En un largo pueblo con un tajo enorme sobre el río nació un niño del que hoy te quiero hablar. De sus primeros años no muchas cosas recuerdo, seguramente porque no le ocurrió nada notable, sólo veo entre la niebla a un niño que se pasea incansablemente pedaleando en su triciclo desde el portal a la cocina, mientras su madre se afana en los muchos quehaceres y trajina entre guisos. Aunque ese niño ignora si en rigor lo ha vivido o más bien lo ha soñado, recuerda perfectamente el día que se cayó al caz. Se insinuaba ya el verano y el calor había llegado a la placeta del Prado, escenario de todos los juegos infantiles; los tres enormes plataneros que metían su tronco en la tierra a la vera del agua tenían ya sus hojas de un verde intenso, y sus pelotillas de pelusa eran duras como las nueces y también de un verde vivo. Los niños mayores se balanceaban cogidos de sus ramas saltando de un lado al otro del caz. El niño saltaba sobre la enorme losa que hacía de puente entre las dos orillas, y en uno de los saltos acabó en el fondo de una poza en la que el agua remolineaba movida por la corriente. Le salvó la mano inocente de Antonio “el tostaera”, un joven que gozaba de una libertad paralela, que babeaba permanentemente sobre un pañuelo arrugado que siempre llevaba en su mano. Aquel día, Antonio, fue el cándido ángel de la guarda, que no solo sacó al niño empapado, sobrecogido y gimoteando, sino que consoló su llanto hasta que apareció su madre, y lo más curioso, a partir de ese día, en la placeta del Prado, siempre le acompañaría corporalmente su libre espíritu. En los primeros años la placeta estaba en los límites de la geografía de ese niño, aunque el pueblo era mucho más grande, aunque ahora no está tan seguro de eso, y ese niño poco a poco se fue aventurando por las calles desconocidas de ese pueblo y por parajes agrestes fuera de él, llenos de ruidos amenazadores y sombras sospechosas.
El pueblo, que para el que llega de fuera, parece perdido entre vericuetos de montaña junto a la cuenca del río, era un pueblo vivo, lo es aún, pero parece que va perdiendo fuelle. Me gustaría describírtelo para que, como yo, al cerrar los ojos, vieras como era: imagínate un pueblo de cuestas y llanos, con su río y sus barrancos, imagínate un pueblo muy largo y muy delgado que se asoma a un valle que no es tal valle sino una cuenca tan ruidosa y fría en invierno, como seca y calurosa, en verano; una cuenca adornada de huertos y prados verdes allí donde llega el regadío. Imaginate un viejo pueblo de casas de piedra con terraos de launa, situado en ese falso valle, atravesado por tres barrancos que van a morir al río; habitado por personas abiertas, extrovertidas, que sólo hablaban del tiempo, del vino, y de las cosas que venían de fuera, tapando con una gruesa jarapa el más pequeño problema doméstico para que el vecino no gozase con el mal ajeno. Creo que esa algarabía externa y ese recogimiento interior, casi místico, se metieron en el alma de ese niño nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima contradictorio, con altibajos, húmedo en invierno y seco en verano, a veces pausado, a veces retraído, las más extremoso, de una geografía alejada del mundo que se sabe mundo, pero centro del mundo de ese niño, el que determinó, en gran parte, la formación de su carácter.
Imagínate, delante de ti, ese pueblo largo pero pequeño con sus casas parecidas, con sus ventanas al sur sin cristales, agrupadas a lo largo, en la cercanía de la orilla izquierda del río, sobre los prados de limos y piedras de pizarra. El río pasa por su atardecer y en verano a la puesta del sol las pozas en las que aún queda agua se doran con sus reflejos; queda en realidad un riachuelo perezoso o seco recubierto de largas losas de pizarra y enormes piedra prehistóricas. Desde él, salen tres o cuatro veredas que se meten en el pueblo y se hace calles, antes empedradas con piedras de un gris azulado en las que se advertían las huellas de los mulos y de las cabras. Calles, que recuerda ese niño de su infancia con rastro de barro, de boñigas y cagarrutas. Y entre ellas los barrancos que lo atraviesan por debajo de otras calles, o que son las mismas calles que del río suben. En la puerta de cada casa, una piedra gorda con una hendidura arriba, que permitía sentarse en ella para charlar con los vecinos, y a la vez servía para majar el esparto y ponerle un puñado de sal a las cabras. En los remansos cristalinos del barranco centelleantes flotaban las hojas de los berros. ¡Escucha un momento detrás de las puertas de los corrales!, ¿oyes el cacareo de las gallinas?, se pelean ruidosas picoteando las sobras arrojadas desde arriba. ¿Ves las calles llenas de niños jugando?, uno de esos niños es él, el mismo que se cayó al caz; aún viste calzones cortos a pesar de ser invierno, mira su camisa llena de manchas, sus orejas rojas por el aire frío y su cara llena de churretes de jugar con el barro, y no te pierdas el estadal rojo de San Blas colgado al cuello -como el que tu abuelo te trajo este año-. El estadal le protegía de todo lo malo que en aquellos días podía haber; ahora te protegerá también a ti. Observa los perros, indiferentes a todo ruido y movimiento, tumbados al sol sin preocuparse que el boli les caiga en el lomo o algunos de los niños en su carrera le pise el rabo. Son perros amistosos acostumbrados a un sol agradable y al ajetreo de esa vida inocente. Si te fijas, por el movimiento de los postigos, intuyes detrás de las puertas entreabiertas miradas curiosas que los observan: son las gentes del pueblo que, entre tarea y tarea, les vigilan y les cuidan.
Imagínate el verano y verás esos mismos niños bañándose en las balsas del río. Las balsas estaban hechas por ellos mismos; las de los mayores hasta podían cubrirte. Mira más arriba y veras las paratas y junto al mismo lecho del rio están los bancales llenos de tomates y huertos de habichuelas, también hay berenjenas y frambuesas dando color... Mira más arriba, en las primeras paratas, allí está el padre de ese niño, sólo se le ve el sombrero, pero debajo está él, está agachado, azada en mano, limpiando la cabezá para el riego de las papas y el maíz; les toca el agua los viernes a primera hora; a esa hora oscura en la que al sol le falta rato para saltar por el Cerro Santo. Mira ese joven, que en la noche aún, sube por el barranco silbando, en una mano lleva el farol y en la otra el mancaje de punta; silba o canta para ahuyentar el miedo, pues a esa hora los ruidos de los brazales se despiertan con furia; el joven va medio dormido, pensando que el viernes por la tarde está bien, que trabajará un rato en estas mismas paratas, pero luego acabará en el campo de futbol con los amigos; y que más tarde será mejor aún, en la carretera se verá con los amigos y las amigas, y en medio de una algarabía llena de juegos inocentes e insinuantes miradas seguidas de sofocos, como todos los días, pasearán hasta la fuente de Las Cruces. Sin embargo el viernes de madrugada no es de su agrado, hay que levantarse muy temprano, recorrer la acequia desde el molino de Narila, para que no se pierda ni una gota de agua, acompañar el chorro armado de paciencia, y esperar a que llegue a la pará ahuyentando con silbidos los miedos. Todos los viernes del verano son iguales por la mañana. ¿Puedes ver ahora el pueblo? En ese pueblo que ahora tu te imaginas tuvo ese niño la suerte de nacer.
Su casa, como te he dicho, es una casa grande a mitad de una estrecha calle que se empina hacia el centro del pueblo, y en su bajada se acerca a una fuente, al fondo de la ya conocida placeta que está separada del río por los prados. En esa casa hay unas cámaras muy altas llenas de recuerdos de un pasado y de trastos inútiles que los abuelos había apartado del presente de sus vidas. Ya lo conoces, pero imagina un huerto, el de antes, con un gran caqui y un manzano en medio, y volcado sobre la tapia el lilo que la abuela mimaba -no la tuya, la de ese niño -, y un paseo de parras llenas de uvas que a finales del verano colgaban sobre las cabezas, apoyadas en una red de alambres que se cruzaban en retícula de cuadrados perfectos. En esa casa que ahora tu evocas vivió ese niño los primeros años de su vida. En esas cámaras, que ahora invoco para ti, comenzó a rodar su mundo, pensando en las musarañas, mirando La Contraviesa y soñando las primeras quimeras.
Casi puede decirse que comenzó a vivir, a los cinco años, cuando su primer maestro le aceptó en su escuela, un año antes de lo marcado. Don Francisco le asignó un tutor que debía cuidar de él y protegerle de las travesuras de los mayores, y ahora cree que Ramón lo hizo a conciencia, ni un hermano lo hubiera hecho mejor.
Este maestro vitalísta aunque algo mayor gustaba de sacar al sol su vigor. En los días de primavera precoz que suele traer febrero, llevaba a sus alumnos a pasar las horas de clase al empalme de Yátor o al cerro de la Tinaja. Salían tras él con gran regocijo, atravesaban la plaza del Ayuntamiento, para ganar la carretera; iban desde la desnudez fría de su escuela, desde la oquedad de un antro oscuro, a bañarse en un aire azul de un ámbito vaporoso sin límite, envueltos en un silencio estridente de niños y pájaros, donde reina el egoísmo certero de las lagartijas que no se dejaban sorprender por la inocente saña de los niños. Estaban las lagartijas despatarradas sobre las piedras de los balates, sobre el voluptuoso lecho de líquenes viejos que vejetan entre las piedras y los sentían llegar y se arrojaban de golpe en sus madrigueras. Allí iban ellos a hurgar en los intersticios de las piedras. Alguno se quedaba con su apéndice caudal y entonces -como habían oído- pensaban que los quiebros y meneos de los rabillos cercenados eran maldiciones y pesares que caerían sobre ellos. El hechizo de estos paseos era un sosiego gozoso, una paz perdida, paz sin melancolía ni barruntos, pues la superstición solo dura un segundo a esa edad. Paz toda en sazón y fluente que les devolvía el alma a la quietud donde se dejan las tareas y las normas cotidianas quedan abolidas. El sol era claro y la primavera cargada del efluvio del mastranzo y los primeros hinojos comenzaban a oler... De pronto sonaba una campana a lo lejos y el maestro formaba la fila. Del otro lado del barranco se escuchaba el tintineo de una azada al chocar en la tierra. De vuelta del paseo, cuando se acercaban, veían en la torre a la cigüeña que había vuelto de su errático viaje, que se alzaba de alas ensanchando sus giros, mostrando en el pico un puñado de broza para rehacer el nido y en la garra un palitroque retorcido.
Al año siguiente, en el año que el niño cumplió los seis, estrenaron escuelas y de un sótano oscuro y húmedo pasaron a una soleada aula; de un maestro que enseñaba con paciencia y cariño a otro impaciente, competitivo y defensor de la pedagogía de “la letra con sangre entra”. Y lo cierto fue que el maestro del bigote puso su empeño, y la letra entró sin que la sangre llegara al río.
Relevante en la biografía de ese niño del que te hablo fue el año que cumplió los nueve años, cuando el cura del pueblo, benefactor de su educación, su tutor, y policía espiritual, con la complacencia de su padre y de su abuelo, le internó en el Seminario de Gracia. Recuerda como si ahora lo estuviera viendo, el día en que don Angel les enseñó la galería de mártires de la Guerra Civil, y los entregó a don Pepe Blanes, quien haría a partir de ese día, con mando en sala, de policía espiritual. Se iniciaba ya el otoño. Los álamos del patio, movidos por una ráfaga de viento, los recibieron con una lluvia de confeti dorada. El suelo estaba lleno de hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba haciéndolas girar en confusos remolinos.
Aquello le pareció al niño que fue el principio de una encerrona. Esa fue su impresión al día siguiente, cuando lo levantaron de noche y el niño creyó que era viernes, día de riego. Pero no lo era y la madrugada iba por otro lado – por lo del "pan y el sudor de la frente", supuso-. Se dijo que era una encerrona cuando se acercó a la verja que daba a la plaza de Gracia para ver el mundo desde el otro lado y un amigo, ya veterano en el lugar, le advirtió de su osadía. Era provocación y pecado desviar hacia fuera la mirada. Aquella pretendía ser una vida de recogimiento en la que sólo cabía mirar hacia dentro para ahuyentar las tentaciones y malos pensamientos. Por esa prohibición es por lo que deseaba tanto mirar la plaza, y la dibujaba a escondidas en las horas de estudio: era una plaza rectangular, casi cuadrada, con unos bancos de madera junto a un puesto de helados y a su alrededor crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores adolescentes y ecos extraños que el niño intuía rebosantes de lujuria. Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines el muro bermejo de un carmen añejo e imponente del que sobresalía la copa inclinada hacía la sierra de un alargado ciprés, donde un extraño relieve hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, cuya historia perduraba amarrada a aquellos ladrillos milenarios. En la otra esquina, mirando hacía la derecha, en medio de una ciudad de tonos grises, un edificio moderno con grandes carteles de vivos colores, anunciaban ardorosas pasiones que contagiaban y transmitían al paseante que se paraba y, con la boca abierta, como la tenía ese niño detrás de la reja, soñaban aventuras en tecnicolor y cinemascope.
Junto a la verja, la real y la de papel que el niño había dibujado, le volvieron sus pasiones, en la verja tuvo sus primeros sueños, tras al verja multiplicó y construyó nuevas quimeras; sobre la verja, más de una vez, le retorcieron la oreja, o le mandaron hacer penitencia ante la Inmaculada que enaltecía la puerta del dormitorio de primero. De rodillas durante horas y en duermevela seguía con sus fantasías y a ratos observaba la cara de la Virgen que no dejaba de mirarle con una enorme ternura.
Espléndido relato, de principio a fin.
ResponderEliminarAmigo Pepe, has logrado recrear esa atmósfera vibrante y mágica de unos años inaugurales, que principian con un demediado como salvador, y fundirla con la visión de la placeta del Prado y su entorno, estadal incluido, descritos magistralmente, mejor que una fotografía, hasta llegar a esos años fundacionales que conformaron nuestra estancia entre los tutelares muros que nombra acertadamente nuestro querido Errático.
Chapó, sin paliativos ni reservas.
Cierto, Miguel Angel, la placeta del Prado todo el año, y la cabalgata de Reyes seguido de San Blas con su estadades, marcaron sobremanera mi infancia. hubo algunas cosas más, pero hoy ha tocado lo que ha tocado. La estancia en los "tutelares muros" trajo sentimientos, emociones y sacrificios que sirvieron en mucho para la forja de ese niño un tanto rebelde (y eso que no he querido hablar del tocino 🤣🤣🤣).
EliminarPepe, me ha encantado tu cuasi relato autobiográfico escrito con mucha ternura.
ResponderEliminarGracias, María, me siento feliz si te ha gustado; tú me importas mucho, ya lo sabes. Lo cierto es que, a pesar de la distancia, tengo a ese niño muy presente, y entre los niños había uno que se llamaba Serafín, y ¡cómo le gustaba correr por la banda! Y, aunque sea mentira, ¡qué felices éramos!, y digo "mentira", por eso de que pudiera engañarme la memoria.
EliminarEspectacular relato vecino, escrito con una Gran sensibilidad!!!!
ResponderEliminarGracias vecina, porque ¿eres tú? Seremos vecinos hasta en la distancia L.
EliminarAmigo Pepe, cuando la infancia y el pueblo se asoman al precipicio de la memoria escrita, aparece una sinfonía amorosa que no tiene partitura, pero que suena tan hermosa en su imperfección...
ResponderEliminarAsí es, "errático" amigo, la memoria siempre es espontánea, si hay reflexión queda contaminada por la educación, los perjuicios, los deseos, los temores; en definitiva, el autoengaño.
EliminarMe adhiero a las impresiones de ese anónimo..
Eliminar....(Leído al meneíto de un tren en Sri Lanka)...no he podido evitar acordarme de tu nieto, Teo, y de Antonio Gala en aquella su página dominical con título "Dedicado a Tobías"...y del cinamomo/lilo de tu abuela...y, claro, de mis maestros de La Zubia y, por supuesto, de los tutelares muros de los que, debe ser condición de cada cual, guardo otro tipo de sentimientos...no estoy seguro de que me agradara mucho volver a ser infante.
ResponderEliminarTodo ello aparte, me ha gustado mucho leer lo que destila tu memoria.
Visto mi error sobre el "anonimo", ahora otra cábala me lleva, desde Antonio, a nuestro común amigo Joaquín, que tanto sabe de lo que contesto y, por prudencia o modestia, se calla. No sé, Antonio, si aplicarle la máxima unamuniana que para nada es exclusiva tuya. Nada de absolutos. Lo dejaremos pasar. Ahora que lo pienso, inmodestia aparte y contrario a la máxima, pocos pueden sentirse orgullosos de que le lean lo mismo en Sri Lanka, que en Fansipan (seguro que se escribe de otra forma, pero así me suena), o desde el polo Norte. Gracias a los dos, a los tres, por (ahondaremos de nuevo en la máxima) "ganar" el tiempo con este nada "humilde" servidor.
ResponderEliminar