En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 31 de marzo de 2020

Marcela, un espejismo de libertad


Tomamos a Grisóstomo y Marcela, para hablar del amor y la libertad, cuestiones ambas muy dramáticas. Grisóstomo y Marcela son dos personajes que se disfrazan de pastores y deciden llevar esa vida de libertad en el monte con las cabras.


Grisóstomo es de familia noble, un buen estudiante en Salamanca que oye hablar de la belleza de Marcela y decide hacerse pastor para seducirla.


Marcela, igualmente de familia alta, decide hacerse pastora para eludir las dos únicas alternativas que el siglo de oro deparaba a las mujeres: un casamiento impuesto por la familia, o el convento. Marcela no quiere ni la una ni la otra y opta por la libertad de cuidar cabras en el monte.


Estos episodios nos resultan muy simpáticos a todos los lectores porque hablan de amor y libertad, dos palabras inflamables a la experiencia humana; las gentes nos emocionamos cuando oímos hablar de amor o libertad, sin embargo estas dos palabras casi siempre resultan en exceso dramáticas, y dudo de cual de las dos será más dramática, si la libertad o el amor. No hay más que fijarse en Romeo y Julieta de Shakespeare, que es la obra que tenemos como el prototipo del amor, siendo en realidad una tremenda tragedia que dura solo tres días y acaban más de media docena de personajes muertos, entre ellos los protagonistas, ¿qué historia de amor es esa que tantas muertes acarrea en tan poco tiempo?


Grisóstomo y Marcela, ambos de familias nobles que, contrariamente al pueblo llano, viven con sus caprichos o con sus idealismos. El, un brillante estudiante en Salamanca que oye hablar de la belleza de Marcela, y decide hacerse pastor para seducirla. Ella, bella, caprichosa y consentida por su tío cura con quien se ha criado, decide hacerse pastora para evitar el convento y el matrimonio que no parecen seducirle. Repetimos que en el siglo de oro no había otras salida para las mujeres sino el convento o el casamiento por imposición familiar.


Ambos llegan a ser pastores, pero son pastores fingidos, son nobles que juegan a a ser pastores. Marcela no quiere saber nada de Grisóstomo, que tampoco le seduce mucho, o nada, que esto no queda muy claro. Y el joven estudiante al sentirse rechazado opta por el suicidio, que es una forma radical de protesta. Con esta acción que realiza el inteligente estudiante, -notesé la irónia cervantina-, escandaliza y pone a todo el mundo en contra de Marcela, que de forma alienada la culpan del suicidio de su enamorado. En este punto hay que tener muy presente que el Concilio de Trento, celebrado unos años antes de que la novela saliera a la luz, había prohíbido el suicidio en la literatura; pero Cervantes, como en La Numancia que hizo que se suicidara a toda una población, se lo pasó por… Vamos que lo sorteó con sutileza.


Pero volvamos a dónde estábamos. Marcela, en el entierro, desde un peña alta a la que sube para que todos los pastores alienados la vieran, lanza un profundo mensaje de autodefensa para legitimar su posición, diciendo que no está obligada a querer por imposición. En esto parece tener razón, podíamos apostillar.
 

Este discurso convierte a Marcela en adalid del feminismo y la libertad, pero si analizamos críticamente este episodio, y nos preguntaremos, ¿qué libertad hay cuidando cabras? , todo este argumento se viene abajo.


Como decía Baruch Spinoza que, con raíces burgalesas, de mi pueblo del norte, Espinosa de los Monteros (además sus padres siempre le llamaron Benito, nombre muy común aún hoy día en esta localidad), nació unos años después que Cervantes, y a Cervantes se le considera por su pensamiento el Spinoza de la literatura. Decía que el ser humano es libre en la ciudad, en el estado, porque dentro del estado hay unas normas que regulan que sea posible la libertad. Por otro lado Aristóteles dice que el ser humano tiene como fin vivir en la “polis”, vivir conforme a derecho en la ciudad. El ser humano no está diseñado para vivir en una isla desierta, no está diseñado para el idealismo de Rouseau, no está diseñado para ser un Robinson Crusoe, no está diseñado para buscar la libertad en el monte, sino para vivir en una sociedad organizada políticamente. La vida alternativa al estado que plantea Marcela renunciando a unos hábitos, a unas costumbres y una ley es un retroceso, una involución, porque lo contrario a libertad no es poder hacer algo, es la impotencia de no poder hacer nada, ya que no se dispone de posibilidades para hacerlo, en el monte o en una isla desierta no se puede hacer nada, la mayor posibilidad de hacer algo lo proporciona la sociedad organizada.


Así que Marcela en este episodio está actuando en nombre de un espejismo, no de la libertad. Lo que ofrece Marcela no es una vida libre, es una vida anulada, con menos posibilidades incluso que en el convento. Así que por eso digo que todo lo que plantea Cervantes es algo muy diferente a lo que parece ser a primera vista.

Cervantes como autor y narrador


El narrador: una maniobra de distracción de Cervantes

El narrador es un cínico extraordinario que llena la obra de trampas. La literatura es una trampa para el que no sabe razonar (en realidad todo en la vida es una trampa si no se sabe razonar), ningún texto bueno de ficción puede interpretarse literalmente. 
 
Al leer el Quijote, debemos ser conscientes que el autor-narrador es un verdadero cínico, y hasta que se les conoce es muy difícil tratar y entenderse con los cínicos. 

El narrador del capítulo uno al ocho, no es el que cuenta la historia, sino una persona anónima que la inicia. Al final del capítulo ocho, como las buenas seres de televisión, don Quijote y el vizcaíno se quedan con las espadas en alto preparados para la batalla. En el capítulo nueve continua la historia un segundo narrador que se encuentra unos manuscritos en un mercado de Toledo, son papeles dispersos que están en árabe, que él reúne y se los da a traducir a un morisco aljamiado, es decir un morisco que vive en Toledo que conoce el árabe. Ya traducidos, nos dice el segundo narrador que la historia está contada por un historiador árabe que se llama Cidi Hamete Berengueli, que es quien ha sido testigo de los hechos años antes acaecidos.

La broma continua. Siendo todo esto de los narradores, autor, traductor, un juego ficticio que tiene como finalidad disolver la presencia del verdadero autor, Cervantes, para evitar responsabilidades, que con mucha sutileza e ironía escribe una novela tremendamente crítica para su época.

Es clave pues la función del narrador que es un enorme fingidor, y esta es la mayor de las inocencias, pues todo lo que viene después en la novela son trampas para eludir las responsabilidades de una obra muy crítica y comprometida. Nos engaña con cada palabra que dice, y nos engaña desde el principio con eso de “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”
 
 
 

Cervantes, el autor que destruye todos los idealismos

La obra de Cervantes destruye todos los idealismos, los ridiculiza. Así, a pesar de que el Romanticismo sugirió la idea de que la locura era una forma superior de racionalismo, -esa «absurda» máxima que dice que los locos siempre dicen la verdad porque razonan mejor que los cuerdos-, es claramente una aberración. En la realidad no es así. Puede cumplirse esto en la literatura donde los locos, son locos de diseño, manejados a su antojo por el autor. Cervantes muestra tanto en las “Novelas ejemplares” como en el “Quijote” locuras que son verdaderas patologías, dándonos a entender repetidamente en su obra, que la locura es un uso patológico de la razón, ya que los locos razonan, pero mal.

Eso sí, se trata de una locura entendida como un ejercicio racional: La locura de don Quijote es una invención diseñada por Alonso Quijano, es una irracionalidad racional. La realidad es muy intolerante, porque destruye a quien no sea compatible con ella. La obra de Cervantes es una demostración de cómo hay que razonar para ser compatible con la realidad. Ser idealista es no enterarse de lo que uno tiene delante. Como hace el tramposo ante el juego, que se lo toma en serio, el idealista se toma en serio la ficción y la mentira.

Dice González M. "La interpretación literaria se halla "en un callejón sin salida y anclada en teorías de hace 50 años": Barthes, Derridá, el estructuralismo"... Es lamentable que la disciplina esté en manos de místicos o de la ornitoscopia (adivinación por la observación de las aves). Igualmente son aberrantes las teorías basadas en la perspectiva de género o nacionalismos. Peor aún, que la emoción o los éxtasis místicos sean el camino de la interpretación."

Para explicar a Cervantes no basta la filología, sino que hay que interpretar sus ideas filosóficas. Cervantes, en muchas de sus obras, introduce un narrador cínico, que dice una cosa con palabras y cuenta otra con los hechos. Ejemplos: don Quijote es un loco que está cuerdo, tiene una locura de diseño; el licenciado Vidriera parece inteligente y es un imbécil que alcanza su máximo grado al graduarse en la universidad. Y en las Novelas ejemplares sucede lo mismo. En su prólogo dice que son escritos ociosos, bagatelas, pero son los textos de un patriota cristiano con un discurso racionalista católico. Por ello Spinoza tenía en su biblioteca las Novelas ejemplares, de donde alimentó su racionalismo antropológico.

El licenciado Vidriera dice gilipolleces erasmistas, que Cervantes repudia, como hace con Montaigne y su relativismo.

Si lo comparamos con Shakespeare, como muchos pretenden, las obras del inglés están llenas de magos, fantasmas o brujas, Cervantes, por el contrario, califica de tarado mental a un hechicero, porque tarado es el que no se puede adaptar a un racionalismo normativo.

En el plano religioso Cervantes es cristiano frente al Islam y católico frente al protestantismo, pero él vive como un ateo, porque se enfrenta a la realidad que le rodea desde un punto de vista práctico. "Cervantes es insoluble en agua bendita". En las Novelas ejemplares de Cervantes, interpretadas desde el Materialismo Filosófico, se aprecia una imagen totalmente opuesta al idealismo y al "panfilismo" de quienes ven al cautivo de Argel, cercano a todas las religiones o del erasmismo, pues Cervantes es un autor ateo de educación y convicciones católicas. Nadie en su sano juicio podría decir en la época de Cervantes que no se oponía al Islam: se opuso con las armas en Lepanto, y cuando estaba prisionero se intentó escapar cinco veces. (Hoy hay más idealistas que entonces porque no se tienen que enfrentar a esta realidad, ya que son otros los que lo hacen por nosotros. En este caso son los americanos, que ya tuvieron que venir en la Segunda Guerra Mundial a sacarnos las castañas del fuego a los europeos, obteniendo grandes beneficios estratégicos a cambio).

Si viviese hoy en día Cervantes iría a luchar contra el autodenominado Estado Islámico, porque, desde el punto de vista del materialismo filosófico, el pacifismo es incompatible con la realidad, ser pacifista es exponerse a que la realidad te triture.

viernes, 27 de marzo de 2020

El Quijote visto desde el materialismo filosófico



Mooc de la uvigo: "Cervantes y la teoría de la literatura del materialismo filosófico". Presentación del curso por Jesús García.  

 

Originalidad filosófica y literaria de la obra completa de Miguel de Cervantes



Cervantes, filósofo y literato

Desde siempre, la Crítica, la Historia y la Teoría de la Literatura, se han referido a Cervantes como un novelista, un dramaturgo o un poeta, pero no como un filósofo. Los estudios sobre Cervantes se han limitado con frecuencia a los perímetros de las diferentes disciplinas académicas desde las que los cervantistas han intervenido en su obra literaria, cuyo núcleo es el Quijote, y cuyos límites más recientes están constituidos por el teatro, desde hace muy pocas décadas, y por su poesía, desde hace apenas unos años.

Sin embargo, la Filosofía de Cervantes, su sistema de ideas, su pensamiento genuiamente filosófico, no ha sido abordado de forma específica, sino siempre tangencialmente, y siempre para justificar su erasmismo —que aquí discutiremos de forma explícita—, defendido más por filólogos que por filósofos.

Aquí negaremos de forma radical su idealismo, diseñado y alimentado desde el Romanticismo alemán, y europeo, hasta el célebre libro de Américo Castro, de 1925, sobre El pensamiento de Cervantes, auténtico canto del cisne del Idealismo alemán en tierras hispanas. La posmodernidad contemporánea no ha hecho más de intensificar, acríticamente, el falso idealismo de Cervantes, confitado al día de hoy de irenismo acrítico y panfilismo aberrante.

Trataremos de explicar a Cervantes no solo como literato (novelista, dramaturgo y poeta), sino como filósofo, es decir, como artífice de un sistema de pensamiento formalmente objetivado en la totalidad de su obra literaria, material artístico, estético y poético, que tomaremos como referencia. Analizaremos la obra literaria cervantina desde los criterios de una Filosofía no idealista: el Materialismo Filosófico.


Cervantes, más allá de la endogamia de los cervantistas

Cervantes ha sido objeto, desde siempre, de la endogamia de los cervantistas, entre otros grupos académicos e ideológicos que se han ocupado de su obra literaria.

Los diferentes grupos académicos, organizados en obbies, gremios, escuelas, ideologías, tendencias, equipos de investigación, etc., han tratado siempre de dar una imagen de Cervantes que, una y otra vez, ha sido resultado de las creencias dominantes en cada tiempo y lugar.

Cervantes ha sido siempre un comodín, o caja de resonancia, de las más diversas ideologías, banderas, o ideales de lo políticamente correcto, hasta hacer del autor del Quijote un homosexual para los homosexuales,un pacifista para los posmodernos contemporáneos, un cruzado contra el moro para los belicosos, un nacionalista español para los franquistas, un neorromántico para todo tipo de idealismo, un lego o simple que, para mayor gloria de cervantista de turno, escribe una obra literaria genial sólo comprensible por el cervantistas (que sabe más que cervantes), un marxista para los libertadores, etc... Aquí se impugnará todo esto.


Cervantes se expresó y escribió siempre como si él, personalmente, no hubiera existido nunca

Este hecho, expresarse como si uno nunca hubiera existido personalmente, sin dejar apenas testimonios particulares, textos autógrafos, datos biográficos directos o explícitos, etc., ha permitido que muchos de sus intérpretes, los cervantistas sobre todo, se arrogaran el derecho de eclipsar al autor de tan complejas obras literarias, e incluso de reemplazar con sus particulares ideas, las ideas del intérprete, en ocasiones excesiva o patológicamente peregrinas, las ideas fundamentales y esenciales del propio Cervantes.

Que conste: Cervantes es superior e irreductible a sus intérpretes. Cervantes es superior e irreductible a los cervantistas. La obra de Cervantes, y sobre todo su obra el Quijote, condena a la obsolescencia a todas las interpretaciones críticas que se vierten sobre ella.

La literatura es una trampa para quien no sabe razonar. La literatura de Cervantes exige mucho, muchísimo, racionalismo. No entre en ella nadie que no sepa razonar. No pretenda el crítico reemplazar al autor.

Quede claro que la literatura de Cervantes, en particular, es una trampa muy sofisticada para quienes no saben usar la razón de forma crítica.

Adviértase que la locura, en la literatura, es siempre una construcción de diseño muy racionalista.

Cervantes ha tratado de presentarse a sí mismo, muy cínicamente, como un escritor entretenido, inocente y acrítico. Y también sencillo. Pero su obra es muy compleja, crítica en extremo y sofisticadamente astuta.

Su literatura representa el triunfo de una heterodoxia y de una crítica cuya comprensión rebasa la propia época de su autor. Cervantes exige un mundo contemporáneo. En literatura, Cervantes es el resultado de lo que han sido y siguen siendo los cervantistas, es decir, ha sido y es de todo lo que está de moda en cada época, según el sol que más caliente el cerebro de sus lectores y los bolsillos de sus intérpretes.

Pero en Filosofía, por ejemplo, Cervantes es un racionalista y un ateo de formación católica, un precursor del racionalismo de Spinoza. El referente filosófico de Cervantes no es Erasmo de Rotterdam, sino Baruch de Spinoza. Esta es la dimensión más original de la creación literaria y filosófica de Cervantes.


Cervantes y el Materialismo Filosófico

En sus estudios cervantinos, los filólogos e historiadores de la literatura han actuado casi siempre cercados por tres límites muy difíciles para ellos de superar:

  1. El Siglo de Oro.

  2. La Literatura Española.

  3. La endogamia particular del lobby o gremio académico en el que se ha formado, o para el que trabaja, cada investigador (y del que dependen su presente y futuro curriculares: un departamento universitario de izquierdas o de derechas, políticamente hablando, un grupo religioso, como el Opus Dei, una compañía de teatro subvencionada por tal o cual partido político actualmente en el gobierno, un director o directora de tales o cuales Jornadas de Teatro Clásico, etc...)

En este curso situaremos a Cervantes y a su obra literaria más allá del Siglo de Oro, más allá de la Literatura Española y, por supuesto, más allá de cualquier gremio o lobby académico.





sábado, 21 de marzo de 2020

El olmo caído

El olmo abatido por la acción del viento y recostado sobre la dura acera de mi calle me ha recordado al instante a un pariente suyo: el olmo de Antonio Machado, caído en la ribera del Duero. No tengo necesidad de recurrir al libro, ya que al menos el primer cuarteto, lo sé de memoria:

"Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido"

                                                                                                                                  
El olmo de Machado en Soria

Al de mi calle, a las ramas que quedan en pie, con este marzo que parece abril, también le han crecido algunos tallos y hojas nuevas. Es posible que, si la brigada municipal no viene a trocearlo y a llevárselo para quemarlo, hacer madera aglomerada o abono vegetal para el próximo año, estos tallos sean ramas que nos darán sombra y cobijo a los vecinos y a los pájaros de las cercanías. Los moverá la brisa como ahora mueve las copas de los pinos cercanos, y en ellos los mirlos, las torcaces y los gorriones instalarán sus nidos.  Puede que también las ratas, aunque estas gustan más de la espesura de los olmos de bola de la calle de abajo, próxima al barranco.

Un olmo sencillo me ha llevado al Olmo y el Olmo al poeta, Antonio Machado, uno de los grandes. Lo que todavía no sé muy bien es qué admiro más en él: si al poeta, al filósofo, o al hombre. Hay páginas suyas que toda persona que las lea no podrá olvidar jamás. Baste como ejemplo este breve poema, tan de moda hoy día, premonición de la guerra civil:

"Españolito que vienes
al mundo te salve Dios:
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón."

O el final de aquella conmovedora carta enviada desde Baeza a su amigo José María Palacio, en la que después de evocar todas las delicias de la primavera soriana, termina pidiendo al amigo que suba con un ramo de rosas al cementerio del Espino, donde yace Leonor, el gran amor de su vida:

“...Palacio, buen amigo, 
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al alto Espino, 
al alto Espino donde está su tierra...” 
 

Machado pregunta por la aparición de los primeros indicios de la primavera junto al Duero, pero este poema es en realidad una de las más hondas y dramáticas elegías amorosas de nuestra literatura. Las melancólicas preguntas que van sucediéndose remiten a veces a situaciones y textos anteriores de inequívoco sentido. Así, la interrogación "¿Tienen los viejos olmos / algunas hojas nuevas?" nos traslada al poema "A un olmo seco", compuesto un año antes, mientras Leonor se extingue irremisiblemente, y Machado aún conserva su esperanza cómo del viejo tronco "herido por el rayo" y condenado a morir, brotan algunas hojas verdes por efecto del renacer primaveral, hasta el punto de que el poema concluye: "Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera", es decir, la curación de Leonor.


Y en estas citas no puede faltar su lírica evocación de aquel 14 de abril de 1931, fecha en que el ilusionado y enfrentado pueblo español quiso cambiar su destino: “Con los primeros lirios de los bosques y las últimas flores de los almendros, de manos de la Primavera, llegaba la República".
 
Pero, al lado de estas páginas y otras como éstas, está la imagen del hombre sabio y bondadoso que gravemente enfermo tomó el camino del exilio y allí murió, en Collioure, en un humilde hotel de la calle que ahora lleva su nombre en el sur de Francia. Es un pueblo que me gustaría visitar, pasear por la calle que lleva su nombre, y acercarme a su tumba donde, en su recuerdo, le pondría flores de tres colores y,  con Soria y Leonor en el recuerdo, le leería una magistral silva asonantada, una creación genuinamente machadiana que nunca hasta entonces se había utilizado en lengua castellana. Según él, era la forma de expresión que mejor se adaptaba a los vaivenes del alma. Esta podría ser la más indicada. En ella, con un tono muy intimista y de postración anímica, el poeta evoca a su amor, Leonor, desde la cercanía de un recuerdo que le atormenta y la distancia geográfica de Baeza:
 

Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
 
 
Soria: el Olmo (junto a él dos peregrinos de Santiago y de don Antonio)


 

jueves, 19 de marzo de 2020

Los años de la magia

Imagen de las alamedas un año antes de la nube del 18 oct 73
Cádiar 1972

Siempre he pensado que el realismo mágico bien pudiera haber nacido en La Alpujarra. Siempre cavilé que el primer habitante de Macondo pudo ser un paisano nuestro que, arrastrado por la necesidad, cruzó el océano con el propósito de hacer las américas, y tanto él como sus descendientes acabaron conspirando y soñando una condena de soledad que les duró más de cien años. Como tantos que se quedaron aquí José Arcadio Buendía era un personaje de ficción que bien pudiera haber sido real, y su maleta, tan ligera en cosas materiales, iba repleta de viejos personajes imaginarios.

Como si saliese de la máquina del tiempo recuerdo mi infancia por destellos, llenos de emociones que relampaguean como chiribitas en mi cabeza. Una edad repleta de magia, de aventuras, de olores, y de narradores imaginativos que contaban las mismas historias con diferentes matices una y otra vez, historias llenas de superstición, de inventos asombrosos, relatos en los que la subjetividad de la fantasía ocultaba la realidad. Años en los que no había relojes pero teníamos tiempo y nos sucedían cosas, un tiempo mucho más lento, con horas muy largas y días que parecían semanas; un tiempo que, al contrario que la tensión arterial, que te sube cuando te la tomas, se fue acortando conforme comenzamos a medirlo; un tiempo que se reducirá más aún, cuando nos abandonen las pasiones, y la monotonía de nuestra vida llegue a esos días en los que, sentados al brasero, casi sin percibirlo, se nos resbalen las estaciones una detrás de otra.

Los primeros cuentos que recuerdo los oí en el seno de mi propia familia cuando estaba mi abuela entre nosotros, y antes aún, cuando mi abuelo vivía y los nietos revoloteábamos a su alrededor, mientras se hacían los mantecados para la pascua, la torta en lata para la matanza o los buñuelos que tanto nos gustaban, y después los mayores, se sentaban al brasero o junto a la chimenea y, allí, durante largas horas, mientras la lluvia de antes y el viento de antes gemían en el terrao, al atravesar las cámaras. Para retenernos junto a su regazo, surgían las historias, siempre de otros tiempos, casi siempre de otro lugar; historias, de mendigos harapientos o mantequeros despiadados, a menudo de princesas moras o cristianas, casi todas historias tristes, como dándonos a entender que, a pesar de los tesoros que nadie encontró, allí nunca había salido nada bien, que aquella tierra no tenía remedio; recordando a personas que se habían marchado a América, donde, visto desde aquí, si había futuro. Al anochecer, el fuego y la sangre nos unía y nos inspiraba; la lumbre y las palabras servían para ahuyentar el frío y acortar las largas noches de invierno.

De la misma forma los olores, variados, maravillosos, de esa infancia adonde vuelvo con el más mínimo aroma que percibo, con cualquier estampa que observo, o con un minúsculo detalle en el que aprecie la magia de aquellos años. Cuando veo una botella de anís o huelo su aroma siempre me viene Cádiar a la memoria asociada a ese olor dulce de mi primera borrachera, pillada bajo el ronroneo de las palomas un Sábado Santo en la torre de la iglesia: a José Antonio y a mí se nos ocurrió que había que combatir el frío, en tanto que, agarrados al badajo de la campana, aguardábamos la señal para repicar a Gloria. Mi casa me la recuerdan otros olores maravillosos que de vez en cuando me asaltan sin esperarlo, como el arroz con leche y las natillas recién hechas, las talvinas con picatostes que ya nunca comemos, o la mención del horno que me evoca a mi abuela preparando el amasijo, siempre con alguna zolleta que devorábamos en caliente. Pero, de la misma manera, también recuerdo algún olor más prosaico relacionado con la limpieza de la zahúrda, pues mi casa de entonces era como el Arca de Noé, con todo tipo de animales que había que limpiar; como mi padre me decía: “más animales tiene Noé y su hijo los limpia cada siete días” (evidentemente mi padre no había leído a Saramago).

Luego está mi barrio, ese barrio al que recuerdo como salido del realismo mágico, con todas las puertas abiertas por las que yo entraba y salía como por la mía. Del barrio me vienen a la memoria hogares y personas: como en casa de Nicolás que era el mejor sitio para esconderse en los graneros o en las cuadras, renovadas de paja, donde siempre teníamos un merceor que se balanceaba a ritmo de cuentos o canciones para mí incomprensibles. La casa de Frasquito y Paula con el tinao lleno de maíz recién cortado, y bajo la escalera la espuerta donde se habían arregostao el gato y el perro a dormir juntos buscado el uno el calor del otro; cuando yo entraba, salían corriendo escaleras arriba como avergonzados de su ambiguo maridaje, y donde en los días de lluvia Frasquito hacía soga y pleita sin cesar mientras me explicaba cosas del tiempo y del campo. La casa de Isabelica y Fabián con su olor a plancha, donde Antonio, su hijo, y yo, teníamos el escenario ideal para nuestras diabluras que Isabel siempre nos pasaba con su frase, -son cosas de niños-: como aquel día que nos rapamos el pelo con las tijeras de coser, Isabel se hartó de reír, pero mi madre nos atizó una buena japuana y cuando salimos llorando nos decía: “llorad, llorad, que cuanto más lloréis menos meáis”. En la casa de Juan Miguel que jugábamos a los santos en la cocina, esos que hacíamos con los recortes de las cajillas de mistos, mientras su madre hacía el puchero, sin importarle lo más mínimo que levantáramos el yeso del suelo con la teja que, después de jugar, guardábamos de un día para otro en la misma cocina. En casa de Carlos, que era como una extensión de la nuestra, pues nos comunicábamos por el huerto; con Carlos profundicé de tal manera en las travesuras que a veces pienso que estamos vivos de puro milagro: nos bañábamos en balsas llenas de estiércol, tirándonos al agua dando saltos mortales precedidos de una carrera para salvar el borde; montábamos a galope sobre los lomos de su burra por vericuetos estrechos y que alguna vez nos tiró al suelo; íbamos a toda leche sobre una bicicleta sin frenos, que había abandonado mi primo Pepe, a la que deteníamos metiendo la zapatilla entre el cuadro y la rueda hasta que salía humo de ella y nos quemaba la planta del pie. Practicábamos algunos juegos tan brutos que me da vergüenza recordar. En definitiva que nos abríamos la cabeza a pedradas y nos desollábamos el cuerpo a trapajazos y no pasaba nada, eran cosas de niños y las escalabrauras nos las curábamos, a escondidas, en casa, con jabón casero, yodo y algún coscorrón que otro, en el otro lado de la cabeza cuando nos descubrían. Los chaveas estábamos todo el día en la calle, llenos de sabañones en invierno, con pantalones cortos y botas catiuscas que se comían los calcetines a la primera carrera, pero eso sí, llevábamos puesto al cuello, para protegernos la garganta, nuestro estadal de San Blas, y en verano estábamos todo el día al sol, saltando balates, atravesado bancales, y trepando a los árboles, sin protección solar, bebiendo agua en cualquier charca del barranco o en la acequia por la que pasábamos, comiendo fruta con las mismas manos con las que habíamos untado la lechetrezna a los espartos para la liria. Por eso digo que, gracias a San Blas, estamos vivos de milagro.

De mi barrio recuerdo especialmente a mi vecino Cristóbal el cascaracebolla. Había convertido su vida en una leyenda. Su comportamiento, actividades o labores eran míticas, llenas de la plasticidad de la novela realista centroamericana. Podía interpretar cualquier papel de los cuentos que él mismo inventaba en cualquier escenario cotidiano, relataba esos cuentos con las voces de sus personajes y las adrezaba de efectos especiales y cuando el ambiente era íntimo sembraba presagios que los niños, después, esperábamos encogidos de expectación. De éste creo que es del que más aprendió García Márquez. Cristóbal era un hombre bueno, generoso, soñador e ingenuo, que vivía por el puro, simple y gratuito placer de contar un cuento, y lo hacía por propia iniciativa o a petición de su público, que era el barrio entero. No había desfarfolle ni desgrano al que no se le invitara el primero, como el alma de la reunión. Los vecinos nos sentábamos en el portal en torno a una pila de maíz que olía a farfolla fresca; se ponía un bigote con los pelillos del jilote de la panocha y entonces comenzaba Cristóbal sus relatos, creo que el primero de la serie era el del gigante que venía de la sierra y que ponía un pié en la Cruz de Juviles y el siguiente el la Placeta del Prado, que llegaba tan sediento que se bebía la balsa de Narila llena de gazpacho, y yo entonces me imaginaba la balsa vacía, el prado sin regar, y todos los huertos sin tomates ni pepinos; conseguía que soñara con el gigante, que sólo tenía un ojo, y que, sin permiso de los dueños, había echado en su gazpacho todos los tomates maduros con los que se había topado, y que, en nuestro caso, días antes habíamos envarillao mi padre y yo en las paratas. ¿No es eso magia? Conforme avanzaba la noche y los más jóvenes entrabamos en duermevela el tono de los relatos de Cristóbal se hacía más atrevido: quiero recordar que alguno de ellos, posteriormente, lo he visto en televisión, por lo que estimo que mi vecino entre sus discípulos también cuenta con algún guionista afamado.

Mi tío Pepe "el de la luz" también me contaba historias. Solían ser cortas, a modo de chascarrillo, y éstas las rellenaba yo con mi imaginación. Una vez me contó que trabajaba en la vieja central del río, más arriba del agua agria, ya cerca del puente de Bérchules; un molino de piedra y de cal a cuya puerta daba su generosa sombra un enorme y viejo nogal como elemento imprescindible en la vida de la fabrica, hasta que un día el viento huracanado lo arrancó de cuajo y dejó a la central desprotegida del sol de mediodía que caía de macetilla en los meses del verano. Decía mi tío que allí, en la central, hacían la luz, y como yo no entendía el proceso, añadía que era muy sencillo, que el agua, precipitándose del canal, caía, a gran velocidad en el molino, por un agujero y, de los golpes, salía pulverizada para llegar de nuevo al río por el túnel, entretanto las turbinas se cargaban de luz. Y así lo entendí, pensando en la fabriquilla, donde nací, para mí las turbinas eran como las enormes cubas que tenía mi abuelo, las del vino, pero que en lugar de vino estaban llenas de luz, que salía de los golpes de apalear incansablemente el agua hasta convertirla en brillo, y por eso mi tío tenía los pelos amarillos, de las chispas que se escapaban de tanto golpear el agua, que con su escasa barba de aquellos días, también amarilla, le daban un aspecto extraño, como si, la tarde antes, se hubiera caído de boca en una chumbera. La luz, procedente de las tinajas, la traían en pellejos que cargaban en reatas de mulos, y la vaciaban en el transformador del pueblo, y así, por los cables, que con tanto gusto aún adornan las fachadas, llegaban en finos y brillantes chorros a las bombillas de las casas; chorros tan brillantes y rápidos que si los tocabas te daba calambre. De esta manera podíamos ver por las noches, aunque en realidad las encendíamos poco, porque teníamos a mano nuestro viejo candil, y porque, en aquellos años, sin tratados de economía ni ninguna otra sandez, sabíamos como administrar con rigor la miseria.

Pasaron esos primeros años y sin saber cómo empezó a aflorarme pelusilla en el bigote y a tomar bríos que dibujaron en mi cuerpo las primeras cicatrices de mis fechorías, cosechadas en los juegos olímpicos que a diario celebrábamos en la Placeta del Prado: salto con pértiga del caz, los cien metros lisos en zancos, el salto de longitud y balanceo colgado de una rama de los peloteros. Ante estas señales mi padre interpretó que había llegado el día en el que tenía que hacer algo para frenar mis desenfrenados ímpetus: me explicó el uso del mancaje, de la hoz y la horquilla y la importancia de que los pechos de la paratas estuviesen siempre bien limpios, me colgó del hombro una pesada valija de la que, a diario, salían noticias para las gentes del pueblo. Yo no era consciente en esos días de lo importante que fue en mi vida esta tarea de cartero y me lo tomaba como una carga, pero ahora si sé que fue como un entrenamiento continuo para una carrera de medio fondo, y sobre todo fue en ese trabajo y en esos días cuando comencé a fraguar este amor que siento por mi pueblo, entendiendo por mi pueblo sus rincones que conocí a fondo, sus costumbres que empecé a practicar, pero sobre todo las personas con las que comencé a relacionarme. Me sentía universal, ya no era el barrio, era el pueblo entero el que me abría las puertas. Empecé a hablar con gentes de todas las edades, que siempre me trataron con respeto y mucho cariño. Muchos, como era costumbre y sobraba tiempo, comenzaron a contarme historias, y yo, de vez en cuando, me detenía con aquellas personas a las que fui estimando. Hice de recadero y de celestina entre novios enfurruñados y algunos de éstos hasta se volvieron a juntar, y por el modo en que me tratan, siento que agradecen mi mediación de antaño.

Me detuve a menudo con personas estupendas como Juan Cabrejas, con quien leía la "Hoja del lunes", hablaba de deportes y me contaba historias que había vivido antes de llegar al pueblo. Descansaba al soltar el último periódico en la tienda de María que solía regañarme, siempre con razón, por mis fechorías y por las de mis amigos, cometidas cualquier tarde anterior, pero se le pasaba en seguida su enfado cuando le llevaba la carta de un soldado que por aquellos años le escribía, y que después fue el mejor banquero que he conocido. De igual modo me gustaba pararme en la tienda de Paco el del calvario y charlar un ratillo con él y disfrutar de su serenidad y buen humor. El Calvario era un lugar entrañable con su recacha bien soleada en la fachada sur de la tienda, donde se formaban unas tertulias muy interesantes: una vez oí a Ricardo lunares, un tanto nervioso y moviendo el callao, quejarse de que estaba perdiendo la vista: “cada día veo menos”, -dijo-, a lo que José Alcázar le contestó, con su habitual tranquilidad, “pues yo, cada vez veo más”, “¡pero hombre, eso cómo va a ser!”, -replicó Ricardo-, a lo que José, para zanjar la cuestión, contestó resignado, “que si hombre, que sí, que antes veía pasar por aquí a Gualda y ahora pasan Gualda y Servando”. Creo que todos los que oímos la respuesta nos quedamos pasmaos. Y es que eso de la competencia siempre ha sido duro de llevar, pero si además te viene a pares, es preferible no ver para no irritarse. La tienda de Paco tenía todo el corteinglés de entonces comprimido en unos estantes de madera repletos de todo lo necesario y en un orden preciso: sobre el mostrador se abarrotaba el papel de estraza, el bacalao seco, los arenques prensados, sardinas en cuba, que formaban círculos plateados con ese olor a sal propio de los puertos pesqueros, y el “diario de Marbella”, recibido con unos días de retraso, que Paco leía entre cliente y cliente, abierto por una página central. Próxima a la tienda se encuentra la Placeta de la Posá que al entrar en ella me llegaba, como una oleada, el aroma del pan recién hecho, uno de los perfumes con los que asocio ese lugar.

Al pasar el barranco corría a toda velocidad, tomaba la cuesta de la terrera y no paraba hasta llegar a la alfarería, donde siempre me recibían con alegría y mucho cariño: allí me gustaba ver a los hombres con esas mazas enormes malear a fuerza de golpes el barro; cuando me iba el tío Serafín que se había quedado sentado, a la sombra, sobre una silla de anea, me miraba y se despedía de mí con un bostezo sonoro, interminable que parecía cargar con muchos años de duro trabajo; cuando, ya de regreso, volvía por el tinao que unía las casas de Pepe Vílchez y de José "el dormio", aún oía el eco de su repetido lamento. 

Desde este punto, ya casi sin noticias que dar, deshacía el camino dándome con los talones en el culo porque los amigos me esperaban para bañarnos en el río o en cualquier balsa que estuviera llena.

La Venta Mora. Un baño con los amigos: los tres de abajo ya se fueron.
 
Al contrario que Comala, Cádiar es un pueblo de vivos. Diferente de Macondo, Cádiar es un lugar con historia, un mundo viejo en el que a muchos, por herencia, nos gusta también contar historias y a veces conspirar, pero, igual que en aquel, no necesitamos conocer el nombre de las cosas: basta con señalarlas con el dedo. Los cuentos de ahora parecen más verosímiles, menos mágicos, con personajes más reales, no como aquellas fantasías de antes... Pero, en verdad, antes y ahora, la realidad no es sólo lo que sucede, sino también y sobre todo, esa otra realidad que, le pese a quien le pese, siempre ha existido en nuestro pueblo por el simple hecho de contarla. Incluso lo que sucede no pasa a la realidad si no se cuenta.

 

Del cinamomo al laurel, 55