En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 17 de abril de 2024

Un paseo por las nubes

 

 

"Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese
o que el tiempo ya se fuese,

o viniese el tiempo ya."

Lorenzo Miranda o Cide Hamet, o

Cervantes (Q. II, 18; 713)


 

 

 

Pasado ya San Agustín, el agua de riego siempre es escasa y, tras recorrer la acequia para tapar bien la toperas y pérdidas de parás anteriores había que administrarla guiándola con mimo entre las habichuelas, con unos surcos leves de la azada para que avanzara igual en todas direcciones. Había que cambiarla de merga antes de que el agua lleguara al final, pero procurando que la corta diese para todos los golpes de las hortalizas. Entre tanto, ajenas a mis tribulaciones, las cabras pastaban en esos días atadas a una estaca, en los rastrojos del maíz ya cosechado.

Mi padre me miraba de poco en poco, y si me veía parado, como pensando en Babia, o “armando losetas” -como él decía, y que yo no supe qué quería decir hasta mucho tiempo después-, me buscaba una tarea que siempre era de cumplimiento inmediato. Él, que se abstraía tanto en sus desvelos, que, bajo el nogal de la Grajas, se refugiaba tan a menudo en las novelas de Graham Greene o de Italo Calvino, no soportaba en mí, que tantos motivos tenía por entonces, la contemplación. Me veía titubear y rápidamente me mandaba que me moviese, que -por ejemplo- fuera a llenar la botella de agua a la fuente de Yero, algo más abajo de los prados. Y así lo hacía, así lo hice en aquella ocasión, como siempre: veloz. Aquella tarde era una tarde de esas inquietas, de esas que podrían parecer apacibles a las cuatro, y a las cinco la naturaleza se agitaba tornándose incómoda, bulliciosa, como lo era mi padre, como lo era yo –“yo”, en el pensamiento, más que en los hechos que era más dudoso-. Era una tarde de principios de otoño o finales de verano, de esas que el viento cálido te sorprende de pronto (como aquel viento sátiro que sorprendió a la gitanilla) y te envuelve por completo con ese polvo seco que penetra por todo el cuerpo, que te hace cerrar los ojos para protegerte... Al agacharme en la poza para llenar la botella, vi venir río arriba, entre las piedras y las pozas, un remolino rastrero, que se elevaba bailando con hojas y palos que cogía del cauce seco del río. El remolino llegó a mí impetuoso, amenazador, y me elevó como una hoja descolorida más. De pronto, me vi sobre las nubes encima del Tajo del Portel, dominando todo el falso valle del Guadalfeo, que entonces contaba con ejércitos de álamos en perfecta formación con sus copas iluminadas por los rayos del sol bailando debajo de mi atalaya de algodón.

Mi padre, que se afanaba en recoger los últimos priscos de la temporada, me vio despegar alegremente sin darle mayor importancia -eso ya se lo había hecho yo otras veces-, y solo hizo un gesto de duda, como diciendo “este niño cuándo sentará la cabeza”. No es que oyera sus palabras, pero me las sabía de sobra, esas y aquellas otras de “hay que ganarse el pan con el sudor de la frente”; otra cosa es que yo hiciera mucho caso de ellas, pues entonces no estaba yo para pamplinas, o sólo estaba para ellas que todo es cuestión de cómo y desde dónde mire uno la cuestión.

Desde arriba vi a mi padre tapar la cesta de los frutos con unas hojas de maíz, acomodarse el sombrero, cambiar la loseta de la pará, atar con una tomiza de esparto la espuerta, echarse la peta al hombro, y tomar la derrota de la casa en busca de su exigua cena de todos aquellos días: sus habichuelas verdes con papas.

Una vez alcanzado máximo vértice de mis acrobáticas ínfulas, el viento me conducía ya suave por el bulevar de mis sueños sobre una cama de polvo o algodón y juventud desde la que miraba mis sueños. Todo, allí arriba, era paz y los susurros subían a mi cabeza ¡Que bien me sentía en mis vuelos! Y es que con los ojos cerrados puedes ver verdaderas maravillas en la quimera, tan claras pueden ser como la crudeza de la realidad. En mi vuelo vi a San Blas en lo alto del campanario que me saludaba agitando la “roilla” con la que sacaba brillo al campanillo, y a diminutos jóvenes que jugaban al frontón en la pared de la ermita; más abajo, avanzando en el vuelo, vi la empresa de Juan Capelo, en plena producción, ocupando toda la calle junto al barranco con sus sillas de anea. Escuché acordes de remerinos de las rondallas que comenzaban a formarse en el poyo del Calvario, y a grupos de jóvenes que, tras la jornada de la almendra, volvían sudorosos a casa en medios de alegres cantos.

En la plaza los músicos de la banda charlaban en corro. De súbito, entre el murmullo, se oyó una nota grave del trombón de Teodoro; contestó el clarinete de Pepe “el de la luz” ajustando el tono, y un trueno pareció retumbar a lo lejos en una tormenta seca. Entonces el director de la banda, el maestro Ignacio, se estiró la guerrera, sacó el gañote apuntando con la barbilla a los músicos, levantó las manos con la batuta en la derecha, y las mantuvo en lo alto, amenazantes y suspensas. Pepe Salmerón, que seguía siempre a la banda de cerca, con la misma paciencia hizo los mismos gestos que Ignacio, y señalaba con el dedo índice con más gracia que maestro autoridad. De pronto inclinó manos y las hundió junto con el torso en una zambullida, emergiendo, no con el estruendo de un himno, sino con alegre vivacidad los primeros acordes de La boda de Luís Alonso. Entonces Pepe Salmerón, emocionado, dejó de seguir al maestro y alzó las manos por encima de su cabeza como si fuera a brindar un toro o advertir de un súbito peligro. El maestro dio la señal de marcha y la banda se perdió calle Real abajo. Detrás, como en sueños, como si un rumoroso surtidor se hubiese abierto en el centro mismo del estrépito, un cortejo de niños cerraba la marcha.

Recuerdos, como estos, -pienso ahora- acaban por borrarse y de aquellos que permanecen presiento que el capricho de la memoria los deforma a su antojo, pues cuando los refiero con otros protagonistas que me acompañan y me acompañaron las diferencias no son nada sutiles. Pero, para mí, los míos son ciertos; son ellos los que se engañan.

Ahora puedo afirmar que cuando estás en las nubes las cosas no cambian, ni siquiera las nubes mismas lo hacen, simplemente me llevan como a Aladino su alfombra. No cambian como lo hacen cuando, abajo, en la vigilia de esas tardes calurosas, a espaldas de mi padre, las miro tumbado en el frescor del prado, que al principio se asemejan a un león, luego a un anciano de larga y destartalada barba, y por último se transforman en esa misma chica de tus otros sueños, saltando a la comba, bailando sus firmes pechos bajo su rebeca de perlé tan suave al tacto como la ovejita de norit. Nada seguro, todo ilusión, puesto que en un abrir y cerrar de ojos, vuelven a cambiar de forma sin cesar, sin aviso, y la chica es de nuevo un aciano que camina lento, sin libertad, apoyado de su cayao. Aquí arriba todo son certezas, “yo quien soy” sé lo que veo, lo que siento, y lo que sueño. Cuando tengo los pies en el suelo todo es tan complicado, todo tan confuso…, todo lleno de nudos, de luces y rincones en sombra, de maravillosas ideas de las que me reconforto y de pensamientos de los que me avergüenzo, de formas y conceptos que cambian continuamente, y me pregunto por el porqué, y entonces me desespero porque no hayo respuesta. Porque las certezas se disipan, se desvanecen como los castillos de arena que hacía con mi abuelo en La Rábita cuando una ola se ponía bravucona.

En mi vuelo, miré hacia la sierra y vi los montes azules, y las sucesivas laderas que se apoyan, ondulantes, las unas sobre las otras, como lomos y lomos de animales cansados, y más arriba, casi tragados por los monte y los ríos, los pueblos pegados a la montaña, Bérchules y Alcútar colgados al precipicio, como un montón de yesones torturados a punto de rodar pendiente abajo…

Aquel día, de pronto comenzó el vuelo a declinar para finalizar en las aguas grises de cieno y limos con manchas verdosas de mocos de rana en la superficie de la balsa de Narila. Fue entonces cuando llegó el remojón, cuando me atrapó el desengaño: aquel día no llegué a Candaya, como en un momento soñé, como hubiera deseado, pero es que el viaje estaba dominado por el azar del viento alpujarreño y la ausencia de Clavileño. Solo eran nubes en mi cabeza movidas caprichosamente por el viento. Mas, como Sancho en su caballo de madera persiguiendo su soñado gobierno, con los ojos cerrados, vi mi pueblo desde las alturas y a mis paisanos como avellanas afanadas en su quehacer diario, las cabrillas de Baltasar pastando en las paratas, y en el campo de fútbol, mis amigos en calzoncillos corriendo detrás de la pelota (una incongruencia -pensé con lucidez allá arriba, en la nubes-, pues sería más lógico ir en pelota detrás los calzoncillos).

Todo aquello era la felicidad -entonces creía en la felicidad-. La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en nosotros; a la creencia de que en la Tierra existía aún el Paraíso que -bueno, no estoy seguro si eso lo vi así antes, o solo lo pienso ahora. Lo cierto es que el Paraíso es como Ítaca, siempre está lejos de donde estamos nosotros-. Por aquellos días, el cura, nos dijo que perdimos el paraíso con el primer hombre o la primera mujer, que tanto da, y hoy día es mejor no meterse en berenjenales de género; pero yo, digo ahora, que antes creía en una dicha horizontal (esto entiéndase bien, no lleva doblez alguna), una dicha completa, en la que ningún niño pasaba hambre, ni le faltaba techo. En el pueblo era así, teníamos poco, pero había para todos, o así lo veía yo. Ahora quisiera mirar la vida como entonces, creyendo en la felicidad. Pero, hoy, es complicado encontrar esa fe por mucho que rebusquemos; tenemos tanto de todo que solo perseguimos frustraciones, y parece que la miseria y la pobreza necesitan creer en la posibilidad de alcanzar esa dicha. De otro modo ¿cómo podríamos soportar este valle de lágrimas? Casi me pierdo en la metafísica. Sigamos por donde íbamos.

Aquella tarde que sin miedo reté a Malambruno, llegué a casa mojado y embarrado pero contento. Justo cuando subía las escaleras de mi casa mi padre las bajaba, acababa de dar cuenta de su ligera cena, un buen plato de sus habichuelas verdes con papas cocidas que ese día, además, llevaban su huevo duro. No dijo nada, me miró de soslayo, de reojo como Andújar cuando le pitó el penalti al Barcelona, después miró quejoso al techo, enarcando la cejas, se ajustó las gafas carraspeando derrotado, con la clara intención que mi madre y yo supiésemos de su pena. Mi padre sentía la necesidad de que, sin decir nada, sus allegados sus seres queridos, supiésemos cuando sentía pena, no soportaba que pudiéramos pensar o creerlo más o menos satisfecho si no lo estaba.

Mi madre, que lo sabía todo de nuestra vida, todo todos, todas las penas y alegrías de unos y otros, que nunca necesitaba preguntar nada porque, con solo mirarnos, no leía el pensamiento, cumplió a la perfección con su tarea educativa y aleccionadora: me arreó justo el coscorrón que necesitaba, me retorció la oreja unos ciento ochenta grados, se puso el dedo índice delante de sus labios indicándome que no dijese nada, y me señaló las escaleras en dirección al cuarto de baño. Cuando bajaba, sin saber ella nada del vuelo, pude oírla decir, “no sé cómo cortarle los vuelos a este niño”; y a mi padre musitar un “¡si yo te contara!”, pero mi padre nunca contaba nada. Todo se lo guardaba para él.

Esos días de mi juventud, cuando me vuelvo para mirarlos, parecen huir de mí como una ráfaga de polvo y luz semejante a ese remolino que me elevó por encima de mí mismo. Siento que, para los que nos dejamos llevar, es difícil distinguir entre lo soñado y lo vivido, o no sabría decir qué parte es más real, pues ¿qué diferencia hay entre los sueños y la vigilia?

Mas, con frecuencia, cuando me detengo, los susurros del pasado me atrapan sin esperarlo; no sé por dónde llegan, pero poco a poco acaban metiéndose en la cabeza. Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos nuestra buhardilla; y te dices, en eso no quiero pensar, en eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas. Pero ahí siguen. ¿qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro. ¿Quién habla? Tan pegado está a la piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las palabras que pronuncia. Ecos que trastornan y excitan, que en vano se procuran ahuyentar.

Esas voces y esos paseos por las nubes de mi niñez siguen visitándome, cada vez más amables, de tal forma que siento que nunca he vuelto a pisar terreno tan firme como en aquellos días. O tal vez no, y tal vez sean impresiones de ahora, que me hacen pensar que todo se olvida o deforma con el tiempo. Las cosas cambian y los cambios se olvidan con el tiempo ¡Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde!

De aquella época recuerdo sobre todo eso, nada concreto, el deseo de vivir, la confianza, la despreocupación, y mis paseos por las nubes. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, esas horas tan largas que parecían días, y esos minutos que duraban horas. ¡Cuánto daba de sí el tiempo en la niñez! Justo cuando no lo necesitas, o sí. Un desperdicio, o no. O tal vez es que el tiempo no sea nada, un concepto indeterminado, que en realidad el tiempo es solo las cosas que te ocurren, las cosas en las que reparas, y de niño todo lo que sucede a tu alrededor es nuevo y por tanto emocionante. Eso, ahora creo que lo he dicho, las emociones son las que determinan el tiempo, por eso corre tan deprisa cuando las emociones merman y nos pasan menos cosas de las que suceden a nuestro alrededor. La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella. Y llega el momento en que todo se vuelve hacia el pasado, y uno solo anhela, suspira, por volver a los sobresaltos, a los descalabros, a los sueños imposibles, a los deseos inconfesables, a los paseos sin rumbo por las nubes.


  Del cinamomo al laurel”; 14

3 comentarios:

  1. Soberbio ese texto sobre tus vuelos prodigiosos sobre el cielo de tu pueblo. Es asombroso cómo logras hilvanar pasado y presente, infancia y madurez, con la presencia siempreviva de quienes te criaron, y, como a todos, "sufrieron". Si a ti te gustaría volverlo a vivir, no menos lo disfrutarían los que entonces aparentaban "regañar". Qué maravilla de texto...👏👏

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  2. ...citas las montañas azules, los montes azules...y es evidente que tú soñabas y que alguien te llevaba de su mano, tal vez tú mismo, y era primavera...sin que esto te "desafine" me gustan mucho más estas páginas personales, como otras muchas que recuerdo, que aquellas otras, profundas y sesudas, donde desentrañas el estilo de lo que otros escribieron...oh, ya miran piadosamente nuestra cabeza cana...y calva...

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  3. Amigos Miguel Angel y Antonio, es verdad que "quienes nos criaron" cada día , conforme avanza el tiempo, están más presentes en nosotros; como lo está Machado (hoy han sido sus montes azules, mañana serán "estelas o amores pacatos..."), que también se ha metido de lleno en mi cabeza; entre todos me llevan, nos llevan de la mano. ¡Ah!, aprovecho un poco para referirme a la fantasía y la ficción, a esos hechos que fabulamos apoyados en nuestra vida y cultura, a esas otras realidades evidentes que, en mi opinión, con frecuencia se controlan en exceso y que siempre busco con afán en todo texto (incluso en Galdós), que quizás practico con desmesura, y busco con anhelo y denuedo en autores comaconeros y erráticos que tanto me importan.

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