El teatro de Lorca está ligado en el imaginario popular a sus figuras femeninas, desde Doña Rosita la soltera hasta Mariana Pineda y la Novia, y sobre todo, Yerma y Bernarda Alba. Muchas de sus propias declaraciones han contribuido a cimentar esta identificación. Un ejemplo es el referido a Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, que valen igualmente para expresar la intención de otras de sus obras, como Bodas de sangre, Yerma o La casa de Bernarda Alba:
Doña Rosita es un drama sencillo con apariencia de comedia blanca. Un drama doliente para familias. Una elegía, matizada y triste, de la mujer soltera. En la casa donde no hay una, hay dos. Siempre me ha causado una gran pena ver en España que para que una muchacha se case necesitan sacrificarse veinte vírgenes.
O estas otras en las cuales dice:
… la obra es el drama profundo de la solterona andaluza y española en general. España es el país de las solteras decentes, de las mujeres puras, sacrificadas por el ambiente social que las rodea”.
… el drama de la cursilería española, del ansia de gozar que las mujeres han de reprimir por fuerza en lo más hondo de su entraña enfebrecida”.
En la obra del escritor colombiano Gabriel García Márquez, igualmente, las mujeres han tenido una importancia fundamental para García Márquez, quien ha declarado en más de una ocasión sentir una predilección especial por ellas. En sus propias palabras:
Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia.
[…] En todo caso, pienso que mi intimidad con la servidumbre pudo ser el origen de un hilo de comunicación secreta que creo tener con las mujeres, y que a lo largo de la vida me ha permitido sentirme más cómodo y seguro entre ellas que entre hombres. También de allí puede venir mi convicción de que son ellas las que sostienen el mundo, mientras los hombres lo desordenamos con nuestra brutalidad histórica. (G. Márquez 2002)
Aún más locuaz se mostró en la conocida entrevista con su íntimo amigo Plinio Apuleyo Mendoza al que confesó que:
No podría entender mi vida, tal como es, sin la importancia que han tenido en ella las mujeres. Fui criado por una abuela y numerosas tías que se intercambiaban en sus atenciones para conmigo, y por mujeres del servicio que me daban instantes de gran felicidad durante mi infancia porque tenían, si no menos prejuicios, al menos, prejuicios distintos a los de las mujeres de la familia. La que me enseñó a leer era una maestra muy bella, muy graciosa, muy inteligente, que me inculcó el gusto de ir a la escuela solo por verla. En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que
los hombres, y en las cuales se orientan mejor con menos luces. Esto ha terminado por convertirse en un sentimiento que es casi una superstición: siento que nada malo me puede suceder cuando estoy entre mujeres. Me producen un sentimiento de seguridad sin el cual no hubiera podido hacer ninguna de las cosas buenas que he hecho en la vida. Sobre todo, creo que no hubiera podido escribir. Esto también quiere decir, por supuesto, que me entiendo mejor con ellas que con los hombres. (Mendoza 1994)
No es extraño por tanto que éste sintiera una fascinación especial desde bien pronto por una obra como La casa de Bernarda Alba que presenta una casa poblada únicamente por mujeres, como la casa de sus abuelos en la que transcurrió su infancia. De hecho, esa fascinación se refleja claramente en una nota de prensa que escribió G. Márquez en marzo de 1951 en El Heraldo de Barranquilla con el título de “Décimo relato: teatro parroquial”, en la cual el joven y aún desconocido redactor hacía la reseña crítica de una imaginaria representación teatral a la que supuestamente habría asistido, pero que, en realidad, era producto de su imaginación. En un determinado momento de dicha nota el cronista explicaba que:
Es evidente que el autor acababa de leer La casa de Bernarda Alba. Siempre he creído que en cualquier pueblo de la Costa Atlántica pueden encontrarse, arracimadas, estas mujeres patéticas que García Lorca puso a vivir y a morir en su última pieza teatral. Pero de todos modos, a pesar de los indudables aciertos del dramaturgo local en su empeño por lograr un auténtico clima folclórico, la casa de doña Amaranta tiene mucho más de la de Bernarda Alba que la de la coronela Montero.
Desde la entrada el autor dio un golpe dramático. La actriz principal –una vieja mujer, especializada precisamente en papeles de carácter lorquiano– está tejiendo su mortaja, mientras se mueve suavemente en el mecedor. Y en el centro de la escena: un inmenso ataúd destapado, cortado a la medida de esa coronela de un metro con setenta y cinco, laca, apergaminada, de quien no puede dudarse –por múltiples razones– que estará muerta antes de que caiga el telón. Y así es. Apenas si le queda tiempo a la mujer para concluir su mortaja, cuando ya sus cinco sobrinas –todas solteras y tres de ellas solteronas– están disputándose la herencia. (G. Márquez 1951, citado en Gilard 1991: 426–27)
Como se puede apreciar, el argumento que describe en esta nota está a medio camino entre La casa de Bernarda Alba y la que luego sería su novela más famosa, Cien años de soledad, ya que conjuga elementos de ambas obras. Pero sobre todo, y más importante aún, en esta nota afirma claramente la identificación que él encuentra entre las “mujeres patéticas” y solteronas del teatro de Lorca y las de “cualquier pueblo de la Costa Atlántica” de Colombia.
Veamos esa identificación de los personajes femeninos más recordados de la obra de G. Márquez. Empezaremos centrándonos en el personaje femenino por antonomasia del teatro de Lorca, el más inluyente en la literatura posterior: Bernarda Alba.
Ya en el cuento de G. Márquez En este pueblo no hay ladrones, escrito en 1962 e integrado en el volumen Los funerales de la Mamá Grande, hay reminiscencias de Bernarda Alba en el personaje de la vieja que vive encerrada en su casa por años y años, tal como se encierran las mujeres de Lorca tras la muerte del marido de Bernarda. Además, al igual que hace Bernarda con Pepe el Romano, esta anciana también dispara con una escopeta a un joven que encarna un nuevo, maleducado y agresivo, orden social: en el caso de la anciana el muchacho quiere robarle su dinero, en el de Bernarda, Pepe el Romano quiere robarle a su hija menor, Adela.
También el personaje de Úrsula en Cien años de soledad comparte determinados rasgos con el de Bernarda Alba que resultan bastante evidentes. Ambas son matriarcas con un fuerte carácter que se tienen que hacer cargo de dirigir sendas familias numerosas ante la ausencia de los hombres para esos menesteres, y ambas hacen gala además de una poderosa voz de mando. Ambas además imponen a sus familias estrictos encierros por causa del luto, y tienen que lidiar con hijas que se pelean por el amor de un solo hombre. Sin embargo, existen también muchos elementos que alejan a ambos personajes. Principalmente ambas se encuentran muy distantes en cuanto a lo que sus autores quieren representar con ellas: Bernarda es un personaje que solo representa la represión impuesta por las mentalidades más arcaicas y retrógradas y, por lo tanto, no presenta ningún rasgo que la haga digna de admiración. En cambio, Úrsula representa a las madres que con fortaleza de carácter y rectitud moral consiguen poner cordura en una casa de locos y actúa siempre movidas por la justicia. El sentimiento que ésta última provoca en el espectador es de admiración por su coraje, mientras que el que provoca Bernarda es rechazo y repulsión.
Otro personaje femenino que guarda semejanzas más intensas con el de Bernarda Alba es Pura Vicario, la madre de Ángela Vicario y de los hermanos Pedro y Pablo en Crónica de una muerte anunciada. Para empezar, ambas tienen cuatro hijas a las que han criado en un ambiente opresivo dominado por el luto, y si Bernarda al comienzo de la obra establece que guardarían un luto de ocho años por su marido recién muerto, de Pura Vicario se nos dice que había criado a sus hijas de manera que “A diferencia de las muchachas de la época, que habían descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos’ (García Márquez 1993: 37–38). De hecho, el narrador menciona que la primera vez que ve a Ángela Vicario vestida de mujer fue “poco antes del luto de la hermana”.
Pero la semejanza más clara entre ambas está en que las dos son tremendamente autoritarias y recurren a la violencia con sus hijas si hace falta. En el drama de Lorca, Bernarda primero golpea a Angustias por mirar a Pepe el Romano el día del entierro del padre llamándola ‘¡Dulce! ¡Suavona!’, luego cuando Adela se pone su traje nuevo para que la vean las gallinas Amelia le advierte que “¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!”. Después otra vez a Angustias “Le quita violentamente con un pañuelo los polvos” de la cara, gritándole “¡Suavona! ¡Yeyo!” y, por último, cuando Martirio admite que ha sido ella la que ha cogido el retrato de Pepe el Romano Bernarda la golpea diciéndole “Mala puñalada te den. ¡Mosca muerta! ¡Sembradura de vidrios”. En la novela de G. Márquez se nos dice que Ángela Vicario “había crecido junto con sus hermanas bajo el rigor de una madre de hierro”, y posteriormente vemos la tremenda violencia con que esa madre de hierro, Pura Vicario, ataca a su propia hija Ángela cuando Bayardo San Román la devuelve a su casa tras la boda por no ser virgen. De hecho, se nos dice específicamente que “Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. “Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar”.
En La casa de Bernarda Alba expresiones como “Aquí se hace lo que yo mando” o “No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta casa con los pies delante mandaré en lo mío y en lo vuestro!”; y en Cien años de soledad véase por ejemplo cuando Úrsula depone a Arcadio como caudillo de Macondo, “Antes de abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo. A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical, suspendió el uso de los brazaletes rojos y descalificó los bandos atrabiliarios”.
En ambos personajes esa violencia viene motivada porque tanto Bernarda como Pura están más preocupadas de lo que diga el resto del pueblo que de lo que les pase a sus hijas, y hacen todo lo posible por aparentar la limpieza de su honor, y por ocultar la verdad a los demás. En este sentido a Bernarda la oímos en la obra aludir repetidamente a esa preocupación. Primero, tras el entierro de su marido, cuando la gente ya se ha ido, exclama:
[…] ¡Andar a vuestras casas a criticar todo lo que habéis visto! ¡Ojalá tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta!
LA PONCIA: No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.
BERNARDA: Sí; para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas.
Posteriormente, son dos de sus hijas las que se quejan de esa obsesión de su madre por lo que diga el resto del pueblo. Primero es Amelia quien dice “De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir” y luego es Magdalena quien protesta “pero nos pudrimos por el qué dirán”. Después, es otra vez Bernarda quien, ante la pelea suscitada entre sus hijas por el retrato de Pepe el Romano, vuelve a exclamar, “¡Qué escándalo es este en mi casa y en el silencio del peso del calor! Estarán las vecinas con el oído pegado a los tabiques” y, más tarde, ante la advertencia de La Poncia de que una cosa muy grande está pasando en esa casa, Bernarda exclama “Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras tú! Y si pasa algún día, estate segura que no traspasará las paredes”. Y es que esa es la verdadera moral por la que se rige Bernarda, la de las apariencias, no le importa lo que pase en realidad en su casa de puertas para adentro, no le importan los verdaderos sentimientos de sus hijas, lo único que le importa es la imagen que den de puertas para afuera. Bernarda expone claramente su credo en el tercer acto cuando afirma: “Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar”. Ese credo encaja a la perfección con el de Pura Vicario, a quien también lo único que le interesa es transmitir una determinada imagen a los demás, solo le preocupa el qué dirán, algo que se ve claramente en este pasaje:
Se fueron mientras se calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto. (G. Márquez 1993: 94)
Otra clara similitud entre Bernarda Alba y Pura Vicario es que las dos tratan de “enterrar a sus hijas en vida”, Bernarda, en primer lugar, encerrándolas a todas en la casa a guardar el luto durante muchos años:
En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas. (G. Lorca 1993: 129)
Luego cuando grita “Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación”, y por último, cuando tras la muerte de Adela exclama “Nos hundiremos todas en un mar de luto”. Por su parte, Pura Vicario lo hace llevándose a su hija a una aldea abrasada por la sal del Caribe, y así el narrador hablando de Ángela nos dice:
Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo posible para que Ángela se muriera en vida, pero la misma hija le malogró los propositos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. (G. Márquez 1993: 101–102)
Ambas son además las instigadoras y, en último término, las culpables de un crimen causado por su reacción al ver el honor de su familia amenazado. Bernarda intenta matar a Pepe el Romano disparándole con una escopeta, y aunque falla, al mentir a su hija y decirle que éste ha muerto, provoca que Adela se suicide. En el caso de Pura Vicario su culpabilidad es todavía más directa y más clara ya que es ella la que instiga a sus hijos Pedro y Pablo a asesinar a Santiago Nasar para limpiar el honor de la familia.
Además, tanto Bernarda como Pura acaban siendo vistas por sus hijas como unas pobres mujeres reprimidas y acaban consiguiendo que sus hijas sientan rencor hacia ellas. En este sentido Bernarda Alba es definida como “una mujer desgraciada cuya razón de ser es el odio y la represión que impone a otros, una mujer que emplea el código sociomoral de su sociedad –el pueblo andaluz– para esos fines”, palabras que podrían servir perfectamente para caracterizar a Pura Vicario en Crónica de una muerte anunciada. De ésta última, de hecho, se nos dice en un determinado momento que “En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer consagrada al culto de sus defectos”.
Pero, sin lugar a dudas, el personaje de la obra de G. Márquez que más rasgos tiene de Bernarda Alba es, desde luego, Fernanda del Carpio en Cien años de soledad. Aparte de las propias similitudes entre las resonancias masculinas y autoritarias de ambos nombres (Bernarda–Fernanda), de Fernanda del Carpio se nos dice que, según ella misma pensaba, era “la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares”, “que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a sus designios”. Tanto la referencia al Duque de Alba y a los apellidos peninsulares como las pretensiones de nobleza la emparentan claramente con Bernarda Alba.
Fernanda además llega a Macondo con la intención de imponer sus leyes en la casa de los Buendía, tal como las impone Bernarda en la suya. De ésta última en la obra de Lorca no es solo que la veamos actuar y podamos comprobar su comportamiento tiránico con sus hijas y criadas es que, además, antes de que aparezca en escena hay una “presentación indirecta” realmente contundente que caracteriza a Bernarda con los atributos de “mandona y dominanta”; con exagerada manía de limpieza; “tirana de todos los que la rodean”; impasible ante el dolor ajeno; con permanente “sonrisa fría” en la cara; creyéndose “la más deseada”, “la más decente” y “la más alta”; y como objeto merecido del odio violento de la Poncia. Después de toda esta acumulación de rasgos negativos, hace su entrada Bernarda.
Por su parte, en la novela de G. Márquez, Fernanda del Carpio aparece en la historia de manera más sigilosa, pero posteriormente se nos dice que a partir de un determinado momento se convierte en la persona que manda en la casa de los Buendía, como Bernarda en la de los Alba, y al igual que ésta impone sus leyes y las rígidas normas que le inculcaron sus padres. Y es que las dos, Bernarda y Fernanda, tratan desesperadamente y por todos los medios de hacer que las cosas sean como ellas quieren que sean, fracasando una y otra vez en su empeño. Las dos tratan de imponer su orden y sus costumbres en sus casas, Bernarda con sus hijas, Fernanda con todos los miembros de la familia. Ambas creen controlar todo lo que ocurre en sus casas, y sin embargo, ambas ven cómo sus hijas se les rebelan y burlan su vigilancia para unirse a distintos hombres: Adela con Pepe el Romano y Meme Buendía con Mauricio Babilonia. A partir de ese momento, ambas dejan de ver a esas hijas como tales y pasan a considerarlas un estorbo o un problema en su intachable imagen pública. Y es que, según su forma de ver las cosas, tal como dice la propia Bernarda “Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga”. Además la reacción de ambas ante dicha rebeldía es la misma, tratar de eliminar al “agresor” del orden establecido (Pepe y Mauricio) y tratar de negar, de ocultar la evidencia de lo que ellas consideran la deshonra de sus hijas: Bernarda gritando a los cuatro vientos que su hija ha muerto virgen (aunque sabe que no es cierto) y Fernanda enviando a su hija embarazada a un convento por el resto de su vida y ocultando al hijo de ésta durante muchos años para que nadie fuera de la casa sepa de su existencia:
Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible destino. El niño fue como el regreso de una verguenza que ella creía haber desterrado para siempre de la casa. Apenas se habían llevado a Mauricio Babilonia con la espina dorsal fracturada, y ya había concebido Fernanda hasta el detalle más ínfimo de un plan destinado a eliminar todo vestigio de oprobio. (G. Márquez 2004: 324)
Y es que las siguientes palabras de Aguilar Piñal en referencia al comportamiento de Bernarda Alba sirven igualmente para explicar el de Fernanda del Carpio:
Es como una silenciosa batalla en que todos son enemigos de todos, en que la “inquisición” mutua se ejerce infatigable porque de ella depende la victoria. Hay que saber cómo viven los demás para hundirlos: la derrota consiste en que los demás sepan. Por eso, cuando acontece el delito, hay que ocultarlo y callar . (Aguilar Piñal 1986: 453)
A ambas sólo les importa el qué dirán y creen poder engañar a todo el mundo con sus manipulaciones, algo que evidentemente, aunque no se diga explícitamente en ninguna de las dos obras, parece imposible que vayan a poder conseguir (Véase en Cien años de soledad cuando Fernanda dice a la monja que le lleva al hijo de Meme: –Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla –sonrió. –No se lo creerá nadie –dijo la monja. –Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras –replicó Fernanda–, no veo por qué no han de creérmelo a mí), ya que, alguno de los personajes que saben la verdad (Pepe el Romano, la Poncia o Martirio en La casa de Bernarda Alba y el propio Mauricio Babilonia o alguno de los miembros de la familia Buendía en Cien años de soledad ) tarde o temprano hablará.
Además, ambas quieren vivir sepultadas y ambas quieren imponerles el encierro a sus familias. Bernarda a sus cinco hijas, Fernanda a toda la familia y, especialmente, a su hija y a su nieto. Así podemos verlo en el drama de Lorca cuando Bernarda ordena ya al comienzo de la obra “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo” y al final, tras la muerte de Adela dice “Nos hundiremos todas en un mar de luto”. De Fernanda, por su parte se nos dice primero en Cien años de soledad que:
Nadie había vuelto a asomarse a la calle. Si de Fernanda hubiera dependido no habrían vuelto a hacerlo jamás, no solo desde que empezó a llover, sino desde mucho antes, puesto que ella consideraba que las puertas se habían inventado para cerrarlas, y que la curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de rameras. (G. Márquez 2004: 351)
Y, posteriormente, se insiste:
“La casa continuó cerrada por orden de Fernanda” (2004: 371)... “No sólo se negó a abrir las puertas cuando pasó el viento árido, sino que hizo clausurar las ventanas con crucetas de madera, obedeciendo a la consigna paterna de enterrarse en vida” (381).
Además, tanto Bernarda como Fernanda son mujeres muy clasistas y no quieren que cualquiera se case con sus hijas. Bernarda exclama en un determinado momento del drama lorquiano:
“No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañan?”
...
Mi sangre no se junta con la de los Humanas mientras yo viva. Su padre fue gañán.
LA PONCIA: ¡Y así te va a ti con esos humos!
BERNARDA: Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen. (G. Lorca 1993: 170)
Fernanda, por su parte, pretende ahuyentar al pretendiente de su hija Meme, Mauricio Babilonia, porque le parece muy poca cosa para su hija, y llega incluso a hacer que le disparen.
Pero lo que termina de vincular claramente a Bernarda Alba y a Fernanda del Carpio es su relación con sus respectivas hijas, Adela y Meme. La rebeldía de la primera contra el férreo orden impuesto en la casa por Bernarda se corresponde con el intento de Meme Buendía por escapar a la dictadura impuesta por su madre Fernanda del Carpio en la novela de G. Márquez. No en vano, cuando al final de Cien años de soledad el último Aureliano está leyendo en los pergaminos de Melquíades la historia de la familia se nos dice, en clara referencia a Meme Buendía y su rebeldía contra su madre, Fernanda del Carpio, que:
Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía.
En ambos casos el detonante del enfrentamiento contra el orden establecido por las madres es el amor de un hombre: Pepe el Romano en La casa de Bernarda Alba y Mauricio Babilonia en Cien años de soledad. Ambas hijas viven un romance clandestino y pasional con sendos amantes hasta que las madres se enteran de ello. La respuesta de ambas madres ante la situación es la misma: disparar (en el caso de Bernarda) o hacer disparar (en el de Fernanda) al amante.
Hasta aquí todo coincide casi a la perfección. Varía es la resolución de ambas situaciones. Mientras Bernarda engaña a Adela diciéndole que Pepe el Romano ha muerto, Fernanda no tiene que mentir ya que consigue efectivamente cazar a Mauricio Babilonia. Pero la diferencia realmente significativa está en la reacción de ambas hijas a la acción de sus madres: mientras Adela no puede soportar haber perdido al hombre que ama y en señal de rebeldía contra su madre se suicida, Meme se deja llevar y enclaustrar en un convento y como única señal de protesta no vuelve a hablar más en su vida.
Una aparente diferencia entre Bernarda y Fernanda es que la primera es viuda y la segunda no, algo que no es tal si recordamos que en un determinado momento se dice que “Fernanda se dio cuenta de que era una viuda a quien todavía no se le había muerto el marido”. En realidad, la diferencia fundamental entre ambas está en que Bernarda responde al código de conducta propio de la zona y la sociedad en la que vive, la del machismo y el código del honor y la honra de la sociedad arcaica de la Andalucía profunda. Fernanda, en cambio, llega a Macondo y a la casa de los Buendía con unas costumbres y un código de conducta importado de su zona natal, la de los cachacos del altiplano, que no tiene nada que ver con la de los costeños como los Buendía y los habitantes de Macondo en general. Esa educación que ella ha recibido como señorita aristocrática, y que es heredera de la sociedad católica española tradicional, ella trata de imponerlo al resto de la familia de los Buendía, con poco éxito en general, salvo en el caso de sus familiares directos de sangre, su hija Meme y su nieto Aureliano. No en vano se nos dice que:
...su severidad hizo de la casa un reducto de costumbres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que los forasteros despilfarraban sus fáciles fortunas. Para ella, sin más vueltas, la gente de bien era la que no tenía nada que ver con la compañía bananera” (G. Márquez 2004: 281).
Con el resto de la familia, el choque de culturas la lleva al ostracismo y al aislamiento del resto del mundo (Es curioso, pero también de Bernarda Alba se llega decir en un momento de la obra de Lorca que la familia de su difunto marido la odia, algo que se ve muy claramente en un pasaje en el que la propia Fernanda relexiona sobre cómo todos los miembros de la familia le han ido recriminando siempre su comportamiento y el más explícito es José Arcadio Segundo quien:
...dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores” (2004: 356).
Lo ha explicado muy bien Ana Pizarro, según la cual, Fernanda, cuyo mundo de valores conservadores están en desconexión con la realidad inmediata, que ella es incapaz de aprehender, y con la evolución histórica esta desconexión se vuelve insuperable, llevándola a refugiarse en su soledad. Es la ruptura propia de la vieja oligarquía rural con la burguesía industrial en ascenso.
Esto ha hecho a algunos críticos, como García Ramos, ver en Fernanda del Carpio “la caricatura de la dignidad de Úrsula. Su polo negativo”. Tal vez considerar al personaje de Fernanda como una caricatura del de Úrsula sea algo excesivo, pero en todo caso el autor no hace muchos esfuerzos por ocultar su simpatía por Úrsula ni su animadversión por Fernanda, lo que la emparenta directamente aún más si cabe al personaje de Bernarda Alba en su concepción y en el efecto que su autor quiere conseguir con ella.
Lo significativo no es que los personajes compartan algunos rasgos, ya que, ambos autores crean esos personajes femeninos a partir de mujeres que encuentran en la realidad que les rodea y, como también hemos visto, el propio García Márquez señaló en una ocasión que las mujeres de la Andalucía profunda que Lorca mostraba en su teatro tenían un claro parangón en muchas mujeres de su Colombia natal (solteronas, vírgenes eternas, siempre de luto, cociéndose en su amargura y envidia… etc.). Lo relevante es que Lorca y García Márquez construyen esos personajes enfocándolos desde una misma perspectiva e inspirándose en un mismo tipo de mujeres “reales” de su entorno. Si a ellos les llaman la atención esas mujeres autoritarias, agresivas, con un sentido más masculino del honor y del qué dirán que el de muchos hombres y deciden conscientemente retratarlas (e inmortalizarlas) en sus respectivas obras es precisamente porque sus intenciones al crear a esos personajes son coincidentes. Ambos pretenden realizar una denuncia clara y abierta del arcaísmo sectario de algunas mujeres que en sus respectivas épocas y países (la España de los años 20 y 30 y la Colombia de los años 40 y 50) se comportaban como estos personajes de ficción.
Es como si ambos, especialmente afines a las mujeres por distintas circunstancias y, por lo tanto, “aliados” suyos en cierto sentido, hubiesen reflexionado enormemente sobre el problema de la opresión femenina y hubiesen llegado por separado a la misma conclusión. Concluían que en la lucha de sexos que suponía la sociedad de sus respectivos mundos, las mujeres no tenían que combatir solo contra los hombres, sino que algunos de los peores enemigos los tenían en casa, en su propio bando. En ese sentido, en el caso de Lorca se trata más de un ejercicio de elucubración sobre su pensamiento real a partir de lo que podemos interpretar por su obra que de una certeza, ya que no se conservan declaraciones suyas a este respecto. Sin embargo, en el caso de G. Márquez, él mismo explicaba a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en la famosa entrevista que éste le realizó en El olor de la guayaba (1982) al poco de publicarse Crónica de una muerte anunciada que “muchas veces he pensado si este modo de ser de las mujeres, que en el Caribe es tan evidente, no será la causa de nuestro machismo. Es decir: si en general el machismo no será producto de las sociedades matriarcales”, para continuar poco más adelante señalando que “Crónica de una muerte anunciada, para no citar sino uno de mis libros, es sin duda una radiografía y al mismo tiempo una condena de la esencia machista de nuestra sociedad. Que es, desde luego, una sociedad matriarcal”, y acabar concluyendo que en su opinión “el machismo, tanto en los hombres como en las mujeres, no es más que la usurpación del derecho ajeno. Así de simple”. Es decir que, tal como decíamos más arriba, para G. Márquez en Colombia las madres al estar inmersas en una sociedad dominada por unos valores esencialmente machistas, y como principales educadoras en el seno de la familia, eran las que transmitían a sus hijos e hijas esos valores más arcaicos, contribuyendo en ese sentido a la perpetuación de ese machismo tanto o más que los propios hombres.
En definitiva, García Márquez se identifica con la manera que tiene Lorca de llevar a cabo esa denuncia del machismo en las sociedades hispánicas más rurales y encuentra, en cierto modo, un modelo en el que inspirarse.
Bibliografía utilizada como referencia:
Aguilar Piñal, Francisco, 1986. ‘La honra en el teatro de García Lorca’, Revista de Literatura, 48.96:447–54.
García Lorca, Federico, 1986. Bodas de sangre, ed. de Allen Josephs y Juan Caballero (Madrid:Cátedra Letras Hispánicas).
—, 1993. La casa de Bernarda Alba, ed. de Allen Josephs y Juan Caballero (Madrid: Cátedra LetrasH).
—, 1997. Obras completas III. Prosa, ed. de Miguel G.-Posadas (Barcelona: C. de Lectores y Galaxia Gutenberg).
García Márquez, Gabriel, 1993. Crónica de una muerte anunciada (Barcelona: Plaza y Janés).
—, 2002. Vivir para contarla (Barcelona: Mondadori).
—, 2004. Cien años de soledad (Madrid: Biblioteca García Márquez, Barcelona: Mondadori y RBA).
García Ramos, Juan-Manuel, 1989. Guías de lectura. Cien años de soledad (Madrid: Editorial Alhambra).
Pizarro, Ana, 1992. ‘De la ficción a la historia Cien años de soledad’. Homenaje a Gabriel G. Márquez. Testimonios sobre su vida.
Rubia Barcia, José, 1975. ‘El realismo mágico de La casa de Bernarda Alba’. El escritor y la crítica, (Madrid: Taurus Ediciones, S.A.), pp. 383–403.