Pese a no ser uno de los pilares fundamentales sobre los que se sustenta el desarrollo de la trama, la comida y la bebida perfilan muchos aspectos de la novela. En primer lugar, modelan personajes y determinadas situaciones. Ello se advierte ya en las primeras líneas del capítulo primero:
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. (I, I)
Con tan solo tres elementos (las armas, la alimentación y la ropa), Cervantes nos describe magistralmente al hidalgo manchego, de modo que el lector pueda tener ya una idea atinada de lo que era su vida. La enumeración de los componentes que conforman su dieta basta para dar cuenta de la miseria en la que vive: pese a ser alimentos más bien humildes (la carne de vaca era barata, el salpicón se hacía de las sobras y los demás platos eran comunes en el mundo rural); Alonso Quijano destina a su provisión tres cuartas partes de su hacienda.
El lector de la época sabía ya que se encontraba ante uno de esos hidalgos pobres que tanto proliferaban por aquel entonces. La alimentación es un elemento de suma importancia en la descripción de don Quijote y de Sancho. Veamos, por ejemplo, esta memorable intervención de Sancho en un diálogo entre dos escuderos:
¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto de conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor y la dura y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas?
(II, XIII)
El conocimiento de Sancho delata su afición al vino siendo capaz de distinguir todas sus propiedades (“la patria, el linaje, el sabor y las duras y las vueltas que ha de dar”) con solo catarlo, como le demuestra al escudero del Caballero del Bosque. Para Sancho la compañía es más grata con vino. A menudo, sediento y con escasas provisiones, lamenta su ausencia, como cuando le ofrecen agua para calmar su sed y responde, pesaroso: “Si yo la tuviera de agua [...], pozos hay en el camino, donde la hubiera satisfecho” (II, XXIV). Pero no solo para el vino tiene nuestro escudero un “instinto tan grande y tan natural”, sino también para cualquier tipo de alimento, pericia de la que hace gala incluso recién amanecido:
“Despertó, en fin, soñoliento y perezoso, y volviendo el rostro a todas partes dijo: —De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos”. (II, XX)
A lo largo de la novela Sancho se ve impulsado al pillaje y al saqueo de todo tipo de gentes, desde frailes de San Benito hasta bachilleres, hecho que para él como escudero no supone sino un acto legítimo de apropiación de “despojos de la batalla”. Hambriento las más de las veces, en cuanto su amo entra en combate se apea Sancho del jumento y, estratégicamente situado, comienza a desvalijar a diestro y siniestro, atrapando, cómo no, todo tipo de alimentos. Para su desgracia, a menudo no pasa tan inadvertido como él quisiera, por lo que recibirá sus acostumbrados manteamientos.
A Sancho gusta del placer que supone tranquilizar al estómago, pero para eso no son necesarios ni condimentos ni sabores sutiles. Sancho es un labrador de condición humilde por lo que no es de extrañar, siendo gobernador de su tan esperada ínsula, le dan de cenar salpicón de vaca con cebolla y unas manos cocidas de ternera “algo entrada en días”, se entregue “con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón o gansos de Lavajos”, y no se queja de la comida, sí lo hace del doctor Pedro Recio de “Mal Aguero”, que no le deja come de nada.
En ocasiones, sobre todo el Avellaneda, le tachan de simple y glotón, pero lo cierto es que no lo es; Sancho, aunque de ávido apetito, alardea de ser consciente de su dieta y experto conocedor de su estómago, y hasta se atreve a deleitarnos con curiosos parlamentos:
“Mirad, señor doctor, de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas, y si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre y algunas veces con asco”. (II, XLIX)
Sancho no es solo un rudo comilón, como se le caricaturiza a menudo, sino amante de la comida que siempre a tenido en casa. Hasta tal punto se desvive por sus muy queridas cebollas, mendrugos de pan y trozos de queso, que el refranero traído a cuestas por el escudero aparece siempre cargado de referencias al “condumio”. Estas “corteses y hambrientas razones”, surtidas de una retahíla de refranes culinarios, le permiten salir airoso de los más intrincados asuntos y peliagudos razonamientos:
-A buena fe, señor —respondió Sancho—, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa: de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría. (II, XX)
El fragmento es ilustrativo de lo que aquí trato de explicar. Sancho teje una alegoría en torno a la muerte valiéndose, casi exclusivamente, de referencias a la comida, al hambre y a los alimentos. Esto mismo, que podría expresarse mediante razonamientos filosóficos o metáforas poéticas, se cuenta a partir de las vivencias de un labrador que gusta de su buen comer. La igualdad con que la muerte nos mira, capaz de llevarse a todos y cada uno de los hombres, sea cual sea su rango, haciNo es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerbaenda o condición, lo comprende Sancho en términos alimenticios: “tan bien come cordero como carnero”. Nadie se halla a salvo de la visita de la muerte, porque “no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace”. Lo mismo que él cuando se lleva los “despojos” de las batallas de su amo, es natural que la muerte “hinche sus alforjas”, inseparables compañeras del escudero. El hambre de la muerte es voraz, insaciable, “canina, que nunca se harta”, pero, a diferencia de Sancho, “no tiene barriga”, lo cual no impide que, dado que no descansa nunca en su tarea, esté “hidrópica y sedienta”. (Pasajes como este dan por buenas aquellas palabras de Dámaso Alonso sobre Sancho Panza: «Sancho, del lado humano, es quizá la máxima creación de Cervantes, y él, simple y sabio, es aún más complejo que su compañero de gloria» (D. Alonso, Del Siglo de Oro a este siglo de siglas, Madrid, Gredos, 1968).
Analfabeto e ignorante, Sancho atropella sus discursos con un estrafalario y gracioso refranero, una materia en la que sí es experto, especialmente cuando trata del comer. Sancho comprende la realidad ajustándola al marco de la comida, para así poder, una vez adaptada a su entendimiento, discernir, decir y decidir. La comida funciona en la novela como un elemento complejo, vertebrador del comportamiento, los discursos y las acciones del personaje.
La actitud de don Quijote respecto a la comida es muy distinta de la del escudero. Nuestro caballero es un deshacedor de agravios y un enderezador de tuertos, luz y espejo de la caballería andante. Mirando siempre por cumplir con el estricto código caballeresco, don Quijote se muestra fiel a sus principios:
Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. (I, X)
La comida, de nuevo, actúa como un elemento descriptivo de primer orden. En una de sus muchas pláticas con Sancho, don Quijote le instruye acerca de los valores caballerescos a partir solamente de sus hábitos alimenticios. El estoicismo alabado por don Quijote es entendido no solo como un ideal, sino como una práctica corriente entre los de su orden, pues en las historias caballerescas “aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen”. Con todo, don Quijote es consciente de que en ciertas ocasiones conviene guardar el decoro y atender como es debido a “algunos suntuosos banquetes” propios también de la orden de caballeros.
Vivir muriendo y morir comiendo
Don Quijote y Sancho, con actitudes tan dispares frente a la comida, constituyen un contraste a lo largo de la novela. En ocasiones, por ejemplo, se lamenta Sancho del severo régimen alimenticio al que le tiene sometido su amo, obsesionado por cumplir con el estricto código caballeresco. En este fragmento Sancho expone sus quejas al escudero del Caballero del Bosque:
Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo a lo menos, y no como yo, mezquino y malaventurado, que solo traigo en mis alforjas un poco de queso tan duro, que pueden descalabrar con ello a un gigante; a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo. (II, XIII)
Sancho, apesadumbrado por la dieta silvestre a la que no puede acostumbrarse, alaba las virtudes del otro escudero por “este gran banquete”, del que Sancho toma partido muy gustosamente. Un poco de queso, algarrobas, avellanas y nueces, ese es todo el sustento de nuestro humilde escudero. Y todo “mercedes a la estrecheza de mi dueño”. Pero Sancho, esperanzado con la promesa de gobernar una ínsula o por hacerse con cualquier otra riqueza, sigue resignado tan rigurosa dieta. Pese a las apariencias, don Quijote no se muestra ajeno a su sufrimiento. En más de una ocasión, sus meditaciones en torno a la caballería o a la sin par Dulcinea del Toboso ceden paso al lamento del amo preocupado por su criado:
Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y abundancia. (II, XX)
Este es uno de los fragmentos en que mejor se advierte cómo don Quijote, al margen de agravios, tuertos, castillos y encantadores, es también un amo atento, afligido por la miseria en que viven y consciente del buen servicio de Sancho. De su escudero alaba que “le sirvió en la fertilidad y abundancia”, mientras lamenta que, al contrario, él le sustenta en la “esterilidad y hambre”. Sancho no suele ser partícipe de los tormentos de su amo, tal y como ocurre en este pasaje, en el que se observa un gran contraste entre ambos: mientras el Caballero de la Triste Figura profiere estas palabras, su escudero duerme plácidamente.
Ocupado en sus cavilaciones, vigilias y tormentos, don Quijote ofrece a lo largo de la obra discursos propios de un hombre ilustrado, además de relacionarse cortésmente con doncellas, nobles, pastores y caballeros. A la comida se refiere casi exclusivamente por motivo de Sancho, sea para dar instrucciones, consejos o amonestaciones. Esto ocurre, por ejemplo, en el momento en que Sancho, a punto de ser gobernador de su preciada ínsula, escucha atento a don Quijote, quien entre otros tantos consejos refiere los siguientes:
No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. (II, XLIII).
En este pasaje don Quijote descubre lo bien que conoce a su escudero. Le aconseja no comer ajo ni cebollas para que no sepan de su “villanería” (origen humilde), pero también porque sabe don Quijote de la afición que tiene Sancho por ellas. Le advierte asimismo de que sea comedido, especialmente con el vino, enemigo de la confianza, y por el que Sancho siente una gran veneración. A través de la comida don Quijote muestra de nuevo su estatus superior, instruyendo y aleccionando a su escudero, que se lamentará de no poder recordar todos sus consejos.
En el siguiente fragmento se puede apreciar el contraste entre caballero y escudero, basado de nuevo en las diferencias respecto a los hábitos alimenticios de don Quijote y Sancho:
—Perdóneme vuestra merced —dijo Sancho—, que como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
—No digo yo, Sancho —replicó don Quijote—, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser dellas y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco. (I, X)
Materia de grande risa
La comida, como no podía ser de otro modo, contribuye también a esta parodia esbozando una sonrisa en el lector. Memorable es la escena en que don Quijote le pide a Sancho su celada, y este, que acaba de comprar unos requesones a unos pastores, aturullado por las prisas, se la devuelve habiendo primero guardado allí los requesones. La situación es sencillamente grotesca. Don Quijote, cuyas armas “habían sido de sus bisabuelos” y “tomadas de orín y llenas de moho”, y cuya celada no es ni mucho menos la apropiada para un caballero, se ve ahora envuelto por una sustancia pegajosa y láctea que se le esparce por toda la cabeza, alcanzando la cara y los ojos y ensuciándole las barbas. Don Quijote, ante los leones de rey teme que el Caballero del Verde Gabán piense que por el miedo se le hayan derretido los sesos.
La comida es la causante de muchas de las situaciones burlescas y graciosas que tanto abundan en la novela. Algunas ya han salido al paso, como los refranes o las disertaciones de Sancho o los consejos y lecciones de don Quijote. Recordemos una última escena:
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trájole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía, y, ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada. (I, II)
A la comida que le sirven a don Quijote, rancia y de mala calidad, se la compara, para desgracia de nuestro caballero, con sus armas. Son tales las trazas que debía de ofrecer don Quijote, que ni siquiera se puede decir que los alimentos en mal estado servidos en una venta cualquiera presenten un aspecto más saludable. Esta escena constituye una sátira cruel y despiadada, pues en ella se ridiculiza a don Quijote de la Mancha. Don Quijote está tan obsesionado con conservar intacta la celada que se deja dar de comer y de beber, precisamente momentos antes de que le pida al ventero que le arme caballero, lo cual “redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano”. La mesa está lista, la parodia está servida.
Dichosa edad y siglos dichosos…
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
-Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de “tuyo y mío”. (I, XI)
Así da comienzo uno de los más bellos parlamentos que don Quijote pronuncia a lo largo de la novela. Si pasamos a valorar la comida como un acto social, observamos que los banquetes que los demás personajes comparten con don Quijote y Sancho suelen inducir a nuestro caballero a una meditación ilustre, que tiene el gusto de comunicar a los demás comensales. En este caso, don Quijote ensalza un supuesto paraíso primitivo, retomando el tópico de la edad dorada, en el que “Todo era paz, entonces, todo amistad, todo concordia”, un lugar, en definitiva, sin “tuyo y mío”. El paraíso alabado por don Quijote recrea un ambiente pastoril, donde “andaban las simples y hermosas zagalas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello”. Todo ello para a la postre expresar su rechazo a la malicia detestable que campa a sus anchas por el mundo, la cual le ha obligado a traer la caballería “para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos”.
Don Quijote, ilustre orador, es capaz de sorprender a propios y extraños con sus “discretas razones”. Si bien es cierto que siempre parece dispuesto a deleitarnos con algún que otro discurso, es después de una comida en compañía cuando pronuncia los más célebres. Quizás porque el tener el estómago lleno le da fuerzas a sus siempre molidos huesos y débiles músculos, tal vez por hallarse entre pastores y sentir cierta nostalgia, o sencillamente por el gozo que supone el reposo entre tanta búsqueda de hazañas y aventuras. De nuevo, la comida adquiere una relevancia especial, pues no olvidemos que lo que da pie a tan “larga arenga” son unas simples bellotas, con cuya fragancia y textura debieron sin duda las musas inspirar a don Quijote.
Muchos más son los discursos que, recién comido, pronuncia don Quijote, como aquel tan famoso de las armas y las letras. Pero don Quijote no solo gusta de intervenir él en la sobremesa, sino que también anima a que lo hagan otros:
Levantados, pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria, a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan, “yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno; que solo por ejercitar el ingenio la he hecho. (II, XVIII)
A continuación, el hijo de don Diego lee una glosa y un soneto, de lo que don Quijote recibirá mucha satisfacción. Con sus intervenciones y ruegos don Quijote contribuye a crear un ambiente letrado y culto. En más de una ocasión, después de comidas más o menos apacibles, tendrán lugar formidables discusiones. Vemos aquí a un valeroso don Quijote iniciando una discusión con un eclesiástico, en el suntuoso banquete que los duques ofrecen a caballero y escudero:
Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua dijo:
—El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames vituperios. (II, XXXII)
El fragmento, de una retórica muy al gusto del hidalgo, representa a la perfección el espíritu letrado e ilustrado de don Quijote. Parece que los muchos años de lectura enclaustrada y solitaria dan sus mejores frutos en las sobremesas, dejando anonadados a todos los presentes. Especialmente a Sancho, que después de oír los discursos de su señor, no puede por menos que dudar de su locura:
¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido? (II, LVIII)
Valorando la comida esta vez como acto social y comunicativo, hay que destacar que es allí donde don Quijote suele sembrar más la duda sobre si es cuerdo o loco.