En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 19 de junio de 2024

"¡Yo sé quien soy!"

"Don Quijote es ficción de un ente de ficción; es, por tanto, ficticio en segunda potencia(...) Pues bien, poco a poco, Don Quijote se independiza del propósito de su autor y se va convirtiendo en alguien con una personalidad individual y suya. Cuando Don Quijote, en aquel pasaje de que tanto gustaba Unamuno, exclama: «¡Yo sé quién soy!», no es ya una ejemplificación de la caballería, sino un alma, una persona única, insustituible, que nos da compañía a lo largo de toda la obra y vive ya con nosotros, siempre, fuera de sus páginas." (Julian Marías. Miguel de Unamuno. Austral, 43)

Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña... historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque (Quijote: I, 5)

En la primera salida don Quijote va solo por los caminos hablando consigo mismo. Nos ofrece soliloquios en los que está inscrito su código de comportamiento, de ahí la trascendencia de esta primera salida: en ella se encierra el germen de la obra total, el mecanismo de su razonamiento, que le permite pasar del plano lógico de caballero, al plano psicológico de su deseo de fama. Con esta determinación en los primeros capítulos queda justificada tanto la firmeza con la que acomete su ideal, como la certeza de lo que cree y asume los olvidos, que serán corregidos posteriormente, como el hecho de que sea el ventero el que le indique la necesidad de un escudero y de llevar lo necesario para el camino. Sobre todo quedan justificados los temas en los que irá reparando a lo largo de su camino:

  • Dulcinea: a quien encomendará todo su ideal de caballero.

  • La Edad de Oro: como elogio de un tiempo mítico en el que el hombre era feliz.

  • Las armas, es decir, el ejército como devoción y defensa de unos ideales épicos en oposición al hombre de letras, símbolo del caballero en la tierra.

  • La literatura como fuente de placer, de ocio y de conocimiento que puede condicionar tanto la vida que se viva solo para la lectura y, como don Quijote, a través de lo leído. La literatura pasa a ser un motor de acción, una cuestión de fe.

Todo esto queda fijado ya en esa tajante elocución con la que don Quijote cierra la discusión ante el labrador vecino que lo socorre y que será, como ya dijimos antes, la cuestión final de la obra. En el episodio del cap. 5, en su encuentro con los mercaderes toledanos tras el tropiezo de Rocinante, las patadas que el mozo de mulas le da en las costillas, y el apaleamiento con los restos de astillas de su propia lanza, le dejan maltrecho sin poder levantarse, hasta que la suerte se le aparece en la figura del labrador, su vecino Pedro Alonso.

Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo;” (I, 5).

A su vecino le confunde con el Marqués de Mantua … Su vecino que le conoce, lo nombra por su nombre de señor Quijana. Don Quijote no atiende sus preguntas y sigue recitando el romance, disparates de pura locura creyéndose los más disparatados personajes de la caballería y confundiendo a su vecino igualmente con otros. A lo que éste le dice:

-Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Baldominos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada.

Palabras de loco como una cabra, o de cuerdo que sigue un juego le contesta:

-Yo sé quien soy, -respondió don Quijote-, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicieron, se aventajarán las mías.

¿No te das cuenta que esto es un juego? -parece decirle a su vecino-. Desde el comienzo podemos percibir cómo la realidad entra en lucha con la imaginación, o juega con ella de forma consciente.

A lomos de su borrico, con los despojos de las armas sobre Rocinante, lo condujo a la aldea. Pero Pedro Alonso, el labrador que lo socorre, que ha manifestado el cansancio de escuchar sus sandeces, en un acto de respeto supremo, espera a la oscuridad del día para que su llegada no sea vista en el pueblo y pueda ser evitada la risa cruel de los vecinos. Con ello se pone de manifiesto el otro lado de la recepción: la lástima del aldeano ante la locura manifiesta del hidalgo, frente a la parodia cruel que los duques explotarán en la segunda parte, aunque ya don Quijote no sea un loco, sino un crédulo que acepta todas las situaciones que inventan para él.

Siguiendo en el cap 5, poco después, ya recuperándose en su cama, le visita el cura y don Quijote le llama Arzobispo Turpín y le cuenta que don Roldán lo apaleado con el tronco de una encina. Sigue disparatando, se identifica con Reinaldos de Montalbán, pero a pesar de todos sus encantamientos, pide que lo primero, le traigan de comer, como diciendo tengo hambre, que lo primero es lo primero, que lo primero y principal es oír misa y almorzar, pero habiendo prisa, almorzar antes que misa; después seguiremos con el juego. Ni don Quijote ni el cura hablan de misa, pero parece que viene a cuento este refrán castellano; no habla de misa el cura, porque el cura del Quijote, no entiende de liturgias, pero todos estamos seguros que para don Quijote, aunque idealista que se mantiene con poco y que no tiene nada de loco, como asegura Torrente Ballester, en una época en la que la religión lo dominaba todo, lo primero y principal podría ser el oír misa y almorzar, pero en momentos de necesidad, almorzar siempre antes que la misa, para así poder continuar con el juego que tanta vida parece darle a ese adolescente hidalgo que ya no cumplirá los cincuenta.





domingo, 9 de junio de 2024

Los principios de don Quijote


Contra pereza, diligencia”, debía de rezar el catecismo personal de don Quijote, el cual, “dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante; y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.” (I, 2; 41)

Él mismo declara lo aprendido en su catequesis voluntarista en la carta a Sancho, cuando contrapone la ociosidad en que se halla en el palacio de los duques al “negocio” que le espera -entendido en su sentido etimológico-, o sea, el desagravio de la hija de doña Rodríguez:

Yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella. Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores.” (II,51,973)

Los caballeros andantes y, por tanto, el mismo don Quijote son el antídoto contra el imperio de la pereza; su ausencia del mundo es una señal clara de la decadencia de la virtud:

Cuán provechosos y cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo. (II,18; 712)

Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. (II,1)

Asociados a los dos términos básicos desgrana don Quijote un doble rosario de términos antitéticos, los ejes semánticos subyacentes a su ideología caballeresca: por un lado encontramos la serie negativa pereza - ociosidad - vicio - arrogancia - teórica de las armas; por el otro, la positiva diligencia - trabajo - virtud – valentía - práctica de las armas. La primera cadena de significados define a la Edad de Hierro de la sociedad contemporánea; la segunda a la Edad de Oro de la utopía caballeresca. Ambas quedan resumidas en el codicilo (testamento) de las armas: en la sociedad contemporánea se teoriza acerca de las armas; en el mundo caballeresco se usaban.

No parecerá extraño que el caballero de la voluntad, del querer ser, que es don Quijote, conjugue su acción según la antítesis ociosidad / negocio. Sí lo será, en cambio, que la misma antítesis explique la acción de personajes cuerdos, como don Luis, el cual justifica del siguiente modo su persecución de doña Clara:

No alcanzan perezosos

honrados triunfos ni vitoria alguna.

Ni pueden ser dichosos

los que, no contrastando a la fortuna,

entregan desvalidos

al ocio blando todos los sentidos. (I, 43; 475)


Para don Luis “ocio blando” parece más emparentado con la ociosidad de quien “no quiere trabajar”, que diría Pero Pérez, que con el ocio estudioso y desocupado que requiere de su lector Cervantes.

La dicotomía pereza / diligencia funda la energía enfrentada de los personajes, sin distinguir entre locos y cuerdos: el protagonista de la propia historia es aquél que, rehuyendo los cantos de sirena de la ociosidad, decide tomar en sus manos su destino y actuar con diligencia y solicitud; así se comportan Dorotea y Cardenio, el cautivo y Zoraida, y toda la caterva de personajes migratorios de los dos Quijotes. El mundo representado ordena sus contenidos en torno a este eje semántico central. La relación entre el lector y el libro es gobernada, como ya hemos visto, por el mismo vector dicotómico y, como enseguida veremos, ni siquiera la relación entre el autor y el texto escapa a su esfera de influencia. Los tres aspectos fundamentales del libro como producto semiótico, la emisión, el mensaje y la recepción, las tres facetas que convierten a un texto en un objeto de relación social, deberían responder, según Cervantes, a un orden de significados prevalente: la dicotomía pereza / diligencia. No hay una valoración ética, eufórica o disfórica, del eje semántico en cuestión; simplemente el autor lo coloca a la cabeza de la jerarquía de valores funcionales que regulan la inclusión del texto en la sociedad; por lo que no te parecerá fuera de lugar, lector severo, que me aventure a sostener que para Cervantes la antítesis pereza / diligencia constituye uno de los núcleos de su ideología y de la de la sociedad de su tiempo, siendo como es una de las enseñanzas de la doctrina católica, que opone al pecado capital de la pereza la virtud de la diligencia. Más aún, llega a tanto la importancia que le concede el autor a dicho eje semántico que él mismo lo adopta, siguiendo el ejemplo de sus personajes y sus lectores, como motor de la actividad literaria; y así vemos que renuncia a su función de prologuista en favor del oportuno amigo que va a visitarle, porque su incapacidad para escribir el prólogo, en opinión de su amigo, “no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso.” (I, prólogo, 14).

La pereza impide al autor del Quijote resumir los contenidos, el mensaje final, condensar según un esquema de valores establecidos por la norma social los méritos de su obra. Esta renuencia podría ser interpretada como beligerancia a la norma, o como rechazo del ejercicio de autoridad de la voz emisora del discurso. En realidad tampoco es exacto decirlo así, pues como sabemos, el prologuista consigue insertar su texto en el proceso de lectura educativa de los lectores. Claro que para ello ha debido situarse en una posición desplazada, tangencial: su voz ha de ser reverberada por la de su huésped para que pueda llegar hasta nosotros.

La pereza se contrapone a la soberanía de sí mismo, al acto de autoposesión del individuo en el interior de unas normas de comportamiento, a la disciplina, al signo de la educación carismática. El individuo disciplinado, diligente, recoge en sí las exigencias de la sociedad, asimila en su persona la estructura del poder, la jerarquía de valores, el esquema de control de los significados según un sentido unitario que evita la dispersión en los placeres, la improductividad del tiempo y la enajenación de los ritmos sociales. La razón, la unidad, la claridad, las proporciones, la armonía, lo apolíneo, definen los modos del aherrojamiento de las pulsiones individuales al ideal educativo de la sociedad renacentista. A esos mismos grillos debería haber atado su texto Cervantes, en cuanto oráculo designado por la autoridad social para adoctrinar a sus lectores, evitando que se asomaran a su discurso pulsiones personales como la alusión a ese “lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, o la coquetería de insinuarse entre líneas, diría que casi corpóreamente, cuando pone en boca de los personajes su nombre, o les obliga a citar sus obras, o a leerlas incluso públicamente; cuando los convierte en sus cómplices en una operación editorial en contra de los derechos de autor de Avellaneda; cuando les impone arbitrariamente la lectura de la I parte del Quijote, sin que puedan ignorar los cambios producidos en su mundo por su publicación; cuando mezcla la realidad narrada con la narración y revela el parentesco entre Cide Hamete y algunos personajes, la relación de amistad entre el cura y Cervantes, entre el cautivo y un “tal de Saavedra”; cuando mezcla lógicas diferentes de diferentes mundos representados, cuando consiente a su relato que se salga de la disciplina narrativa que imponía la tradición.

Por otro lado, que al autor le costara contenerse en una línea de significados única, en la que se transparenta la visión racionalista, centralizada y autoritaria del mundo que el nuevo estado iba imponiendo, lo confiesa claramente su alter ego Cide Hamete Benengeli, cuando al principio del capítulo 44 de la II Parte dice:

Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia… (II, 44; 906)

Se podría pensar que esa dificultad para aplicar la autoridad narrativa a un texto polimorfo y policéntrico ha provocado los defectos que el prologuista enuncia en un momento de desaliento:

¿Cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia... (I, prólogo, 13)

Y en efecto el deleite deseable, la invención, el estilo constituyen otros tantos aspectos técnicos, por así decirlo, de la función de autoridad del autor para con su obra, la prueba de que en su labor ha sabido conferir al texto un desarrollo capaz de poner de realce esas cualidades técnicas. Pero junto a ellas enumera también las acotaciones y las anotaciones, las sentencias de filósofos, las citas de la Divina Escritura, es decir, la doctrina y erudición que deben dar el tono a la voz del oráculo de las verdades sociales, demostrar que la confianza que ha sido depositada en él como portavoz de la autoridad no ha sido en vano. Y casi como si pretendiera subrayar aún más el vínculo entre la actividad del autor y el poder, echa en falta, acto seguido, los poemas laudatorios de príncipes o duques antepuestos a su obra, que son como el aval directo de los portadores de la autoridad social al texto que los contiene. La conexión entre la autoridad del autor y la jerarquía social resulta así bien patente. Cervantes arroja la máscara de la representatividad que en cuanto autor le correspondería, por el mero hecho de haber sometido su texto a la aprobación de los delegados del poder. En esa tensión entre la voluntad de dimitir como portavoz de la autoridad y la efectiva sumisión a la norma se origina el texto del Quijote. En este dilema cervantino se encierra uno de los hallazgos más importantes para la historia de la novela moderna; Cervantes comprendió, ya desde casi la cuna de la imprenta -podríamos decir-, el estatuto especial que este medio de comunicación confería al autor: la autoridad de la voz emisora resulta magnificada por la letra impresa y por el acto de delegación del poder social que los privilegios de publicación entrañaban; esto es lo que él no estaba dispuesto a conceder a los libros de caballerías y a todas aquellas obras que no se amoldaran a la preceptiva literaria.




Referencias de Martín Morán, José Manuel:

- El “Quijote” en ciernes. Los descuidos de Cervantes y las fases de elaboración textual, Alessandria, Dell’Orso, 1990.

- “La función del narrador múltiple en el Quijote de 1615”, Anales cervantinos, tomo XXX (1992), pp. 9-65.

- “Cervantes: el juglar zurdo de la era Gutenberg”, Cervantes, vol. XVII, n.º 1 (1997), pp. 122-144.

- Don Quijote en la encrucijada oralidad, Nueva revista de filología hispánica, tomo XLV, nº 2 (1997), pp. 337-368.

- “La coherencia textual del Quijote”, en Jean Canavaggio [ed.], La invención de la novela, Madrid, Casa de Velázquez, 1999, pp. 277-305.

sábado, 8 de junio de 2024

La Cueva: el principio del fin.

 

Quijote de 1615.

CAPÍTULO 22: 

Donde se da cuenta [de] la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha.

 

 


La imaginación de Cervantes alcanza una de sus máximas cotas en la aventura de la cueva de Montesinos. Es un episodio que concentra varias de las ideas que el escritor despliega en su novela magna. Para poderlas desarrollar, don Miguel elige el escenario. El contexto geográfico lo especifica e inserta el novelista en la ruta que los protagonistas siguen para desplazarse desde la casa del caballero del Verde Gabán hasta la venta donde encuentran a maese Pedro, pasando por Ruidera. En este suceso se muestra que la realidad puede ser engañosa, ya que sólo podemos percibirla por medio de la experiencia sensorial. De aquí que en el idealismo ocupen el lugar principal las ideas, puesto que lo que llamamos realidad sería un producto de la mente. Es en este universo en el que encuentra acomodo don Quijote, para quien el mundo que le rodea y el que vive en su mente vienen a ser uno solo, porque no puede separar el uno del otro. La vuelta de tuerca que da Cervantes es hacer vivir la experiencia a don Quijote a través de un sueño, de tal manera que cuando al despertar cuenta su aventura podemos estar seguros de que el caballero dice la verdad, y, en todo caso, el que miente es el sueño. Sobre el cimiento onírico del relato, Cervantes construye una realidad paralela meramente mental, distinta a otras incursiones en la fantasía que, a través de la experiencia sensorial de don Quijote, hace protagonista en otros momentos de la novela (así, en la cabalgada de Clavileño). Es evidente que el descenso a los infiernos de don Quijote requería de un escenario de dimensión y naturaleza acorde con la magnitud del suceso. De aquí que el escritor distorsione el espacio y haga de una pequeña cueva una cavidad de arquitectura extraordinaria. Ya engrandeció la realidad geográfica en la aventura de los batanes y volverá a hacerlo en el lance en que Sancho y su asno caen en una sima.

Si preguntas por el lugar donde don Quijote cayó derrotado, todos contestarán que en la playa de Barcelona. Y sí, ahí sucedió el desenlace, pero la derrota había comenzado mucho antes; concretamente, a la salida de don Quijote de la cueva de Montesinos. Hay un antes y un después tras esta aventura y nada vuelve a ser como antes. Bajar a la cueva en los relatos caballerescos es el paso al otro mundo, un viaje al más allá y, a la vez, la prueba iniciática que marca la pertenencia a la élite de los héroes. Ir -y volver- de tal lugar nunca es gratis y acarrea cambios brutales antes de probar si es o no un héroe. El que aspira a ello, a ser tenido y tratado como héroe, ha de viajar a ese lugar desconocido y rescatar a los caballeros allí presos de Merlín y devolverlos a la Tierra. El hecho de que don Quijote no consiga este objetivo supone una quiebra de su credibilidad como caballero andante y de la verdad de los sueños que pueblan su alma. La imagen que colma sus ideales se tambalea y a partir de aquí lo hará cada día con mayor fuerza hasta poner en duda la validez de la empresa caballeresca. Esta bajada al inframundo es una tradición que abarca al universo literario desde Gilgamesh a Odiseo, Lanzarote o Eneas.

El dato que le marca a don Quijote el punto de inflexión no es solo el fracaso de su empresa, sino la discordancia temporal que le sorprende a la salida, en medio de la charla que mantiene con Sancho y el primo: él dice que permaneció en la cueva durante tres días con sus noches; para Sancho no pasó de una hora. Ni siquiera el hecho de no haber probado bocado ni dormido en tanto tiempo le sorprendió; sin embargo, ese desajuste de tiempo, en vez de solucionarlo como había hecho siempre, con el viejo recurso a los encantadores que le perseguían, en esta ocasión le da qué pensar.

Y la primera consecuencia se produce unas horas después, cuando llega a la venta obsesionado por escuchar al hombre de las lanzas y alabardas que le había prometido la historia de no pocas maravillas. Ve la venta y ante la sorpresa de todos no la toma por castillo ni palacio, sino por lo que es, una simple venta. Un hecho insólito, nunca antes sucedido en las páginas del Quijote: esta es la primera manifestación de sus dudas, el principio de no sentirse del todo seguro de ser quien dice ser dentro de sus armaduras.

Más allá de la posibilidad de resquebrajamiento de su visión del mundo caballeresco, el miedo se acentúa en don Quijote por si todos sus esfuerzos por desencantar a Dulcinea caen en el fracaso. La dama, ideal máximo del caballero, no solo no ofrece la imagen prístina de su hermosura, sino que trae una estampa dolorosa, la caricatura grosera de una aldeana que brinca sobre la pollina con una agilidad de gimnasta.

A partir de la cueva de Montesinos don Quijote se va a quedar sin argumentos ni autoridad para hacer prevalecer los valores andantescos: ni Sancho ni el primo le creen ni lo hace tampoco Cide Hamete Benengeli, el autor de la historia, que la califica de apócrifa y deja su verosimilitud al albur de cada lector. Esta aventura es la oportunidad perdida de don Quijote, incapaz de construir un mundo caballeresco al que dice pertenecer. La parodia de los valores, que según él representa, supone el inicio de una derrota que se materializará en la playa de Barcelona.

Cervantes nos narra con mano maestra y lentitud adecuada la velocidad de esta cuesta abajo en sus vacilaciones, con los vaivenes ocasionales que tanto le suben a la nube caballeresca como le dejan tirado, presa del desencanto. Tras la salida de la cueva de Montesinos, todas las aventuras que vive don Quiote comienzan a dar la impresión de que se produce un alejamiento de la fantasía y un acercamiento a la realidad; son pequeños pasos que van de la locura a la cordura. Su mundo fantástico va desapareciendo y ya no confunde las ventas con castillos ni las mozas con princesas.

En medio de ese proceso, tan pronto atacará con furia a las figurillas del retablo de Maese Pérez como se dejará llevar de su imaginación en la aventura del barco encantado; pero al final del mismo se produce un punto de inflexión: “Yo no puedo más”, dice desconsolado tras ser sacado de las aguas del río Ebro por los molineros. Posado en la tierra de sus certezas -quiero decir-, en la seguridad cada día mayor de su fracaso como caballero andante. Está perdiendo la fe y asumiendo poco a poco que la caballería andante ni endereza tuertos ni salva doncellas ni le lleva a nada bueno.

Con estos altibajos, a veces, le sube la moral, pero no le dura mucho. Como el episodio ocurrido a la entrada del palacio de los duques, cuando las criadas derraman sobre su figura pomos de aguas olorosas y gritan la bienvenida a la flor y nata de los caballeros andantes. Cide Hamete Benengeli, remarca este episodio como un hito en la vida de nuestro hidalgo por ser el primer día que creyó ser caballero andante verdadero y no fantástico. Queda claro, antes no se lo creía o no lo creía del todo. Y menos, tras las incertidumbres surgidas a la salida de la cueva de Montesinos. O dentro de ella, en medio del, caballeresco mundo de seres encantados, cuando tenía por verdad la mentira de Sancho y la idea de que la transformación de Dulcinea en simple labradora era real y sin posibilidad de ser desencantada. ¿Qué futuro le podía aguardar a un caballero sin dama? Una inmensa decepción comienza a apoderarse de su alma.

Crecen las dudas. No hay más que recordar su actitud ante Clavileño, a punto ya de subir a la silla, y sus recelos del gigante Malambruno. Era consciente de que alguien que envía por él desde tan lejos no sería para engañarlos y, sin embargo, quiere ver el estómago del caballo, no vaya a estar preñado de caballeros armados. Solo por el miedo a que lo tachen de cobarde cede a las palabras de doña Dolorida. ¡Ay, don Quijote! El caballero es cada vez menos caballero y se sentirá menos aún cuando, camino de Zaragoza, quiera arrancarse de cuajo tales titubeos y se lance a una esperpéntica e infantil bravuconada -estilo Suero de Quiñones- para retar a quien no acepte la belleza de las fingidas pastoras con las que se ha encontrado. Resultado: una manada de toros bravos le pasa por encima y deja molido a Sancho, espantado a don Quijote, aporreado al rucio y no muy católico a Rocinante. Si la fe del héroe se alimenta de la que trasmite a sus seguidores, un vacío enorme quedará ahora en su pecho.


sábado, 1 de junio de 2024

Una mañana; pongamos, dentro de treinta años.

Y nada importa ya que el vino de oro
rebose de tu copa cristalina,
o el agrio zumo enturbie el puro vaso...
Tú sabes las secretas galerías
del alma, los caminos de los sueños,
y la tarde tranquila
donde van a morir... Allí te aguardan
las hadas silenciosas de la vida,
y hacia un jardín de eterna primavera
te llevarán un día
.
(Antonio Machado. Soledades. Poema LXX )

No sé cuánto llevo aquí sentado, refugiado en mi madriguera, recogido en mi claustro. El teclado encendido y el cursor parpadeando al final de una frase incompleta. Debo de llevar ya un buen rato y el santo se me ha debido ir al cielo mirando ese descarado mirlo que se está comiendo mis níspolas delante de mis narices. ¡Cómo se atreve! Me centro en lo que debo estar haciendo pero lo he olvidado por completo; hábil de mí, vuelvo unos renglones atrás en el texto de la pantalla..., va de Cervantes, de la “verdad vital”, de lo que representa el amor en la vida de las personas. Pero no sé si estoy generalizando o son pensamientos autológicos, así que, con la soltura que me caracteriza, voy más atrás aún, al principio del todo, y compruebo que la referencia es de Luís Rosales. Así echo mano a su libro y no está por ningún lado, creo que me lo dejé en el salón, abajo, cuando fui anoche a apagar la radio que Lola siempre se deja encendida y que, a pesar de mi sordera, siento como un murmullo molesto, un ruido infernal -diría-. Bajando las escaleras me doy cuenta del hilo de lana rojo que tengo en la muñeca que me recuerda que he de llamar a mi hija para no sé qué, pero que es importante. En la puerta del salón encuentro pegada una nota que me ha dejado Lola antes de marcharse a sus clases de Patrimonio en su enésimo curso. Quiere que compre algunas cosas, pero sobre todo, me recalca, que no se me olviden los tomates de pera para el salmorejo que tanto le gusta a Teo. En ese feliz momento percibo un fuerte olor procedente de la cocina y me giro tan bruscamente en su dirección que el tobillo me cruje, con un acto reflejo me protejo al apoyar el pie derecho inclinándome hacia ese mismo lado y golpeo con la cabeza un cuadro de Kandinski que Lola compró en la última visita al Prado. El cuadro cae al suelo y el marco se parte en dos, y yo tiemblo pensando en la excusa que echaré llegado el momento, que sin duda llegará. De la cocina me llega de nuevo el olor a quemado. Me dirijo a la encimera y veo que el fuego está encendido, la leche derramada y un cerco negro que envuelve por fuera el culo del cazo, el cerco se extiende como una corona que se hace más clara conforme se aleja del centro; dentro del cazo ya no hay nada, el culo está negro también con numerosas motitas diminutas que semejan una galaxia lejana. Estoy solo en casa. No sé si he desayunado. Ni siquiera sé si tengo hambre.

Apago la vitro, y sin pensarlo dos veces retiro del fuego el humeante y destrozado cacillo que me quema la mano. Grito, es decir, raro en mí, pero viene a cuento, suelto un taco con cierta rabia e inmediatamente arrojo el recipiente, que cae al suelo con brusco y metálico estruendo, y luego, sin dejar de soplar, e igualmente de raro en mí, maldecir de dolor, me precipito al fregadero, abro el agua fría, pongo la mano derecha debajo del grifo y la mantengo allí durante los tres o cuatro minutos siguientes mientras el chorro me baña la piel (hoy no me sale una a derechas: pie derecho con amago de esguince, mano derecha con probable quemadura).

Esperando haber evitado posibles ampollas en los dedos y la palma de la mano, me seco cuidadosamente con un paño, me miro un momento los dedos, me paso el paño por la mano un par de veces más y luego me pregunto qué estoy haciendo en la cocina. No me acuerdo de nada, aunque creo que he venido a desayunar. Tengo hambre.

Con el trapo de cocina cojo ahora el cazo del suelo en el momento que suena el teléfono. Descuelgo y me lo llevo a la oreja. Está caliente, muy caliente, pero ya no quema; no oigo nada. En la otra mano veo la cinta de lana roja, será mi hija que ayer quedé en llamarla a primera hora. Cambio de mano y de oreja y escucho una voz femenina que dice que me va a hacer una oferta inigualable sobre mi telefonía. No tengo tiempo; esos asuntos los lleva mi mujer, disculpe, muchas gracias por llamar. Cuelgo, el teléfono y el cazo.

Se me ha quitado la gana de desayunar, así que lavo una manzana y … Suena de nuevo el teléfono. Estoy seguro que es Noemí.

-¡Díme hija! Te iba a llamar ahora, te has adelantado.

No es mi hija. Es el repartidor de Amazón que me avisa que pasará a lo largo de la mañana. Me quedo pensando si he hecho algún pedido. No lo recuerdo. Muy bien, -le digo-, luego nos vemos, no pienso moverme. Cuelgo de nuevo y me miro la mano derecha, que ya se se ha empezado a irritar, parece una quemadura, una especie de enrojecimiento, un percance menor. ¿Dónde habré metido la mano? Otra vez será peor -decía mi madre-. La oreja me pica un poco.

Se me ocurre que debería llamar a mi hijo ahora mismo, en el acto, no sé nada de él en mucho tiempo, y justo cuando descuelgo para marcar el número, llaman al timbre. Me sobresalto, ¿quién será? No espero a nadie.

Salgo al jardín y abro la puerta de la calle. Es la cartera, una chica joven y guapa, que viene a traerme el certificado urgente del voto por correo para las europeas. Firmo con el dedo en la pantalla de su móvil, le enseño mi carnet y me da un sobre marrón. No recordaba que había elecciones. Entro en casa y abro el sobre, miro el taco de papeletas, más de cuarenta partidos. No sé si escoger una al azar o meter el taco entero en el sobre; hoy no me sale nada a derechas -me digo-, pero descarto que sea una consigna para mi voto. Lo dejo en la mesa del salón, donde veo uno de mis libros preferidos, Cervantes y la libertad, lo tomo, lo ojeo hojeándolo al azar, está marcada una página por una postal con la imagen de don Quijote y Sancho que me envió el “errático” hace años desde el Fansipan en Vietnan, y dos palabras subrayadas en rojo “verdad vital”.

Me dirijo a mi despacho, en el pasillo hay un cuadro de Kandinski con el marco roto en el suelo. Lo pongo sobre el mueble del calzado y sigo por el pasillo. Cuando estoy a punto de entrar de nuevo en el salón miro el libro y recuerdo que dónde iba era a la madriguera, a mi cuarto, a mi garito.

Allí el teclado luce con un verde que me lleva a Federico, “verde que te quiero verde”. Ese verde bajo las letras se torna rojo (el rojo de la sangre derramada) pero la pantalla sigue a oscuras. Le doy al intro y aparece un texto que me recuerda al libro que llevo en la mano. Me siento feliz de haber conseguido mi propósito -para que digan que estoy perdiendo facultades-. Leo: “No podemos saber si hay o no hay Dulcinea en el mundo, pero sabemos que su existencia es necesaria…”; "Media noche era por filo, poco más o menos, cuando Don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso" (Quijote, II, 9).

Y estando de paseo por las calles del Toboso con mis amigos de “PAMA”, suena de nuevo el teléfono. Lo tomo y pulso el icono verde: Papa, no quedaste que me ibas a llamar a primera hora. No lo recuerdo, y ¿no hemos hablado?, ¿no me has dicho que me llamarías luego? Pues ese luego es ahora, te escucho. Ya es tarde, Papá; ya me he podido arreglar con la ayuda de una compañera; por cierto, acabo de hablar con Pablo y me dice que no le coges el teléfono; ¿ha llegado mamá? Como un héroe, contesto a todo seguido: lo siento; qué bueno tener amigos; con Pablo he hablado hace un rato; no ha llegado. Y me asombro de hacerlo con tanta diligencia.

Con la moral en todo lo alto por lo bien que se iba desarrollando la mañana sin contratiempo alguno, entra una mujer en casa que se me antoja familiar. Me parece próxima por cómo me mira, es una mirada inquisitiva, achinada, como sospechando, y eso me tranquiliza. Me lo confirma cuando compruebo que no se le escapa una, cuando se lamenta y me recrimina por lo de Kandinski; por el olor a quemado que aún no se ha ido del todo; por las compras que no he hecho, porque la mañana no ha dado para tanto con tanto ajetreo, -le digo-. No te puedo dejar solo -me dice-, y ese amor incondicional, esa protección me hace tan feliz, y esa, mi conciencia hace ya tantos años, de tal manera me tranquiliza la conciencia, esa que nos queda tras la devastación de la edad, la que se evapora irremisiblemente con los años. Qué felicidad saber que hay Dulcinea.

  

¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después...! 

...

Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya extendido.

(El ingenioso cavallero don Qujote de La Mancha, II, 18; 713. Poemas de don Lorenzo Miranda, o de Cide Hamete Benengeli, que es como decir de Don Miguel de Cervantes Saavedra, "el principe de la letras")

 
 
Del Cinamomo al laurel, 90.
NOTA: "PAMA" es la agencia de viajes que me lleva y me trae por ciertas geografías con las que sueño.