En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 30 de agosto de 2020

El final del verano

Siempre hay un momento, ya pasado agosto, que se intuye que el verano ha empezado su declive. El paisaje de la plaza casi desierta, la nueva fuente de las dos caras (agua y vino) algo sucia, con los pámpanos de bronce llenos de polvo y secas las hojas de la verdadera parra; papeles y bolsas de golosinas revueltos por el viento... Es como el límite más allá del cual ya no hay nada, sólo la vuelta a la monotonía de los húmedos inviernos y, como inciso, para suavizar el camino, la feria de octubre y los higos de “cuello paloma”. Alcanzado un punto máximo, de mediodías desoladores de luz, de cal y siestas de chicharras; el calor ha de empezar a mitigarse, los paseos de las tardes nos piden el jersey y hay inesperadamente una mañana de brisa fresca y lejanía transparente en la que se intuye, con alivio y melancolía, el cambio del tiempo, cuyos síntomas interpretaban mirando la naturaleza y las cabañuelas con afilada atención nuestros abuelos. Ahora son los jóvenes los que intuyen las postrimerías del verano, los que viven con una rara sensación de fugacidad y duración, porque dos meses en la escala temporal de sus vidas contienen años de nuestro tiempo de adultos, y porque las aulas y los exámenes de las que se han olvidado, de golpe, dejan de pertenecer al pasado y se presentan en el inmediato porvenir.

En aquellos, en mis años, esperaba con cierta impaciencia el final del verano que me hacía volver a Granada y alejarme de la intemperie áspera de los trabajos de campo, mientras otros corrían la sinuosa banda del estadio de Las Peanas. En la ciudad, nos juntábamos los amigos, todos con amores que contar, con la ilusión trémula de un encuentro inesperado con la chica soñada en nuestros paseos por los lugares habituales. Veía a mis amigos dorados por el sol de la costa, y las chicas insinuaban su bronceado integral con sus finas camisetas, sandalias de tiras y las minifaldas de aquella vida gozosa, dejando ver una piel dorada por un sol mucho más clemente que el mío, por la tibieza de la costa tropical o la piscina Miami, que jamás alcanzaron los secanos de Gürriales y la acequia de Las Grajas por donde me movía.

Me doy cuenta que el recuerdo de aquellos días está contaminado por la fabulación del tiempo pasado, la nostalgia de los años cumplidos, y una memoria caprichosa que deforma a su antojo todo lo vivido. Pero ahora así veo el final del verano. Quizás la intuición de la llegada del otoño no me la dio una experiencia vivida, ya que a esos años uno pone todos los sentidos en la experiencia que vive, sin mirar alrededor. Probablemente fue un pasaje de los libros con los que yo acostumbraba a perder el tiempo, que me recordó la feria de octubre: pudo ser la escena en la que el Pijoaparte abrazado a Teresa cruza bajo los farolillos de papel de una verbena de verano desierta por el fin de la fiesta, y un golpe de viento frío levanta remolinos de confeti y hace que los dos amantes estrechen su abrazo enlazándose con los cuatro brazos y encorvándose hacía delante para protegerse de los pasos de elefante con que llega el otoño, sintiendo los dos, con la dulzura del calor mutuo, que esa noche es el final de algo. Como era la feria de octubre, o el final del verano, como será aún, siempre el final de algo, de unos días de vacaciones, de una larga estancia en el pueblo, de una aventura de juventud, de un amor de verano. Creo que mis tímidas experiencias de entonces estuvieron iluminadas por estas lecturas, que me hacían imaginar identidades de la realidad que yo vivía con la ficción que disfrutaba en los libros.

Tengo en mi cabeza una imagen del finales del verano en una tarde de feria: bajó a la plaza repleta de gente un súbito ventarrón de levante, los hombres corrían, tropezando unos con otros, detrás de sus sombreros y algunas mujeres, inclinadas hacia adelante, se sujetaban con las manos el vuelo de sus faldas; entre las casetas de comidas y atracciones de feria el viento levantaba remolinos de polvo y papeles. La plaza quedó vacía y la música de los cacharros cesó por momentos, para resurgir con fuerza al cesar el viento, como una llamada a continuar la fiesta.

Así era el final del verano; cuando por las noches, en la carretera, se levantaba un airecillo suave, ese frescor serrano y afilado que bajaba río abajo encendiendo los rosetones en las mejillas de las chicas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé recién lavadas con norit. Las macilentas bombillas de la fábrica de aceite se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel de la feria pasada. Los niños correteaban, se perseguían y golpeaban, los jóvenes se miraban con ojos dubitativos, los matrimonios paseaban muy serios por el arcén al compás de una música lejana levantando una nube de polvo. Era una vida muy simple, oscura y parecía triste. Era la felicidad…, o quizás no, quizás solo sea el recuerdo de unos años con pocos años y de una vida tranquila.

Y así, con el final del verano sentíamos pena por la pérdida cuantiosa del tiempo que se llevaba el propio tiempo, por el abandono del paraíso, pero a la vez esperábamos la llegada del otoño con esperanza. Deseábamos que su balada de hojas nos trajera un poco de templanza, que pudieramos descansar de tanto movimiento, de las fuertes pasiones del verano, que el azar nos regalase un renovado amor, un sosegado amor consecuencia de la calma -un “amor pacato", como dijera Machado-, de la intimidad de las tardes, y del despertar de la razón.

 

Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 41 


martes, 18 de agosto de 2020

“Pero que todos sepan que no he muerto”

Hoy, 18 de agosto, hace 84 años: un día triste de una triste guerra

  

 

 

(…) Poesía es la vida

que cruzamos con ansia

esperando al que lleva

sin rumbo nuestra barca.

(Del poema: sobre un libro de versos)

 

Cuando yo me muera”, es el verso que a mi entender recoge mejor la filosofía de la muerte lorquiana, y en general el poema en su totalidad, titulado Memento:


Cuando yo me muera,

enterradme con mi guitarra

bajo la arena.

Cuando yo me muera,

entre los naranjos

y la hierbabuena.

Cuando yo me muera,

enterradme si queréis

en una veleta.

¡Cuando yo me muera!

El verso que repite vendría a equivaler a: “una vez que se produzca ese hecho que desde hoy percibo como certero”; la veleta representaría quizá ese giro imprevisto que sería el simple salto de la vida a la muerte. Y es que es solo un instante el que separa la vida de la muerte. La comunión entre vida y muerte, ésta presente en toda su poesía, e incluso cuando la vida está en un momento de plenitud, siempre encontramos sombras oscuras que nos revelan el acecho del punto final de la vida, porque, recordemos: la vida es tiempo y, como tal, nunca podemos detenerla

Como dijo Reverte, para mí escribir con claridad es calidad, y la calidad es un don de Dios. Él, la naturaleza, o quien quiera que sea, deja caer con cuentagotas, y a su antojo, en algunas personas este regalo. Federico lo reconoció así cuando dijo de sí mismo: “Soy poeta por la gracia de Dios y de mi esfuerzo”. Es evidente que ambos elementos tienen que ir unidos y complementarse: primero, el don, la gracia; segundo, el esfuerzo, el trabajo. De la suma nace el arte.

Pero hay otra gota de genialidad, también rara por lo poco habitual, que podemos llamar intuición. Me refiero a la capacidad para predecir el futuro. Antonio Machado la tuvo cuando escribió estos memorables versos, de actualidad aún hoy, que presagiaban el trágico destino de España, de muchos españoles:

Españolito que vienes

al mundo, te guarde Dios:

una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

Cuando Federico García Lorca escribió aquel enigmático poema en el que pregunta: “Vecinitas, ¿dónde está mi sepultura?”, y es el sol y después la luna los que responden, ¿era consciente de que un siglo después, unos y otros -jueces, políticos, profesores, críticos literarios, investigadores, etc.-, iban a lanzarse la misma pregunta que él se hace en esta Casida?

Lógico pensar que no. Pero su percepción de la situación en aquellos días pudo enviarle un aviso imposible de comprender y analizar. Quizás influyó el duende y la magia, que no sabemos qué son, pero que muchos opinan que Federico poseía en abundancia; podríamos apuntar que, en duermevela, como crean los poetas, una voz le llama y le sugiere al oído los versos que un día serán realidad e historia. Entonces es cuando surge, ante el poeta, un mundo oculto y secreto al que nadie tiene acceso y que tan sólo la magia del juglar logra arrancar a las musas o a los duendes, en esos momentos de abstracción por los que les conduce su creación.

Sobre la fosa de Federico, creemos que estuvo en un barranco de Víznar. Solo creemos saber dónde estuvo. Mas, es más cierto que, nadie sabe dónde está, y que si alguien lo sabe, intuimos que no nos lo dirá. El poeta, como ya he dicho, lo había anunciado en estos extraños versos:

Vecinitas, les dije,

¿dónde está mi sepultura?

En mi cola, dijo el sol.

En mi garganta, dijo la luna.

...

Las respuestas del sol y de la luna no pueden ser más enigmáticas y evasivas; las respuestas de los actuales buscadores de historia lo es todavía más. La intenciones parecen mucho más claras.

Certezas al respecto, ninguna; rumores, los hay… Todos los conocemos. Sabemos que por nuestra ciudad hace ya bastante tiempo que corren las más peregrinas historias sobre este particular. Unos dicen que, poco después de la muerte, los padres del poeta pagaron una considerable cantidad de dinero para que les entregaran el cuerpo y, cuando lo consiguieron, lo enterraron, con miedo y sigilo, en la Huerta de San Vicente, hoy integrada en el Parque García Lorca. Otros aseguran que la entrega de los restos fue mucho después, por los años cincuenta, en tiempos del gobernador Servando Fernández Victorio, y que la familia se los llevó a Málaga. Tampoco falta quien asegura que están en el cementerio de Granada con nombre falso, porque el régimen no podía permitir que estuviese con el suyo. En cada una de estas versiones se asegura que sólo los padres del poeta la conocen, y que jamás se encontrarán sus restos, porque así lo decidió la familia.

Vecinitas, les dije,

¿dónde está mi sepultura?

...


¿Intuía Federico
algo? No es nada descabellado suponerlo. Se sabe que volvió a Granada en contra de recomendaciones de familiares y amigos. Podemos añadir el sentido trágico que Federico reveló en tantos aspectos y pasajes de su obra, como una oscura y latente premonición de su propio destino. Como es el caso del poema de juventud, Clamor, que hace pensar en el poema juanramoniano Viento negro, luna blanca” donde el poeta presencia su propia muerte. Es como una acotación del misterio, representando el triunfo de la muerte acudiendo a una alegoría medieval.

Clamor

En las torres
amarillas
doblan las campanas.

Sobre los vientos
amarillos
se abren las campanadas

Por un camino va
la muerte, coronada
de azahares marchitos.

Canta y canta
una canción
en su vihuela blanca,
y canta y canta y canta.

En las torres amarillas
cesan las campanas.

El viento con el polvo
hace proras de plata.


La muerte con una configuración carnavalesca y esperpéntica: “Por un camino va la muerte, coronada de azahares marchitos”, la peregrinación de la muerte como una comitiva. Una canción fúnebre que se abre y se cierra, “En las torres amarillas cesan las campanas”. Y un punto final con “El viento con el polvo hace proras de plata”, prora es el término poético de proa, para definir la luz que lleva el polvo en su movimiento, con una posibilidad interpretativa muy abierta, de nuevo lo sensible se impone a lo inteligible. Misterio y ambigüedad siempre en los versos de Lorca que llevan al lector a una profunda emoción estimulando su propia psicología.

Pero estos presagios sobre la muerte se intensificaron en los últimos días de su vida y de ello nos da muestra en "Diván del Tamarit", su obra póstuma, que pertenece a un período de su vida en la que, tras su viaje a Norteamérica, se reencuentra consigo mismo y redescubre que lo más íntimo de su ser se identifica plenamente con la esencia de Granada. Diván del Tamarit está recorrido en todos sus versos por una hondura misteriosa y profunda, y laten en él premoniciones de un fin próximo. En la Gacela de la muerte oscura, leemos:

Quiero dormir el sueño de las manzanas,

alejarme del tumulto de los cementerios.

Quiero dormir el sueño de aquel niño

que quería cortarse el corazón en alta mar.

En su obra anterior, la muerte como contraposición al amor, a la vida, está siempre presente, pero es una muerte ajena, no es su propia muerte, como podemos intuir en las Casidas y en las Gacelas, donde parece que habla de sí mismo. En ellas abundan las alusiones a la muerte. ¿Pensaría en su propia muerte? Veamos algunos ejemplos:

Seguimos en la "Gacela de la muerte oscura", aparecida en febrero de 1936, dónde se puede ver la mejor expresión de los deseos y temores más íntimos de Federico, que recela de lo que aguarda al hombre después de muerto. Reta a su propio destino, en la tercera estrofa, la misma que nos sirve de título para este trabajo:

...

Quiero dormir un rato,

un rato, un minuto, un siglo;

pero que todos sepan que no he muerto;

...

En la "Gacela de la huida". Ante el presentimiento de la propia muerte y la noticia de la muerte de otros que llena sus oídos "de flores recién cortadas", ¿qué otro recurso cabe al poeta sino huir, perderse en un mar infinito que le aleje de quienes le rodean o en el corazón inocente de ciertos niños que ignoran la tragedia que les aguarda? "Ignorante del agua", el poeta se entrega a la búsqueda de una muerte que le libere para siempre de la terrible oscuridad del mundo subterráneo.

...

Ignorante del agua voy buscando

una muerte de luz que se consuma.

...

En la "Casida del herido por el agua", se siente perturbado por el dolor del niño. El daría su vida por salvarle, aunque sabe que sus esfuerzos son baldíos:

...

Quiero bajar al pozo,

quiero morir mi muerte a bocanadas,

...

En la "Casida de los ramos", escrita en los días de la persecución, muy pocos antes de su muerte, expresa la sensación de quien se haya en estado de declive psicofísico que preludia el fatal desenlace:

Por las arboledas del Tamarit

han venido los perros de plomo

a esperar que se caigan los ramos,

a esperar que se quiebren ellos solos.

...

Todo es fragilidad para el poeta, como eran esos días de encierro en la Huerta del Tamarit. La muerte está presente en la metáfora de los ramos que se quiebran. En todo el ambiente se respira un presagio de muerte. Incluso los valles ("con el agua en las rodillas") aguardan las inundaciones que producirán los aguaceros otoñales. Bastará un viento ligero para que "se caigan los ramos".

En la "Casida de la mano imposible" pide ayuda para escapar de su muerte:

...

Yo no quiero más que esa mano

para tener un ala de mi muerte.

...

Y es en la "Casida de las palomas oscuras" donde pregunta a las vecinitas por su sepultura. A lo largo de la casida se irá revelando que semejante pregunta no puede ser contestada.

Vecinitas, les dije,

¿dónde está mi sepultura?

En mi cola, dijo el sol.

En mi garganta, dijo la luna.

...

Dónde estará la sepultura. La familia, desde el mismo momento de la muerte no ha querido nunca hablar del tema ni ha visto con buenos ojos que el asunto se remueva, lo que hace pensar que ellos conocen donde reposa el poeta. Los demás, por mucho que agitemos el asunto, puede que nunca lo sepamos, pero todos sabemos que Federico no ha muerto, como él mismo pronostica en la Gacela de la muerte oscura.

Y es claro que Federico vive entre nosotros ¿Quién puede dudarlo? Vive, entre todo el que guste de su poesía o de su teatro; vive entre aquel que ame la belleza sensible de su obra; y, sin lugar a duda, vive el mito que de él hemos construido entre todos. Vive, pero aquel infausto 18 de agosto, por desdicha, fue real; los hechos que sucedieron, acontecieron de verdad... Es por ello que, como él mismo lo hizo en la Casida de las palomas oscuras, seguimos preguntándonos: ¿donde está su sepultura? Ha llegado a mis manos, antes de ver la luz, una próxima publicación con una teoría novedosa que se podrá comprobar en el centenario de los hechos, cuando se desclasifiquen los documentos. Con permiso del autor, mi amigo Manuel Escudero, pongo un párrafo de capital relevancia:

Habría sido una forma, indirecta, de llevar a la catedral los restos de Federico junto con los del duque de San Pedro de Galatino, que por esas fechas había muerto en Madrid. En Láchar había estado de confesor del duque un sacerdote que era pariente directo de la familia Lorca. Él habría podido allanar el camino, primero para llevar de incógnito los restos del poeta al oratorio-capilla que la nobiliaria familia poseía en su residencia de Láchar. Después, para facilitar su traslado a la catedral, poco tiempo después, confundiéndolo entre todos los restos familiares. Hasta una nueva capilla, en este caso la catedralicia de Nuestra Señora de la Antigua, son trasladados todos los restos y exhumados en un mausoleo subterráneo excavado a propósito en esas fechas. (Escudero, Manuel. Historia de un mito. Epílogo -aún sin publicar-).

Más sobre Lorca: http://lacocinaquenosgusta.blogspot.com/search/label/Lorca

 

 Así definió Lorca al duende: "Plena emoción que enmudece; un dolor que desgarra; un suspiro profundo; un soplo de aire fresco. Un sentimiento que quema la sangre. De sonrisa espontánea y desfachatada, tiene la mirada vidriosa por la pasión y por el llanto que siempre asoma. Su color es el color de la tierra andaluza. Temperamentalmente terrible y caprichoso, sublima al artista y a su público hasta el sollozo. Es un espíritu violento que posee, que muere y renace a voluntad en el artista. Furioso y avasallador, oscuro y estremecido, necesita de un cuerpo vivo que lo desentrañe y lo interprete. El duende es un espíritu fantástico, trastornador y bullicioso que se troca según su voluntad. Es también un encanto misterioso e inefable. Sublime y divino cuando toma posesión de un cuerpo; maravilloso y genial en el usufructo de su acción e inenarrable cuando lo abandona. Elemental y puro, de formas primitivas y antigüedad milenaria"

No cabe duda que el duende es un fenómeno mágico-real y la fuente fecunda engendradora de la estética lorquiana.

martes, 4 de agosto de 2020

El joven Andrés

Cervantes conoce como nadie el mundo en el que vive, el choque de culturas, la encrucijada de caminos, el inmovilismo de una época, la crudeza de la guerra y la soledad de los presidios... Un mundo que evidentemente no le gusta y que repasa a través de los ojos de un loco-cuerdo que pretende transformarlo acudiendo a un mundo de perfección, a los nobles ideales de la mítica caballería, dejando en evidencia las pequeñas grandezas de las cosas y las grandes miserias de la conducta humana.

Y ese mundo hostil para muchos que recrea Cervantes, lo era mucho más para los más indefensos, los vulnerables entre los vulnerables eran los niños. Por eso, no por casualidad, quiso que las aventuras del ingenioso hidalgo comenzasen precisamente por donde más lo sentía, defendiendo a un menor.

Don Quijote acude a las voces de auxilio que salen de entre las encinas a socorrer al joven, imprecando de inmediato al maltratador, al que exige en el acto y momento reparación de los daños, aplicando su peculiar justicia con la invocación a la idealizada Dulcinea.

Cervantes deja señalado que toda acción social, de justicia o de solidaridad, si no va con rigor acompañada de otra acción de control y seguimiento, sobre el terreno donde se produce, está condenada a perder su eficacia. ¿Cuántos ejemplos podríamos poner hoy de subvenciones que se despilfarran en programas de los que no se hace el adecuado seguimiento? ¿O cuantas decisiones judiciales y administrativas que no cuentan con el oportuno control para el cumplimiento de las medidas y por eso no salen bien?

Don Quijote, armado caballero, va a representar el valor y la fuerza contra toda injusticia sobre el ser humano, proceda de donde proceda:

“Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: Bien te puedes llamar dichosas sobre cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero, como lo es y será Don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión valpuleaba a aquel delicado infante.” (I, 4º)

A su amada Dulcinea del Toboso ofrece su valeroso acto de defensa y liberación.

Dicho esto, en realidad es una de las venturas más tristes de la novela, las acciones del caballero acaban haciendo un daño añadido a quien va a socorrer. Don Quijote con una excesiva confianza en sí mismo, subvierte el orden social al atacar al amo, una de las bases de la organización jerárquica de la sociedad.

Don Quijote “se cree” que los demás van a actuar como él, supone que el astuto labrador va respetar su ejemplo personal y va a cumplir su palabra de honor. Se impone el egoísmo en el hombre, enfermedad que, sólo se cura, decía Platón, con el ejemplo, como norma de vida en la educación.


Consideraciones más allá de lo dicho:

Don Quijote fracasa en su intento de librar al pastor, atado a una encina y desnudo de medio cuerpo, de los palos que le inflige el amo, el cruel Juan Haldudo el Rico. Al querer restablecer la justicia por medios inadecuados, el hidalgo provoca un verdadero desastre ya que su generosa intromisión es causa de que Andrés sea víctima de un castigo más duro.

Miremos la aventura de otra manera. Fijémonos simplemente en el nombre del joven: Andrés. Es éste un nombre de origen griego y quiere decir "viril". Así se llamaba uno de los apóstoles, el nombre está vinculado en esta iconografía con la virilidad, la lascivia y el robo. Este nombre, relacionado con el robo, lo tienen dos personajes en obras contemporáneas del Quijote: en una de las Novelas Ejemplares, “La Gitanilla”, y en “La desordenada codicia de los bienes ajenos” de Carlos García.

La desavenencia entre amo y criado, que pasa por alto don Quijote, es la pérdida cotidiana de una de las ovejas que forman parte de la manada confiada por Juan Haldudo al joven pastor (I,4). Éste no niega la acusación del amo sino que al contrario la admite. Al principio del episodio, cuando Juan Haldudo le está golpeando, Andrés exclama:

"yo prometo de tener de aquí en adelante más cuidado con el hato".

Pero es necesario no quedarse a mitad del camino. Esas pérdidas evocadas por Haldudo, ¿se deberán a descuidos del mozo, o más bien a verdaderos robos cometidos por el mismo Andrés? Así lo da a entender el amo, al decir:

"Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, o bellaquería..."

Todo nos lleva a que son hurtos del mozo. La tradición folklórica, que Andrés no es ningún bobo, víctima de su simplicidad primitiva, generadora de descuidos, sino todo lo contrario: es un verdadero ladrón. Don Quijote, a pesar de hacerse el desentendido en el cap 4, conoce bien el asunto. En el cap 31, cuando da su propia visión del suceso, indica a las claras:

respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: "Señor, no me azota sino porque le pido mi salario". El amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas (I, 31).”

¿Cómo es posible la actuación del hidalgo? No hay que olvidar los antecedentes del episodio. A don Quijote le ha armado caballero ese antiguo pícaro, el socarrón ventero de los capítulos 1 y 3 de la Primera parte. No es pues extraño que la parodia se prosiga en el capítulo 4 y que la primera de las hazañas del héroe consista en ayudar nada menos que a un bellaco. Esto se repetirá a lo largo de la novela, don Quijote, en su idealismo, defenderá a personas de dudosa reputación. Cervantes ya está apuntando en la primera aventura que los idealismos no conducen nada más que al fracaso, y don Quijote fracasa siempre, hasta cuando vence.

Cuando oye salir de un bosque "unas voces delicadas, como de persona que se quejaba" (I ,4), determina en el acto que se trata de algún menesteroso que necesita su ayuda. Lo que le empuja de forma idealista a la fama ("coger el fruto de mis buenos deseos"), ese anhelo que le ha conducido a abandonar su casa. Es lo que estaba deseando y no puede admitir que una realidad diferente eche abajo su empresa. De ahí que si un caballo y una lanza están cerca del verdugo, éste no pueda ser para él sino un caballero, pero un caballero malvado "descortés ". De ahí que se obstine en tratar a Haldudo como si fuera caballero a pesar de haberle dicho éste que era labrador y habérselo confirmado el joven, y ello aun después de haber insultado al campesino, llamándole "ruin villano", y de haberle amenazado. De ahí asimismo que exija de Haldudo que jure, "por la ley de caballería que ha recibido", hacer lo que le ha mandado con relación al muchacho.

Pero es que además Don Quijote no sólo se ha "entrometido en negocios ajenos" como ha de decir más adelante el jovenzuelo sino que ha subvertido el orden social al atacar la potestad del amo, es decir una de las bases de la organización jerárquica de la sociedad. Es lo que está haciendo, reciamente, Juan Haldudo, asumiendo de tal modo el papel que le corresponde, cuando irrumpe don Quijote. Es lo que hacía también, con la misma fuerza, el ciego del Lazarillo, después de cada robo del lazarillo.

Juan Haldudo tiene a don Quijote por loco pero no va más allá, lo teme porque va armado pero en cuanto se retira vuelve a su acción con más brío. No hay en él respeto o mofa por el héroe que dice ser, ni reconocimiento literario, solo ve al loco armado que interviene en su acción. En cambio, en el niño maltratado encontramos la inocencia que le hace creer posible la existencia de un caballero de cuento que lo socorra y libere. Por eso el narrador dirá:

Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo. (Cap. 4, 1a parte)

El muchacho ha de reconocer posteriormente que, sin la intempestiva manera de portarse de don Quijote, el amo,

"se contentara con dar una o dos docenas de azotes y luego soltara y pagara cuanto debía" (I, 31).

En resumidas cuentas, Haldudo no hubiera sido tan cruel como la primera escena lo daba a entender.

Lo que provoca el furor del labrador es la insolente intervención del hidalgo, quien trastorna las relaciones normales entre amo y criado. Es el mundo al revés, cuya estructura evoca la de las Saturnales y de una manera general la de las fiestas carnavalescas. Pero en cuanto cesa ese momento, cuando vuelve el fluir normal del tiempo, es necesario restablecer de modo ejemplar el orden social primitivo. Para ello tienen que recibir una pena llamativa e inolvidable los que se han alzado transgrediendo el orden.

El castigo de Andrés va a ser tremendo. Ha de sufrir en sus carnes y en lo más íntimo de su ser la furia y los sarcasmos del labrador. Ya antes de que se marchara el caballero recelaba que su amo, al quedar solo en casa con él, pudiera desollarlo como a un San Bartolomé (I, 4). Es efectivamente lo que ha de ocurrirle. Bien se lo dice Haldudo:

"me viene gana de desollaros vivo, como vos temiades" .

Justo lo que el muchacho ha de contarle posteriormente a Don Quijote:

"me dio de nuevo tantos azotes que quedé hecho un San Bartolomé desollado" (I, 31).

Sin embargo, la referencia a San Bartolomé, el desollado, no se debe únicamente a la evocación de su martirio. Es que existen relaciones privilegiadas entre San Andrés y este santo. Según la leyenda se le habría azotado cruelmente antes de desollarlo vivo, y luego se le habría vuelto a azotar. Por otra parte, desde el siglo xv se le representa en varios sitios atado a una cruz aspada. Además, como San Andrés, habría predicado desde lo alto de dicha cruz, tema que se encuentra en el arte español. Hasta cierto punto, San Bartolomé es el sustituto de San Andrés.

Ya se comprenderá que Andrés el razonador, que incita al amo a cumplir lo que ha ordenado el hidalgo (I,4), pueda transformarse en Bartolomé a partir del momento en que recibe una paliza mayor, de resultas del cual tiene que ingresar en el hospital (I, 31). Y peor aún, pues Andrés "el viril" se halla desposeído de su virilidad, como consecuencia de la paliza que ha sufrido. Es lo que le dice a las claras a don Quijote:

"me parece que no seré más hombre en toda mi vida"(I, 31).

Andrés ha pagado por bellaco, pero el escarmiento no puede ser más cruel. El orden social se halla restablecido con rigor: el amo se queda riendo y el criado se marcha llorando. Y ¿a donde podrá ir éste al salir del hospital, cuando haya recuperado parte de sus fuerzas y de su bellaquería, sino a Sevilla, como Pablos, el Buscón, o como Cortado y Rincón .

El mismo don Quijote no sale bien parado. Haldudo ya se mofa de él mientras está vapuleando al zagal, por segunda vez (I,4; I,31). Es decir que lo está desprestigiando y por lo tanto Andrés no tendrá ninguna consideración por el caballero. El mozuelo puede ser, de tal modo, el instrumento del castigo de nuestro héroe.

Don Quijote, después de todos los fracasos que ha conocido a partir de su primera salida, está ahora más ufano que nunca. La princesa Micomicona ha venido a buscarle para reconquistar su reino y le ha ofrecido su mano. Ahí tiene el héroe la justificación de su gesta. Andrés aparece repentinamente en escena para atestiguar la ayuda que le ha prestado el hidalgo y el provecho que se saca de la existencia de los caballeros andantes (I, 31).

El muchacho se enternece primero al recordar las angustias pasadas y su breve triunfo. Pero este enternecimiento desaparece rápidamente y se halla sustituido por un rencor y un deseo de venganza que aumentan conforme va contando el jovenzuelo cómo ha salido todo al revés de lo evocado por don Quijote. El implacable Andrés no deja de lado ningún detalle y le echa en cara todas las desgracias que ha sufrido a causa de su intromisión. Y no vacila en rematar su relato con un rechazo de la ayuda del hidalgo y de todos los caballeros andantes.

 

- Fernández Suárez [1953]: Alvaro Fernández Suárez, Los mitos del “Quijote”, Madrid, Aguilar, 1953

-Martín Morán [1990]: José Manuel Martín Morán, El “Quijote” en ciernes.

-Menéndez Pidal [1920]: Ramón Menéndez Pidal, “Un aspecto en la elaboración del Quijote”, [1920],

- Moner [1989b]: Michel Moner, “La problemática del libro en el Quijote”, Anthropos, 98-99 (1989),

- Redondo [1989]: Augustin Redondo: “El Quijote y la tradición carnavalesca”, Anthropos, 98-99

-Rodríguez Marín [1947-8]: Francisco Rodríguez Marín, ed. de Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote
de la Mancha, Madrid, Atlas, 1947-8.

 -Rosales [1960]: Luis Rosales, Cervantes y la libertad, 2 vols., Madrid, Gráficas Valera, 1960

-Salillas [1905]: Rafael Salillas, Un gran inspirador de Cervantes. El doctor Juan Huarte y su “Examen de Ingenios”, Madrid,
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-Sánchez-Castañer [1948]: Francisco Sánchez-Castañer, Penumbra y primeros albores en la génesis y evolución del mito quijotesco,
Valencia, Publicaciones de la Universidad de Valencia, 1948.

 -Serrano Plaja [1967]: Arturo Serrano Plaja, Realismo “mágico” en Cervantes. “Don Quijote” visto desde “Tom Sawyer” y
“El idiota”, Madrid, Gredos, 1967