En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Un paseo por los olivos

 

Recuerdo una brisa triste por los olivos.”

Último de verso de “Alma ausente” del Llanto por Ignacio Sánchez Miejías

 

Recordar es la única manera de detener el tiempo.”

Jaroslav Seifert

 

Recuerdo un día de noviembre de hace unos años que decidí dar un paseo por los olivos. Andaba, abstraído, sin reparar en las cosas y no me tropecé con nadie; pasé de largo por la tapia del cementerio, esa tapia que un día anterior a mi memoria, levantara mi tatarabuelo ayudado de mi bisabuelo. Bajé hasta los olivos de Prieto, donde había, junto al barranco, chumberas con el fruto ya pasado y recordé un jovial atracón, otro día de juventud y de feria, con el primo Blas y mi amigo Paco.

Volví por el mismo camino, sólo quería andar de prisa sin pensar en nada. A la vuelta vi la puerta abierta, esa puerta que otro día lejano, forjara mi bisabuelo con la ayuda de mi abuelo. Entré al paseo de los cipreses y me aparté de los caminos; salté caballones sin surco y bordeé lápidas con identidades ambiguas. De los que recordaba, muchos, saludé a todos cuantos pude, saludos cortos, un poco más largos con la familia, me demoré con mis padres y a mi hermana no supe qué decirle, sólo me paré y un nudo súbito me apretó el pecho... ¡cálmate y respira hondo! -me dije-. Respiré con profundidad, pero no me calmé.

Seguí mi paseo de reconocimiento; una fuerza inusitada tiraba ese día de mí. Entonces vi una lápida corrida –todo el hueco o la fosa a la vista-, preparada para recibir a un nuevo residente; sólo se importuna a los muertos para llevarles otro que fue bien cercano en vida, encuentro que, de haber sucedido en vida, sin duda sería del todo gozoso, pero que en estas circunstancias supuse que, allí, reinaría la indiferencia. No quise saber quién se mudaba. Seguí andando entre fosas y lápidas, saltando caballones y cruzando caminos en cruz. Miré las inscripciones del alrededor y leí una una nota de papel pegada a una lápida con cinta adhesiva marrón que me llamó la atención, decía: “aquí sigue descansando Paquito Mendoza”. Una ironía, una broma sin duda -lo deduje por el “sigue”-. Recordaba ese nombre, recordaba a ese hombre y recordaba que ya en vida descansó mucho, un hombre pequeño, agradable, un hombre que se levantaba cuando mi padre llevaba siete u ocho horas trabajando, un hombre soltero que preparaba a jóvenes para el bachillerato, un maestro sin escuela; un hombre que se paseaba con una chaqueta con manchas negras de grasa y un sombrero negro lleno de candiles que, igualmente, brillaba de la grasa y de tanto uso. Recordaba su casa, recordaba su escuela, recordaba la reja que protegía la ventana que daba a ella. Recuerdo las muchas veces que me así a la misma para mirar hacia dentro. Recordaba… Muchas cosas recordaba, pero apenas si recordaba su cara. Las lápidas, los nombres nos dan muchos datos de los que se marcharon, pero las imágenes de los que fueron vivos en otra época poco a poco se nos van desvaneciendo, y engañados por la memoria ya solo recordamos apariencias, composturas, pero sus caras se van desdibujando en la neblina del recuerdo amañado.

Seguí y llegué a la tumba de mi abuelo que fue el primero de los que se fueron que tengo claro el recuerdo. Nos dejó cuando yo sólo había vivido once años, siento un escalofrío al pensarlo: tengo su foto en uno de los álbumes de mi móvil y, por ella recuerdo claramente su cara. La recuerdo en ese momento que se hizo la foto, incluso recuerdo la de su amigo Marcos que está junto a él en otra imagen del mismo tiempo y en el mismo huerto de nuestra casa. El huerto, cuando mi abuelo era el dueño, estaba distinto a como está ahora que soy dueño de una novena parte; pero ellos, los de la foto, son los mismos que había allí aquel día, no cambian, acaso están un poco amarillos por la pátina del tiempo. No cambian ellos, mi abuelo y Marcos, que ese día, sentados al sol del invierno y con su vaso de vino sobre la mesa, detuvieron su tiempo para mí.
En la otra imagen de mi archivo estamos con el abuelo los seis primeros nietos, niños entonces -niñas sería más preciso, pues son cinco frente a uno-, una de ellas, un bebé. Todos los niños ya somos otros, que ellos, mis abuelos, no reconocerían. Marcos tenía varios hijos, que se fueron también, a los que conocí pero ya no les pongo cara. Una de las niñas de la foto, mi hermana, la que está a mi lado, también se fue. En mi despacho la tengo igualmente detenida en otro tiempo: ya solo quiero recordarla, joven y alegre, como las fotos de ella que tengo a mano... Las demás niñas sé que son ellas, como también sé que ya son otras; yo mismo, estoy seguro, soy otro.

Sigo mi paseo pensando que mi cabeza está llena de nombres, nombres que en parte atesoré, en mi adolescencia, en la tarea de cartero, nombres cuya cara he olvidado o son sólo una deformada mancha flotando en mi memoria.

Al llegar al pueblo sigo recordando a personas como Ángeles, que vivía frente a los hermanos “Martos”; a Basilio, que según me contó mi padre en una de esas raras tardes que le daba por fabular, cuando él era niño, ponía a los zagales alrededor de la era en “pompa para pillar pájaros con el culo" (Ahora veo esto como un relato del realismo mágico que siempre ha existido en mi pueblo); bajando la cuesta, recuerdo a Rosalía Valdearenas, que, desde la ventana de su cámara, siempre que me veía, me preguntaba a voces si le llevaba la carta de Raúl, carta que, como Penélope a Ulises, esperó, creo, hasta el final de sus días. Al llegar al barranco la tarde está cayendo y no hay nadie en la calle, recuerdo entonces a Juan “el Capelo”, que por indicación y consejo de Antonio Mendoza fue uno de los primeros autónomos del pueblo y que tenía su lugar de trabajo en medio de la calle, al lado de la fuente. Dicen que un día echó números y no le salían las cuentas y con todo el respeto que el personaje imponía fue a ver a Antonio Mendoza y le dijo: “don Antonio, escriba usted de su puño y letra que la empresa de Juan “el Capelo” se ha ido a pique”. Dicen que, a partir de ese día, la empresa siguió funcionando, pero con el rendimiento en negro, aunque, entonces no había mucho que blanquear.

Igualmente tengo nombres de sitios y establecimientos que parecían eternos porque estaban allí desde que llegamos o desde que nacimos: la Gloria de Baena y sus bollos de chocolate, el cine de los Dumont y la pipas de Mercedes, la tienda del Calvario y, en la recacha de su puerta, su academia de filosofía; las zapaterías de de los Churregos -en este ramo todos eran de Narila-; el licor de cacao de Rosendín que alegraba las tardes de invierno, la fragua de Pepe...

La fragua de Pepe, cuántos ratos allí perdidos, o tal vez ganados, están en mi memoria y que me son tan agradables… Ahora me acuerdo de Caballero, así le llamábamos, era su apellido, era un hombre sin nombre, ni mote, le conocíamos por su apellido; lo recuerdo en invierno, inmutable en un rincón de la fragua con su abrigo marrón de espigas, frotándose las manos junto al fogón, y una gotera diminuta golpeando su calva…, la gota se deslizaba incesante entre la oreja y el ojo mientras pensaba y, de tarde en tarde, soltaba una frase sapiencial (era un hombre muy leído), para que los jóvenes tomásemos nota... Pero a nosotros nos daba igual, o tal vez solo creíamos que nos daba igual, porque ahora estoy seguro que la fragua de Pepe también fue parte de nuestra escuela. Mirábamos a Caballero, siempre tan ceremonioso y conforme con la vida -un verdadero estoico-, nos mirábamos y nos reíamos con disimulo: qué me importaba a mi entonces la parenética, ni a los jóvenes que conmigo crecían junto al fogón de Pepe. Sin embargo ahora sé que todas las vivencias dejan algo, tienen su peso y Caballero, con su ejemplo, nos enseñó algo de serenidad y de bondad, como el saber pasar con nota por aquellos difíciles tiempos.

Como digo, recuerdo nombres de personas que estaban allí en mi infancia, con las que hablé muchas veces y que resuenan para siempre en mi memoria sin que logre ya ver bien sus facciones: Don Paco el cura, que tanto le gustaba rodearse de niños y que fue el primer locutor de radio que yo conocí y un cura que no regañaba nunca, en unos años que todos los mayores lo hacían; no veía falta ni pecado en nada de lo que hacíamos: "los niños son inocentes" -decía- ante cualquier trastada nuestra. Recuerdo con mucho apego a mi tío Policarpo, que arrimados a la lumbre me daba cacahuetes que él mismo cultivaba cuando en el pueblo apenas si se conocían; al tío Cristóbal con su colilla de Ideal en la boca y la columna de ceniza a punto de caer sobre su camisa nueva y ya agujereada de anteriores cigarros. También recuerdo a Paco Pérez, que andaba prendado de la Guardia Civil, del camión de Rosendín y de Sarita Montiel, y que solo obedecía los encargos que traía la “Alsina” para el cine de los Dumont y de Juan “el de Turón” cuando estaba de puertas; a Cristóbal el “Cascaracebolla”, que veía poco, pero era capaz de echarse una casa acuestas y de comerse una cesta de chumbos de una sentada o beberse un botijo de agua a caliche de un solo trago, y que contaba cuentos que luego salieron en la televisión y copió García Márquez para sus novelas; recuerdo con cariño a Nicolás Rueda, vecino y amigo de la familia que a mis doce años ya me trataba como a una persona mayor, que cuando dejaba su caballo blanco para la cabalgata de Reyes, decía que me lo dejaba a mí; a Frasquito y a Paula, su mujer, que a diario me acogían en su casa como si fuera uno más de sus nietos… Podría nombrar a todo el pueblo, porque, entonces, yo tenía abiertas todas las puertas del pueblo. Pero eso fue hace ya muchos años.

Recuerdo, recuerdo... ¿Para qué sirven los recuerdos? Dicen que son como avisos del corazón, pero eso a mi no me dice nada sobre su utilidad; y el corazón sólo es un músculo, y a veces una metáfora ¿Pero, y si no tuviésemos recuerdos? No creo que nadie se haga esta pregunta. Nadie se pregunta por la falta de una cualidad inherente al ser, así que dejo la metafísica para otro momento, si es que no estaba filosofando ya antes

Del cinamomo al laurel, 101

11 comentarios:

  1. ¡Qué bonito, Pepe!
    Me has hecho revivir tantas cosas!
    Tu paseo ha sido mi paseo también. Porque el paisaje y el ambiente que rememoras es el mismo que enmarcó mis vivencias más tempranas, aquellas que sin duda condicionan y marcan nuestras vidas.
    Gracias por hacerme gozar de unos retazos de juventud y de genuina felicidad.

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  2. !Que gozada leerte!
    Creo que nos llevas a todos de tu mano en ese maravilloso paseo.
    Menudo baño de juventud he sentido al leerlo.
    Me pasaré medía tarde en el río y en las alamedas y la otra pensando en la suerte que he tenido por vivir tantos momentos, de esos y de otros,contigo. Un abrazo enorme.

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  3. Pepe nos has sacado una que otra lagrimita porque fueron nuestros mejores momentos.
    Los baños en el río siempre nos acompañaba una de nuestras madres
    Se unía la picardía con nuestra ignorancia éramos jóvenes llenos de vida
    Y con tampoco eramos muy felices
    Te agradezco lo que has mandado

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  4. Pepe escribes y describes tus pensamientos que nos haces vivirlos de nuevo, pues , gracias a Dios, conocemos el escenario y a los personajes.
    De todos me quedo con mi maestro
    D. Paco Mendoza. Parece que lo estoy viendo, tal como lo describes.
    Nos preparó a muchos y con éxito.
    Siempre le estaré agradecida.
    Ánimo y sigue escribiendo.
    Ya ves cuanto nos gusta!!!.

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  5. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  6. Lo he eliminado porque este último estaba repetido. Es un comentario anónimo pero por la pista que da, que corre por él la "savia", creo saber de quien es. Gracias a todos o debería decir a todas, porque otra vez estáis en mayoría. Os llevo en el corazón.

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  7. Emotivo, conmovedor, enternecedor, y otros calificativos que me faltan. Una vez más Pepe lo borda, y nos lleva de la mano a jardines donde reina y se solaza el alma.

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  8. Os agradezco a todos vuestras palabras. Como dice Isabel, había tan poco y sin embargo eramos tan felices... ¿O será que nuestra mente nos engaña? Pero lo cierto es que éramos jóvenes, tan cierto como que esa época ha dejado en nosotros un "nosotros". Sois de los míos. "Calabazas os llevo en el corazón".

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  9. Que grande eres amigo Pepe!
    Como sabes trasladarnos a esos momentos, lugares y recuerdos y todo a través de " un paseo por los olivos". Paseo que se ha traducido en tus recuerdos y vivencias muchas de ellas compartidas, nos las regalas y se te agradece.
    Haz más paseos, por los olivos, por el rio,por las calles del pueblo, que nadie mejor que tú conoces. Y estaremos ahí para disfrutar con la lectura y con los recuerdos.
    Un abrazo, amigo.

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  10. Gracias amigo Manolo; te agradezco mucho tus palabras. Espero que estés bien. Un fuerte abrazo.

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  11. Ayer acabé de leer tu escrito sobre algunos de tus recuerdos.
    Me ha gustado mucho,me ha trasladado en el espacio y el tiempo de nuestra juventud.Ese rememorar a muchas personas por todos conocidas y más menos tratadas me ha gustado ,debes continuar con estos recuerdos.Saludos .

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