La literatura caballeresca y
clásica sume a don Quijote en un profundo deseo de mímesis. La
palabra escrita tiene para él cierto carácter sagrado. La
verosimilitud que en mayor o menor medida adorna a las obras
literarias –no olvidemos, por ejemplo, que las novelas de
caballerías españolas son más realistas que las italianas- le
incapacitan para distinguir entre lo histórico y lo literario, entre
la ficción y la realidad.
No es esta una actitud nueva. Los antiguos
soldados griegos, por ejemplo, veían en la épica homérica una
pauta de actuación. Pero la actitud de don Quijote es tanto más
cómica cuanto más anacrónica. El hidalgo tiene un modelo de
conducta en Amadís y en otros caballeros andantes: busca la
excelencia y se sirve de la mímesis para llevar a cabo su propósito:
Siendo,
pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el
caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar
la perfeción de la caballería. (I, 25)
Aun dentro de su locura, don Quijote no ha perdido
por completo la capacidad de discernimiento y sopesa qué acciones
debe imitar y cuáles no:
Y
una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia,
valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró,
desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña
Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por
cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad
había escogido. Ansí que me es a mí más fácil imitarle en esto
que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos,
desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y
pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay
para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me
ofrece sus guedejas. (I, 25)
Puede subyacer en esta
discriminación su mala experiencia con los molinos de viento (I, 8),
que consideraba gigantes a los que hender.
La actitud de don Quijote es estética, no sólo
porque su obrar se base en sus lecturas literarias, sino porque él
mismo se compara a un pintor:
—En
efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra merced quiere
hacer en este tan remoto lugar?
—¿Ya
no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a
Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso,
por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una
fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza
con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los
árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores,
destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y
hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura?
Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando
(que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las
locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere
en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese
a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer
locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama
como el que más. (I, 25)
Este texto sigue a otro, inserto en el viaje de
don Quijote y Sancho por Sierra Morena, en que el hidalgo abunda en
la comparación entre la pintura y la mímesis. Don Quijote desea
hacer penitencia emulando a Amadís, en un episodio netamente
caballeresco, tanto por su propósito como por la conversación que
mantiene con el escudero, en la que le instruye sobre los móviles de
su conducta.
Para exponer el concepto de
imitación, el caballero recurre a dos héroes de la antigüedad
–Ulises y Eneas-, citando a los artífices de su gloria –Homero y
Virgilio-. Y es que aunque las novelas de caballería sean la
falsilla de su actuación y la causa de su locura, como don Quijote
vive en la época del humanismo, entiende que las obras épicas más
acabadas son las de Homero y Virgilio. Por eso, si ha de hablar de
preceptiva literaria recurre a la Ilíada, la Odisea y
la Eneida.
Digo
asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte
procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe,
y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de
cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y así lo ha de
hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido,
imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un
retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró
Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la
sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para
quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma
suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y
enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que
debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. (I, 25)
Si el sustrato de su actuación es la mímesis
clásica, en su apóstrofe al mundo circundante aparece con fuerza el
mito. Tras invocar a los rústicos dioses, don Quijote exclama:
—Este
es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la
desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Este es el sitio
donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño
arroyo, y mis continos y profundos sospiros moverán a la contina las
hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena
que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que
seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis
vuestra morada: oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una
luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse
entre estas asperezas y a quejarse de la dura condición de aquella
ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh
vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en
las espesuras de los montes: así los ligeros y lascivos sátiros, de
quien sois aunque en vano amadas, no perturben jamás vuestro dulce
sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os
canséis de oílla! (I, 25)
Si hemos comprobado que Amadís
es el personaje literario que más influye en el obrar quijotesco, la
cultura grecolatina será el fundamento de su reflexión teórica y
un caudal inagotable para extraer ejemplos, pensamientos e imágenes
poéticas.
Para sus hazañas caballerescas Alejandro y César
serán los personajes de la historia antigua que don Quijote tenga
más presentes, y Virgilio será el autor épico que le proporcione
un mayor número de expresiones e imágenes.
En (II, 3) don Quijote hará una reflexión muy
parecida a la que acabamos de analizar:
A
fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan
prudente Ulises como le describe Homero.
Don Quijote, que no duda de la verdad histórica
de los personajes sobre los que versa la obra de Homero y Virgilio,
en la soledad de Sierra Morena, medita sobre los héroes
caballerescos que trata de imitar, sin abstraerse del imaginario
clásico:
En
esto y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos
bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que
le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar
algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; (I,
26)
Alejandro Magno
El gran conquistador macedonio tiene en común con
el hidalgo manchego el afán de emulación de las gestas épicas. La
diferencia estriba en que el primero lo llevó a cabo en la historia
y el segundo en la ficción. Pero en ambos la obsesión es muy
acusada.
Así, por ejemplo, cuando Alejandro destruyó la
ciudad griega de Tebas, que se había rebelado contra él, “tan
sólo perdonó la casa del poeta Píndaro”, tal era el respeto que
le profesaba.
En otra ocasión, “emulando al mítico héroe
griego Protesilao en su camino hacia Troya, Alejandro, que amoldaba
su conducta a la de los héroes homéricos, fue el primero en
desembarcar; visitó la ciudad de Troya y ofreció un sacrificio
sobre las tumbas de diversos héroes”. La acción guerrera de
Alejandro tiene en los héroes unos puntos claros de referencia.
Ese afán de emulación lo vemos en Alejandro, y
lo comprobaremos también en Julio César, quien, precisamente, se
decidió a acometer empresas más ambiciosas cuando contempló en
Cádiz una estatua del conquistador macedonio.
Cervantes vive en una época de
intenso deseo de emular el estilo y el arte de los antiguos, y en un
país en el que, como don Quijote, muchos sintieron el deseo de
imitar las hazañas caballerescas –conquista de América, por
ejemplo- en lo que se ha denominado el artificio de lo heroico. De
esa manera buscaban zafarse de una existencia anodina en una España
en que la nobleza había perdido buena parte de sus prerrogativas.
Este maridaje entre ficción y realidad se hace
presente también en algunas novelas de caballerías, como Tirant
lo Blanc, más realista que otras obras del género.
No pocos estudiosos han puesto de manifiesto que
Cervantes critica con el Quijote no sólo las novelas de
caballerías, sino también el quijotismo –valga el
anacronismo- de sus coetáneos en la emulación del espíritu
caballeresco. En este marco general podemos entender mejor las
referencias a Alejandro Magno en el Quijote, que, además,
acentúan el carácter satírico de la obra, dada la desproporción
entre el hidalgo y el general.
Lo que el mito era para Alejandro y su ejército,
así era el imaginario caballeresco para don Quijote. “En su avance
desde Drangiana Alejandro llevó a cabo su más brillante gesta al
hacer cruzar a su ejército por las nieves del Hindu-Kush, cadena
montañosa que a sus hombres les pareció el Caúcaso, pues creyeron
haber encontrado las marcas de las cadenas que habían retenido atado
a Prometeo, y desde cuyas cumbres, según el testimonio de
Aristóteles, uno podía vislumbrar el extremo oriente del mundo”.
Don Quijote también añadirá a la lectura
literal de los acontecimientos una lección simbólica en clave
caballeresca y épica.
Alejandro, como don Quijote,
padecía de cierta megalomanía, facilitada por las creencias de la
época. “En Egipto giró una visita privada al oráculo de Zeus
Amón, en el oasis de Siwah, en pleno desierto. Guardó secreto sobre
las preguntas que formuló al oráculo así como sobre las respuestas
que le dieron, aunque el sacerdote le había dado la bienvenida
saludándolo como «hijo de Amón», título que añadía una nueva
dimensión a su figura mítica y que reafirmaba sus creencias de ser
descendiente del propio Zeus”. (…) “Durante su vida fue
ampliamente aclamado como figura divina, como hijo de Zeus, y al
parecer él mismo creía en su propia divinidad, creencia a la que le
había inducido su propia madre. Se esforzó sin dudas en emular a
esos otros hijos de dioses, a los héroes homéricos”.
Don Quijote, cristiano, no se sentirá investido
de la divinidad, pero sí llamado a la misión de restaurar la
caballería andante y, desde luego, a buscar con ahínco una fama
inmortal:
Yo
tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas,
debajo de la influencia del planeta Marte, así que casi me es
forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo
el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo
lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y,
sobre todo, mi voluntad desea. (II, 6)
El caballero se engaña porque
piensa que tiene más aptitudes para las armas que para las letras,
cuando es evidente lo contrario. Don Quijote es inteligente, culto y
un gran orador. Es un hombre de entendimiento especulativo, capaz de
extraer leyes generales de los acontecimientos particulares, de
aplicar sus conocimientos humanísticos a la realidad, para hacer
juicios prospectivos. Pero la lectura de las novelas de caballerías
ha trastocado su juicio, haciéndole pensar que está más dotado
para la caballería, de modo que la busca de la fama heroica, al
igual que para Alejandro, se ha convertido en uno de los móviles de
su actuación:
Bien
parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una
gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien
parece un caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en
alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos
caballeros que en ejercicios militares o que lo parezcan entretienen
y alegran y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes;
pero sobre todos estos parece mejor un caballero andante que por los
desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y
por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de
darles dichosa y bien afortunada cima, solo por alcanzar gloriosa
fama y duradera. (II, 17)
Hay más ejemplos de cómo la
identificación de Alejandro con los héroes homéricos le induce a
imitar sus gestos. En una ocasión “estalló en el trascurso de un
banquete una violenta reyerta entre Alejandro y Clito, un viejo
oficial y antiguo amigo de Alejandro. Este empuñó un arma y mató
de un tajo a Clito en un momento de ira del que luego tuvo que
arrepentirse amargamente, retirándose a su tienda como hiciera
Aquiles en la Ilíada homérica”. En el otoño del 324
“murió su íntimo amigo Hefestión, y Alejandro dio muestras de su
más sentido dolor, como en la Ilíada de Homero hiciera
Aquiles con Patroclo”.
La épica homérica modula las pasiones del héroe;
de modo semejante a como lo hará en don Quijote la épica
caballeresca. Ya en (I, 1) nos encontramos una referencia a
Alejandro. El narrador nos descubre el pensamiento del hidalgo sobre
el nombre que debe dar a su caballo. Tras ironizar acerca de las
condiciones del rocín, indica que don Quijote lo considera con más
cualidades que el caballo de Alejandro Magno, Bucéfalo, y que el del
Cid Campeador, Babieca.
No le vienen a su mente caballos del ámbito
caballeresco, sino de la historia antigua e hispana. Don Quijote no
sólo se trasfigura a sí mismo, de hidalgo en caballero andante,
transforma su montura igualmente en un animal heroico. El efecto
irónico nos lo ofrece la propia locura del hidalgo, adobada con los
comentarios del narrador, que recurre asimismo a un texto clásico en
latín para resaltar la precariedad de Rocinante.
Fue
luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más
tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit»,
le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid
con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué
nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mesmo— no
era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por
sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí procuraba acomodársele,
de manera que declarase quién había sido antes que fuese de
caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en
razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre,
y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y
al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a
hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
«Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de
lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que
era antes y primero de todos los rocines del mundo. (I, 1)
La comparación de Rocinante con Bucéfalo y
Babieca se entiende burlesca después de que, pocos capítulos
después, en (I, 5), don Quijote inicie su regreso a casa tras su
primera salida, maltrecho por caerse con su caballo cuando trataba de
arremeter contra unos mercaderes y tras haber sido apaleado por un
mozo de mulas. Pese a la evidencia, se intensifica su locura
caballeresca y romancesca, como podemos ver en el diálogo que
mantiene con su convecino Pedro Alonso:
A
esto respondió el labrador:
—Mire
vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de
Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni
vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado
hidalgo del señor Quijana.
—Yo
sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no
solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun
todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos
juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (I, 5)
Su declaración confirma lo que venimos diciendo
hasta ahora: que su locura caballeresca no se extiende sólo a la
emulación, -y aún superación, como él mismo dice- de los héroes
de las novelas de caballerías, sino de todos los que, en la ficción
o en la realidad han realizado grandes gestas. Y por eso cita a los
nueve de la Fama, entre quienes se hallan Héctor, Alejandro y César.
Reivindica una libertad absoluta para ser lo que quiere ser. Pero ese
querer ser parte de unos ejemplos concretos del pasado, puntos
referenciales de continuo para él. Su imaginación obvia
completamente la realidad. La caída de Rocinante pone en evidencia
su mala disposición para el combate, pero don Quijote sigue sin
dudar de sus magníficas condiciones, que ha exaltado sobre las de
Bucéfalo y Babieca.
En los inicios de la segunda
parte del Quijote, volvemos a encontrarnos con Alejandro
Magno, en compañía de Julio César, en un capítulo donde
comprobamos que el bagaje conceptual del caballero procede de tres
ámbitos: el bíblico, el clásico y el caballeresco. Empieza don
Quijote con una frase que nos recuerda a San Pablo, para expresar la
estrecha relación que existe entre amo y escudero. La ocasión la
brinda el recuerdo del traumático episodio del manteamiento de
Sancho.
—Eso
estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según
vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las
desgracias que a sus escuderos.
—Engáñaste,
Sancho —dijo don Quijote—, según aquello «quando caput dolet»,
etcétera179.
—No
entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.
—Quiero
decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los
miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y
tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí
me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo. (II, 2)
Verosímilmente, Sancho afirma su desconocimiento
del latín, algo que cabía esperar, pero que nos hace más explícita
la distinción de los dos planos –culto y vulgar- en los que está
cada uno situado. Por si la referencia bíblica no fuera clara, don
Quijote hace unas preguntas de claro eco evangélico:
Pero
dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos
y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo, qué es lo que dicen de
mí por ese lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los
hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué
de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto
que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden
caballeresca? (II, 2)
Como acostumbra a suceder, don Quijote no
distingue entre ficción y realidad. Para él, todo lo que esté en
letra impresa cobra vida. Por eso, cuando quiere glosar a Sancho la
idea de que la virtud siempre es perseguida, enumera personajes
históricos entreverados con mitológicos y caballerescos. Sigue
cierto orden en su enumeración, ya que comienza con personajes
históricos –César y Alejandro, (sin seguir la secuencia temporal
entre los dos generales)-, y continúa con uno de los héroes más
conocidos de la mitología Hércules; concluye la serie con los
hermanos don Galaor y Amadís de Gaula. El emparejamiento de
Alejandro y César trae a nuestra memoria las Vidas paralelas
de Plutarco.
—Mira,
Sancho —dijo don Quijote—: dondequiera que está la virtud en
eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones
que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia180. Julio César,
animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de
ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus
costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre
de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De
Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y
muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que
fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón.
Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien
pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho. (II,
2)
Así como Alejandro se comparaba con los héroes
homéricos y César con Alejandro, don Quijote se parangona a su vez
con los dos generales, a quienes añade dos personajes centrales del
imaginario caballeresco.
La última muestra de
enajenación de don Quijote estará provocada precisamente por la
contemplación de escenas mitológicas. Al observar en un mesón una
pintura que plasma la historia de Dido burlada, la lee de inmediato
en clave caballeresca y se siente capaz de haber evitado la caída de
Troya y la destrucción de Cartago.
En
una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando
el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la
historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que
hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por
el mar sobre una fragata o bergantín se iba huyendo. Notó en las
dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a
socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter
lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don
Quijote, dijo:
—Estas
dos señoras fueron desdichadísimas por no haber nacido en esta
edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya:
encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni
Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran
tantas desgracias. (II, 71)
Julio César
Si Alejandro Magno despierta en don Quijote una
profunda admiración, como conquistador por excelencia de la historia
griega, Julio César será, en el ámbito romano, el general más
citado y encomiado por don Quijote, en un paralelismo que nos vuelve
a recordar a Plutarco. La primera referencia a César en la obra –no
por su nombre- la hallamos en (I, 5), donde don Quijote menciona a
los Nueve de la Fama, entre los que estaba incluido el general
romano. El texto “-Yo sé quién soy…”, lo hemos trascrito al
tratar de Alejandro.
Cervantes nunca cita explícitamente a Josué ni a
Judas Macabeo en el Quijote; y a David, sólo una vez en el
prólogo de la primera parte. Alejandro Magno, en cambio,
aparece dieciséis veces en las obras completas de Cervantes, once de
ellas en el Quijote. Héctor el troyano, en cinco ocasiones,
(tres en el Quijote), y César, ocho.
Al rey Arturo sólo lo encontramos en cinco
ocasiones en el Quijote, a pesar de que todo él está lleno
de referencias a novelas de caballerías. Nueve veces se alude a
Carlomagno en la novela, y una a Godofredo. Entre los Nueve de
la Fama Cervantes cita más a griegos y romanos que a judíos y
medievales.
La siguiente, y última, referencia a los Nueve de
la Fama, la hallamos en (I, 20). Es una frase de don Quijote
especialmente importante, pues también es programática: atisba una
nueva aventura y explica a su escudero las razones de su valor. No
sólo cabe destacar que el caballero empareje a los Nueve de la Fama
con otros héroes caballerescos -entremezclando ficción y realidad-
sino también que don Quijote hace suyo el mito de la edad dorada,
profundamente clásico, para justificar su salida a los campos como
caballero andante.
En la segunda parte de la
novela don Quijote se percibe ya como parte del grupo de los héroes.
Si ellos fueron difamados, ¿por qué no había de serlo él?
Julio
César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue
notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni
en sus costumbres. (II, 2)
El caballero se prodiga en el encomio de César,
utilizando tres superlativos: para defenderse de las críticas,
parece exonerar de vicios a los personajes que cita.
Una locura de corte platónico
Don Quijote posee una
prodigiosa memoria. En ella ha almacenado casi fotográficamente
muchos de los textos caballerescos que ha leído. Ese material
constituye como un arsenal de ideas innatas que va a utilizar para
interpretar el mundo. En (I, 50), conversando con el canónigo, don
Quijote hace un largo discurso donde entrelaza de modo prodigioso el
lenguaje y los tópicos caballerescos, donde aparecen también
elementos de origen clásico:
¿Y
que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa,
cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar
el peligro a que se pone y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus
fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en
mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de
parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no
tienen que ver en ninguna cosa? (I, 50).
Algunos de los rasgos de la locura de don Quijote
se han relacionado con aspectos de la filosofía platónica, como por
ejemplo
a) el furor poético:
tenía
a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas,
encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los
libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o
hacía era encaminado a cosas semejantes. (…) Y desta manera fue
nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se
imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de
improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura. (I,
18)
b) la transformación amorosa:
Sucederá
tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el
caballero, y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más
divina que humana, y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar
presos y enlazados en la intricable red amorosa y con gran cuita en
sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus
ansias y sentimientos. (I, 21)
c) la búsqueda de nombres significativos:
Y
una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia,
valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró,
desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña
Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por
cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad
había escogido. (I, 25)
d) el ámbito de las metamorfosis:
—Digo,
en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho
vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no
le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra
por quien no se abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabeza
de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la
vuestra en la cabeza en breves días. (I, 37)
En este capítulo I, 37 se
interpretan los acontecimientos con imágenes extraídas del mundo
clásico. La resolución de su embarazosa situación es considerada
por don Fernando como la salida de un “intrincado laberinto”; que
es la verdadera causa de la transformación de la princesa Micomicona
es expresada por don Quijote con una frase atribuida a Plinio:
“pero
el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo
pensemos”; las dificultades que atraviesa el hombre de letras son
sintetizadas por el caballero como “Scilas y Caribdis”.
La imagen de la metamorfosis, para don Quijote, no
es simplemente un recurso ocasional para explicar la transformación
de una princesa. Su actuación está firmemente arraigada en la
noción de encantamiento, extraída de las novelas de caballerías,
prisma a través del cual justificará constantemente su actuación y
le proporcionará una clave para interpretar los acontecimientos en
que se ve envuelto.
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