color.

Lo que sí queda claro es que don Quijote quiere poner distancias con este otro yo, y por eso se lanza a la loca aventura del león. Al fin y al cabo, él era un caballero andante y don Diego no pasaba de ser “caballero cortesano”, de esos que prefieren la comodidad del ocio a los peligros de las aventuras. De nuevo son los libros los que conducen al porqué de este negocio. Márquez Villanueva explicó que la discrepancia de los dos hidalgos encuentra su explicación en la literatura (1975:154). Don Diego tiene, como cristiano erasmista, sus pocos libros de devoción, aunque parecen interesarle más los de entretenimiento. Los que no cruzan los umbrales de su pequeña biblioteca son los libros de caballerías, por más que don Quijote trate de enmendar su error. En el fondo, esos reparos hacia la literatura caballeresca son los mismos que don Diego expresa sobre la poesía. Cuando el del Verde Gabán despotrica contra las aficiones poéticas de su hijo, don Quijote se le opone con una encendida defensa de la poesía. Recuérdese que caballería y poesía eran los dos mundos ideales que permitieron a Alonso Quijano convertirse en caballero andante y renunciar a una vida similar a la de don Diego de Miranda.

Don Antonio Moreno
La de don Antonio Moreno es una existencia forzada por la impresión de Avellaneda. Sus raíces literarias se encuentran en otros caballeros humorísticos ideados por el apócrifo, como don Carlos o el Archipámpano. Es, como ellos, un personaje urbano, fraguador de burlas joviales y organizador de un juego de sortija, que nunca llega a celebrarse, pero que, en último término, remite al que se juega en la Zaragoza avellanedesca (II, 62). Cervantes hizo girar todo el episodio barcelonés en tomo a los problemas generados por el Quijote apócrifo y se sirvió de este noble para atizar en la cabeza a su contrario. No solo eso; también le robó a Avellaneda a don Alvaro Tarfe. Este don Alvaro resulta ser, como Ginés de Pasamonte, un personaje enteramente de papel. En el libro de Avellaneda se dice descendiente “del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada” y aparece dibujado con los rasgos de esos moros literarios de los que tanto gustaba Lope de Vega. El caballero granadino salta desde las páginas apócrifas a las de 1615 para confirmar la imposibilidad de que la imitación de Avellaneda fuera correcta y verosímil. De su testimonio se deduce que el problema no estaba en el plagiario mismo, sino en los originales que había elegido para su imitación y que resultaron ser falsos. El mismo don Alvaro Tarfe lo confirma por escrito y ante la autoridad competente: los que él conoció no eran los don Quijote y Sancho que ahora tenía delante, sino otros distintos y contrarios. No deja de ser significativo que este noble morisco, robado en el campo enemigo, sea el último de los muchos personajes que se cruzan en la vida del protagonista.

Don Alvaro Tarfe

Uno tras otro, estos seres librescos se alejan de don Quijote para continuar sus propias andanzas. Don Diego, como era de esperar, se queda en el sosiego de su casa, don Antonio acude a sus oficios en la corte y Sansón Carrasco se acoge a las obligaciones de albacea testamentario del caballero y poeta para su epitafio. Es Ginés quien, por sorprendente que pueda parecer, más se aproxima al héroe. Cervantes lo quiso subrayar con un “también”, que termina por igualar al caballero y al picaro:

(...) madrugó antes que el sol, y cogiendo las reliquias de su retablo, y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras” (II, 27).

En el caso de don Alvaro Tarfe, Cervantes eligió una bifurcación simbólica:

(...) a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Alvaro” (II, 72).

Lo mismo sucede con el pardillo estudiante que acapara el protagonismo en el prólogo del Persiles:

En esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia”.

Los caminos de don Alvaro y del estudiante conducían hacia el resto de sus vidas literarias, por más que hoy nos resulten desconocidas. En los senderos de don Quijote y Cervantes esperaba la muerte a la vuelta de la esquina.


Bibliografía:

Eisenberg, D. (1991): Estudios cervantinos. Sirmio. Barcelona.

Márquez Villanueva, F. (1973): Fuentes literarias cervantinas. Gredos. Madrid.

(1975): Personajes y temas del Quijote. Taurus. Madrid.

Martín Morán, J. M. (1990): El Quijote en ciernes. Dell’ Orso. Turin.

Menéndez Pidal, R. (1948 ): “Un aspecto en la elaboración del Quijote", De Cervantes y Lope de Vega. Espasa-Calpe.

Redondo, A. (1997): Otra manan de leer el Quijote. Castalia. Madrid

Rico, F. (1996): “El primer pliego del Quijote". Hispanic Review.


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