Aquella
tarde, sin saber que hacía, salí fuera y descubrí la oscura luz de
la tormenta. Había dejado de llover. Decidí abandonar la
abstracción a la que mi mente me llevaba y percibí la realidad con
la intensidad con la que en una época remota las cosas habían
atravesado mis sentidos. Sin ignorar que transgredía alguna norma,
escrutaba rostros y conversaciones que nada me interesaban. Entré en
un bar buscando el optimismo de un vaso de vino, pero iba solo y el
camarero se escondía serio, lacónico, huraño, tras un enorme
bigote. El vaso de vino me hizo caer un poco más bajo.
Pasé
por delante de la basílica, miré el cartel del mendigo y leí en su
cara sonriente, ¡no puede ser verdad! En las vidrieras vi mi rostro
deformado por el cristal y por mi estado, ¡en realidad no era mi
rostro, era el de ese que me suplanta! Entré. Había mujeres mayores
en los bancos, y algún hombre también mayor, desordenados como las
notas de un pentagrama con renglones juntos. Entre las sombras, la
intimidad de la huida y el recogimiento que el lugar requería, subí
hacia el altar mayor sintiendo la humedad, la cera, el incienso y una
mezcla de perfumes antiguos; evocando escenas de mi infancia, ya tan
lejana. De pronto, abstraído e invisible, me imaginé en el balcón
del campanario, mirando hacia abajo con ojos de adolescente, y vi una
sombra otoñal que parecía la mía, esa que me acompaña y tendré
que dar por mía, junto al confesionario de una capilla lateral,
fuera del tiempo, fuera de mí, fuera del pentagrama que dibujaban
los bancos. Fue cuando todo se iluminó, las cien pesetas o los
cincuenta céntimos, habían caído por la ranura, oí su rodar
metálico, para que el dorado del retablo me sacara de la penumbra,
de mi concentrada abstracción. Cuando el altar se apagó de nuevo me
senté en un banco, dibujando una nueva nota, un “do” o un “fa”
sería, u otra; lo que no era seguro es un “mi” ni un “sol”.
Quise buscar el recogimiento para que, como nota musical que era, no
desafinar saltando de un “re” a un “la”, quise detener mi
pensamiento pero tenía abierto un boquete de irracionalidad tan
grande como un agujero negro y oía el eco de mis pasos que me
arrastraban hacía el altar mayor de mis obsesiones, hacía el
santuario de mis miedos. Sonó un golpe a mis espaldas y vi dos notas
que se escapaban del pentagrama desafinando en su huida, buscando en
silencio la sinfonía de la calle.
Volví
la cara y vi la espalda de una joven arrodillada en el banco de
delante, baje la vista con la codicia de mejores años que, para mi
sorpresa, aún me quedaba, y después, atrevido e irreverente,
imaginé formas que la ropa interior no dibujaba sobre los pantalones
vaqueros. Subiendo un poco vi que tenía una sensual media melena.
Abstraído pero concentrado en su geografía mis ojos subían o
bajaban llevados por la batuta del invisible director, entonces, de
pronto se interrumpió la música, la joven de suaves curvas, de
sensual melena, de imaginadas costuras, se levantó y al girarse
golpeó mi imaginación mostrándome una barba desaliñada de talibán
occidentalizado o, tal vez, de seminarista arrepentido metido a
ideólogo de la tendencia cristiana del pesoe.
Salí atolondrado. De nuevo deambulé
confundido. Regresé a casa ignorando mi nombre, mi edad y dudando de
la escala Kinsey, tan aturdido que no sabía quien era ni a donde
iba, pero, avispado de mí, lo intuí enseguida, cuando tropecé con
un arisco naranjo que alguien como yo debió poner en la acera, y una
mujer que barría las flores caídas de un enmarañado jazmín;
supuse, que me tomó por su marido y, con una voz familiar, me mandó
fregar los platos de la comida; me reforzó esa opinión cuando una
chica que se parecía a la mujer me tomó por su padre -supuse con
más firmeza-, y me mandó cambiar la botella de butano; y no me
quedó duda alguna cuando un joven al que le asomaba el bigote me
pidió diez euros y nada más dárselos se dio media vuelta en
dirección a la calle diciendo: -¡hasta luego tronco!- Respiré
profundamente por el alivio de saberme en casa y que mi familia me reconociese. Esos son los momentos que, a veces, marca la felicidad.
Del cinamomo al laurel, 56
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